2 de noviembre 2021. el Espectador

En septiembre escribí sobre una mujer que estaba muy enferma. Volvió a casa, a su vista llena de reflejos y atardeceres, a la textura de su gente y sus libros. El 24 de octubre se fue tranquila y amada, y ahora es ella quien alumbra más allá de todas las ventanas del mundo; se cambió de vestido —dice su amigo Manzur— y se quedó con el espíritu lleno de luz.

Era —es— Gloria Nieto Cano, mi mamá. La he sentido feliz, maravillada en medio de los descubrimientos por los que siempre se ha preguntado, esos que no caben en relojes ni lugares tangibles y solo se comprenden en compañía del Dios de cada uno.

Ella siempre ha sido maestra, la llave maestra que abrió las puertas de imaginación, arte, pensamiento y cultura, para que nadie se sintiera solo ni opaco; la llave justa para llegar al corazón de los artesanos de oficio y los sabios de profesión, y acercarse sin recelo a cada espacio, a cada ser vivo que necesitara ser rescatado y comprendido.

Comparto, con inmensa gratitud por el cariño y la compañía que nos han dado, algo de lo que dije el jueves en la capilla del Gimnasio Moderno, su colegio por ADN, amor y convicción:

Desde muy niña supe que mi mamá sería el abrazo intelectual y afectivo de varias generaciones. Nos enseñó a ver con los ojos del alma, a comprender que el odio no tiene sentido y que es justo y valiente pedir perdón; que ningún camino se labra solo y bien vale la pena trazarlo y recorrerlo si queremos lo que hacemos y creemos en quienes nos acompañan a hacerlo.

Mi mamá irradia alegría, amor por la verdad, por el valor de las cosas sencillas y los sentimientos genuinos. Y lo digo así, en presente, porque sus lecciones no tienen fronteras ni muerte; todo en ella es vigente y libertario. Y cuando un espíritu ha sido así, la vida se conjuga en presente y en futuro. Se conjuga en eternidad.

¡Qué mujer! Ágil y profunda para pensar, serena para actuar, paciente para esperar, comprensiva para oír, consentidora para criar.

Aprendió y enseñó las cosas más bellas de la vida, muchas venían de sus padres y abuelos, intelectualmente revolucionarios, constructores de libertad, demócratas de pensamiento, obra y misión, forjadores de autonomía, de la filosofía del afecto y el culto por la verdad.

A mi mamá nada le pasa desapercibido y desde el Cielo seguirá diciéndonos que no perdamos la capacidad de asombro, que nadie tiene la última palabra y nadie es dueño del punto final. Que la vida está llena de milagros, en cada átomo, en cada gota de ilusión, y tenemos el derecho de apreciar cada vela encendida y el deber de prender cada luz humana que esté apagada.

Lo que ella es y enseñó no está grabado en la dureza de una roca ni fue escrito con un palo en la arena: lo tenemos tatuado en el alma.

Queda un hueco atónito en el corazón. Y gratitud ilimitada, por tanto amor y por ser hija de una educadora que lo desafió todo para que cientos de mujeres fueran dueñas de ellas mismas y de su propio futuro. Ella va por caminos de luz y a estas horas sin tiempo la Gloria maestra ya sabe cuál es el destino del alma y el color del infinito; en todos los recodos de la eternidad querrá aprender cómo y por qué hay milagros y preguntará desde cuándo existen las estrellas de cielo y de mar. La suya no es una paz plana y silenciosa: es la paz del amor cumplido y la conexión abierta; más que duelos tristes, nos propone dar gracias y celebrar la vida. Es una paz libre y feliz, lista al asombro y dispuesta a nuevas bondades. Es la paz de la llave maestra, la que abre la puerta del arco iris.

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