9 de noviembre 2021. El Espectador

 

La gratitud vive en el hemisferio más bello de la memoria. Se levanta cada mañana para darle cuerda al sol de cada uno, y recordarnos que no estamos solos; dicen que es intangible, pero siento que tiene la forma de un abrazo en doble vía.

La gratitud se pronuncia y se oye con la voz del afecto, con la emoción de saber que le importamos a alguien, y la humildad de reconocer lo que otros han hecho por nosotros. Gratitud es saber que alguien estuvo cerca para enseñarnos a colorear el mundo y mostrarnos cómo se espanta la tristeza; alguien nos ayudó a construir sentimientos que valieran la pena, a levantar andamios de libertad y trazar coordenadas para que la paz no se perdiera en la noche oscura de la violencia. Pero además de saberlo es preciso hacerlo sentir abiertamente: la gratitud no es un secreto que se deba guardar en el nicho de los silencios. Leí en alguna parte que una gratitud que no se expresa es como tener un regalo empacado…y no entregarlo.

Por eso hoy escribo esto, como una carta abierta, como un testimonio que quiero rendir a los destinatarios que han marcado mi vida y a quienes la han acompañado así sea por fragmentos, quizá sin ni siquiera saberlo. Lo escribo también como una invitación para que nadie se quede con sus gratitudes guardadas: no le tengamos miedo ni vanidad a reconocer que no seríamos lo que somos si la vida y los milagros no se hubieran fijado en nosotros; si en vez de quedarse a nuestro lado, nos hubieran abandonado a una suerte incierta, y hubiéramos tenido que crecer sin un árbol cerca, o trabajar, vivir y pensar en solitario.

Somos lo que somos porque alguien nos enseñó a contar con los dedos puestos no en los números, sino en las estrellas; nos enseñaron a jugar en serio con las palabras y a defender las ideas; a no escondernos de la luz ni de la penumbra, porque en ambas podemos servir de algo, aprender de alguien, dar un asomo de felicidad o sembrar un puñado de tierra fértil.

Comprendimos hace tiempo que ni la prepotencia ni el temor son buenos consejeros, y que la ingratitud nos volvería miserable el espacio donde guardamos los recuerdos.

Somos lo que somos porque respiramos al ritmo de los afectos y nos agotamos por todas las veces que hemos tenido que decir adiós; nos reconstruimos en los encuentros -en los esporádicos, en los intensos, en los redentores- y sabemos que estamos aquí y ahora para ser parte del valor y del asombro, que prefieren el desafío a la costumbre y traducen al esperanto la incomprensión. El valor y el asombro, cuando los extremos de la vida nos tocan y delante nuestro se cierran y se abren los telones.

Gratitud no es decir gracias ni quedarnos callados: es hacerle sentir a quienes nos han dado tanto de ellos mismos, que tal vez hoy no estaríamos vivos si no nos hubieran rescatado a tiempo; que recomenzar sería imposible si no compartieran con nosotros su entereza y su sonrisa; que tendríamos muy hambriento el corazón si no nos hubieran regalado un pedacito de la masa madre del cariño.

Esta columna es para todos los que algún día ayudaron a forjar la fuerza del espíritu mío o de alguien más; le dieron forma a la ternura de los vínculos y al valor de la esperanza; y lograron que por más fuertes que fueran los vientos, mantuviéramos el alma en alto.

Escribo esta columna porque siento, y confieso a los cuatro cielos, una inmensa gratitud por todos los que me han ayudado a llegar al último tercio de la vida así, imperfecta, con el alma despierta, con la piel y los ojos a veces cansados…pero la mirada abierta.

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