23 de noviembre 2021. El Espectador

 

El 24 de noviembre se cumplen cinco años de una firma que —hasta ahora— ha salvado 6.400 vidas. El Acuerdo de Paz hizo posible lo imposible, desarmó a la guerrilla más antigua del mundo y nos acercó el horizonte de habitar un país libre de violencia.

A los líderes del Acuerdo entre las FARC y el gobierno colombiano los invita medio mundo a contar cómo condujeron el proceso y cómo lograron el hecho político más importante de nuestra historia reciente. Pero “nadie es profeta en su tierra”, y la paz que de puertas para afuera es tratada con admiración, al interior de Colombia ha sido pisoteada por un sector para el que no encuentro adjetivos; solo diré que no son ellos quienes tienen que mandar sus hijos a la guerra, ni sirven el hambre en la mesa, ni han tenido que huir a medianoche de su tierra y de su arraigo. Los hay convencidos y confundidos; engañados y engañantes; necesitan la guerra para sentirse imprescindibles, para hacerse ricos o ser elegidos, y el odio les nubla la capacidad de reconciliación. Para sentir seguridad cogen a patadas la paz y terminan ahogándose en su narcisismo.

En fin… ¡Tenemos tantas cosas pendientes con el Acuerdo y sus firmantes! No quiero imaginar cómo serán las cuentas que nos cobrará la historia, y cómo se juzgará a un país al que le sirvieron la paz en hojas de vida, y en lugar de blindarla contra la estupidez humana, permitió que la maltrataran sin piedad ni conciencia.

Al Acuerdo lo han herido en cada uno de los 292 firmantes de paz asesinados y en cada uno de los 1260 líderes sociales silenciados para siempre; lo han herido en las 88 masacres de este año; en los desplazados, en las comunidades atomizadas, en cada centímetro de tierra al que sus legítimos dueños no han podido volver.

Pero la paz no tiene reversa y el Acuerdo conserva la fortaleza de la razón y el trabajo de sus gestores; el honor de quienes lo defienden, el compromiso con las víctimas, y una estructura que le permitió responder el mensaje de urgencia, de un país agobiado por la taquicardia de la muerte.

El Acuerdo ha convertido a muchos colombianos en mejores personas y ha abierto ventanas donde solo había muros y plomo. Permitió que más de trece mil hombres y mujeres cambiaran fusiles por azadones, balas por leyes, y explosivos por pupitres. Ha puesto sobre el tapete los orígenes de la guerra, la orfandad del campo y el horror de cualquier tipo de tortura. Y, sobre todo, nos permitió pensar y sentir que la reconciliación sí es posible. Comprendimos que el odio es estéril y que somos mucho más que un puñado de enemigos persiguiéndonos a lado y lado de un montón de mentiras y de motivos. El Acuerdo nos enseñó que es mejor ser río que orillas; más que sepultureros seamos sanadores y maestros, y en lugar de sacarnos los ojos, aprendamos cómo mira la benevolencia.

Cinco años de un Acuerdo pensado y trabajado para que el dolor no siguiera tomándose sorbo a grito la sangre de Colombia; cinco años en los que la paz ha sobrevivido a pesar de un gobierno desastroso, que no logró superar la etapa del espejo retrovisor; cinco años que nos han fortalecido el compromiso con la defensa de la paz, ni siquiera por altruismo sino por sentido común; por rebelarnos contra la sinrazón de la violencia, contra el ruido de la muerte y la amenaza de sus cómplices.

Cinco años después de la firma somos capaces de encarar la verdad; y nos necesitamos todos, para sintonizarnos en las lecciones de la memoria, recuperar el tiempo perdido y reconocernos —por fin y por un nuevo principio— en los abrazos pendientes.

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