Millones de colombianos recordamos qué estábamos haciendo el 2 de octubre del 2016 a las cuatro de la tarde. Los vaticinios, los miedos y la esperanza; tantos sueños, tantas resurrecciones pendientes de un resultado.

Esa tarde quedó claro que las peores minusvalías derivadas de la violencia no son físicas: es el alma la que es preciso rehabilitar si queremos emprender el camino de la reconciliación.

¿Pero, quién fabrica prótesis para el espíritu? ¿Cuántos años, cuántos muertos, cuántas venganzas a cual más de estúpidas, se necesitan para reiniciar el disco duro de Colombia?

Fue menos difícil desarmar a la insurgencia en el monte que a los burócratas en los escritorios, y en el país del realismo mágico y del temor arraigado, el 2 de octubre del 2016 una pequeña mayoría demostró en las urnas su cobardía frente a la paz. Demostró que las mentiras se tragan sin pensar, mientras que a la verdad se llega después de mucho rompernos en mil pedazos y ser eclipses y ser fragmentos, y reconocer que hemos sido víctimas y victimarios en una guerra que todos perdimos.

Me avergüenza el resultado del 2 de octubre del 2016 y me enorgullece lo que estudiantes, trabajadores, empresarios, periodistas, artistas y distintos arquitectos de la vida, fuimos capaces de hacer los días siguientes para exigir “Acuerdo Ya”.

El triunfo del No fue lánguido pero nefasto. Y si creen que exagero, permitan entonces que lo digan los 285 firmantes de paz asesinados, o el 99 % de las hectáreas que no han sido entregadas a los campesinos. Que lo digan los más de 1.000 líderes sociales silenciados por las balas, el Chocó sitiado, el Cauca desangrado, los indígenas degollados; que lo digan los mismos náufragos de siempre -los más pobres, la carne de cañón que nunca tiene para el pan suyo de cada día- y que hablen los ríos en los que otra vez flotan cadáveres, y la tierra que no se pudo volver a cultivar. Pregunten si alguien se tragó el engendro de la “paz con legalidad”, ese descarado eufemismo dedicado a despreciar lo legal que sí deberían haber hecho: cumplirle al Acuerdo.

En medio de la desolación/reacción que dejó ese 2 de octubre de 2016, ocho cineastas y 50 firmantes de paz decidieron romper la barrera del escepticismo y contaron, escribieron, actuaron y produjeron una película con cinco historias paralelas, cinco narraciones que denuncian el abandono del campo, la inequidad, la discriminación a la mujer, el país fracturado por la violencia, y muestran los amores difíciles (porque la guerra lo vuelve difícil todo, desde y hasta el amor). Memorias guerrilleras –del colectivo audiovisual David Marín y dirigida y producida por el colombiano Ricardo Coral– habla de la incertidumbre de la vida y la certidumbre de la muerte; se estrena este próximo 2 de octubre como un grito por el a la paz. Una rebelión de la imagen y la palabra, contra la terquedad y la resignación.

¿Saben quién era David Marín? Era un firmante de paz, protagonista y fotógrafo de la película, asesinado en el 2019; uno más en la lista de los 285 muertos; uno menos, en los registros de los latidos del corazón.

Por él y por el derecho a recomenzar; porque el No fue una vergüenza pero no una derrota, y la construcción de paz no tiene reverso, la cita con Memorias Guerrilleras es este sábado en la plataforma digital diseñada por un excombatiente: http://memoriasguerrilleras.indyon.tv/. Encontrémonos ahí. Ningún No será más fuerte que el hastío de la violencia, y ninguna cobardía, ninguna maldad, vencerá al valor de la reconciliación.

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