7 de septiembre 2021. El Espectador

 

No todos los soles son iguales. Por ejemplo, éste de hoy en el hospital, llegó mezclado con la luz de las cuatro y media, y un montón de interrogaciones; es casi surrealista ver cómo se mueve la vida a éste y al otro lado de la ventana, como si fuéramos partículas diminutas y paralelas regadas por el universo. Desde la habitación se ven kilómetros de montañas desvanecidas en el cielo, mientras avanza pintado de ingenuidad y de colores uno de los pocos trenes que subsisten en Colombia. Pasan hombres en bicicleta, una mujer vestida de rojo, el señor de los dulces, el vigilante de azul, los autobuses con pasajeros dormidos y mensajeros sin mensaje. Todos tan distintos, tan aislados en sus propios mitos y burbujas, pero aferrados al hilo conductor que los une: Todos habitan la vida, y siempre encuentran un mañana para no darse por vencidos.

La paciente de esta habitación también libra su propia batalla; está acostumbrada a ser valiente, a reconstruirse cuantas veces sea necesario y a amar el mar, la nieve, gozar con los atardeceres y repasar las páginas y el perfume de sus libros. Está acostumbrada a pensar, pensar bien, pensar bonito, pensar que todos merecen una segunda y una tercera oportunidad, y que la humanidad es un milagro por descubrir.

Nació hace 94 años en una casa inmensa que llevaba el nombre de la abuela, y en la que todo era un culto al arte y a la libertad de pensamiento; ahí creció, ahí aprendió a caminar y a leer, que viene siendo casi lo mismo.

Es una mujer pequeña en centímetros y poderosa en lucidez, capaz de encontrar el lado positivo en cualquier circunstancia y en cualquier ser vivo que se atraviese por su camino. Por cuenta del ADN del educador que hace más de 100 años transformó la pedagogía en Colombia, ella ha sido maestra desde antes de nacer. Ambos (padre e hija) han tenido miles de alumnos de vida y de pupitre.

Reconstruyo sus lecciones, su indeclinable tendencia al optimismo, sus cariños y esa benevolencia que siempre sabe cómo volver a empezar, y comprendo entonces que el mundo es un aula redonda, y la vocación docente un tatuaje en el corazón.

Ella es increíble… enseña matemáticas mientras arma un rompecabezas, y una preparación de arroz blanco sirve para dar una clase de física o resaltar la urgencia de siempre decir la verdad. Recorrimos en sus libros las paredes del Louvre y del Metropolitan, el Museo del Prado, el Hermitage, el Jardín de las Delicias y la casa de Rembrandt; y así, buscando siempre la luz del claroscuro, le hacía sentir a cada alumna que era única, valiosa y capaz de sacar adelante cualquier sueño que realmente le moviera el alma.

La paciente de esta habitación ama los boleros, Pitágoras, La Vie en Rose, la Capilla Sixtina, las tortugas, los mapas de las estrellas y la literatura de Marcel Proust. Es mucho lo que ha aprendido y lo que ha enseñado; quizá porque lleva en los ojos verdeazules la mirada del conocimiento y pregona a los cuatro vientos que uno solo se acaba cuando pierde la capacidad de sorprenderse.

La paciente de esta habitación ha escrito libros y ha escrito vidas; las ha rescatado, formado y acompañado. Les ha enseñado a reconocer los errores, a gozar con lo que se tiene y a no temerle a la soledad.

La paciente de esta habitación, mi pequeño gigante, es mi maestra, mi mamá; por eso el sol de hoy, vestido de incertidumbre, de fuerza y preguntas, de manos que ayudan y abrazos urgentes, es mucho más que el sol de la tarde: es el sol del amor y la gratitud, el sol de estar vivos.

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