Por Michely Bravo*

He visto como se han ido transformando las vidas de las mujeres grandes de cabelleras coloridas, perfectamente peinadas y enseñoreadas, en cabelleras grises, semiblancas o definitivamente blancas.

Ya no se siente el taconeo fuerte y decidido de muchas de ellas, tanto en las mañanas cuando viajaban a sus dignas pero extensas fuentes de trabajo, o cuando con dificultad se trasladaban para ir a su actividad a la junta de vecinos. Ya no se siente el regreso por las tardes hacia sus hogares, que aguardaban con las luces apagadas y el ladrido de las mascotas.

Ya no se siente el olor a tierra mojada en las aceras de mi barrio, con el regadío de las plantas y veredas; ese olor característico a una misma hora, responsabilidad de esas mujeres grandes que cuidaban de sus jardines.

Mi madre de 88 años es una de estas mujeres de cabellera gris. Antes de la pandemia era rubia, tenía su peluquera, que ya no está. Tenía tres reuniones a la semana, pertenecía a tres grupos de adultas mayores, hoy casi ni recuerda el nombre de muchas de ellas. Ya no las ve, a veces está sentada en la puerta de mi casa pasan y la saludan ella responde con su mano o con sus palabras pero luego me dice: ¿Quién era?.

Eso que nos parecía normal, dejo de serlo para transformarse en este nuevo paisaje de mujeres grandes enmascaradas, de un caminar cansino, medio ladeado, sin propósito diario, sin actividad ni ámbitos de desarrollo de mujer grande.

No queríamos llegar al final del camino de esta manera, siempre nos pensamos fuertes, decididas, independientes y muy sociables.

En muchos casos las mujeres grandes imaginaron despedidas en sus iglesias o capillas, o en esos lugares que las acogerían junto a todos nuestros familiares, amigos y vecinos que vendrían a despedirlas, como en una gran fiesta del barrio, a la que están todas y todos invitados. Pero la realidad de esas mujeres grandes ha cambiado y es que hoy parten sin esa fiesta. Lo hacen con sus cabellos grises y en el total anonimato.

Y esta realidad, ¿a quién le importa?

¿Quién se ha preguntado qué sienten las mujeres grandes que tuvieron que dejar de acudir a su querido médico general que las examinaba, escuchaba, les preguntaba acerca de sus vidas y les daba seguridad, a pesar de que ellas tenían que hacer largas y tediosas filas en los consultorios, primero para obtener un número y luego para acudir a una hora de atención?.

¿Quién se ha preguntado qué ocurrió con la señora que pasaba todos los días con un aroma de limón y se quedaba por largo rato en la puerta de mi casa para hablar con mi mamá? ¿Qué será de ella? Y la amiga con la que conversaba cuando asistía a baile entretenido en la junta de vecinos, ¿qué será de ella? Y el joven que pasaba en auto con los niños del colegio y tocaba la bocina y asentía con su cabeza un buenos días para sacarle una sonrisa a mi madre, ¿qué será de él?

Ese era mi barrio que desde la puerta de mi casa era tan familiar, cercano, amable y acogedor para mi mamá. Hoy, aunque de a poco se recupera el nivel de tránsito en las calles de mi vecindad, las mujeres grandes ya no saben quiénes son; con sus mascarillas y la catarata que muchas no han logrado tratarse, entre las mujeres grandes, ya no se reconocen.

Son formas de vida que ellas probablemente no volverán a vivir. No sólo han dejado de hacer sus labores cotidianas, ir la médico o a la junta de vecinos, a la parroquia o a la peluquería. También han dejado de ver a nuestras familias, hijas, hijos, nietos, biznietos y vecinos.

Son intangibles que vemos como día a día se transforman en una deuda inmedible para las mujeres grandes, para las mujeres mayores, las más adultas, las que olvidamos cuando dejan de ser productivas para el sistema, pero que hoy, en medio de la pandemia, parten en el silencio de los barrios y la indiferencia de nuestra sociedad.

 

*dirigenta humanista, vecina de Villa Suecia, Comuna de Estación Central