Por Lautaro Rivara

El día 23 de noviembre del año 2018, tuvimos el triste privilegio de toparnos con el último despliegue operativo de la MINUJUSTH. Y lo digo literalmente. Bloqueados e incomunicados en Puerto Príncipe e imposibilitados de volver a nuestra localidad rural en Montrouis, literalmente nos chocamos con los Cascos Azules a apenas dos cuadras de la casa en donde una generosa familia nos alojaba, mientras acompañábamos las movilizaciones y pasaban las turbulencias que tenían bloqueada la ciudad capital.

La MINUJUSTH, para quien no lo sepa, fue la misión de «justicia» de las Naciones Unidas que vino a reemplazar a la fatídica MINUSTAH, una presunta misión de «estabilización», justificada mediante una serie de pleonasmos que ya harían reír al más inventivo de nuestros escritores: el «intervencionismo humanitario», la «responsabilidad de proteger», el «principio de no indiferencia», o «la salvaguarda de la seguridad nacional de los Estados Unidos» fueron algunas de sus coartadas “progresistas”. 15 años permaneció esta fuerza de ocupación en territorio nacional, el equivalente a tres mandatos presidenciales completos.

Difícilmente podríamos hacer justicia a aquella escena. En un año como aquel, convulso, dramático, heroico, en que el pueblo haitiano tomaba las calles de manera casi cotidiana de a cientos de miles de personas, las fuerzas pretorianas del orden internacional venían a coartar el legítimo derecho a la rebelión de este pueblo que siempre tiene una última palabra, un último gesto, una última revuelta sacada del fondo de unas reservas morales aparentemente inagotables.

Imaginen la avenida más importante o emblemática de la ciudad capital de cada uno de sus países: la Avenida 9 de Julio en la Argentina, la Alameda en Santiago de Chile, la avenida Javier Prado en Lima o el Malecón en La Habana. Ahora imagínenla en toda la extensión de sus varios cientos de metros, ocupada, en cada esquina, por un retén de un contingente militar de un país diferente. Así, podrían identificar allí la esquina de los pakistaníes, la de los brasileros, la de los nepalíes, la de los croatas, la de los filipinos, la de los argentinos, la de los norteamericanos, la de los franceses. Todo bien armados y pertrechados, acompañados de vehículos blindados y carros hidrantes, frente a un pueblo conmocionado, con los ojos bien abiertos, pegado a las fachadas de los edificios como si de un boxeador contra las cuerdas se tratase.

Cuenten ahora 23 esquinas, porque 23 países fueron los que llegaron a ocupar, en simultáneo, a un pueblo pacífico y desarmado, carente de fuerzas armadas y sin ningún tipo de historial de agresiones a terceras repúblicas -muy por el contrario, con un largo historial de solidaridad y gestos desinteresados hacia países tan distintos como Colombia, República Dominicana, Estados Unidos o la Argentina-. Esto mismo sucedió, no una, sino cientos de veces en la Avenida de Delmas, el equivalente exacto, en Haití, de cada una de aquellas anchas avenidas capitales: una calle que corta longitudinalmente la zona metropolitana, desde la Bahía de Puerto Príncipe hasta el distrito de Pétionville.

Ayer, la misma autoridad suprema que decidió está política brutal sin parangón en nuestra historia hemisférica, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, se reunió, a puertas cerradas, con Haití y su crisis como el punto central de su temario. ¿Volverá la llamada “comunidad internacional” a tropezar con la misma piedra del humanismo antihumano, la justicia trunca y la paz que no pacifica? ¿Asumirá esta vez su responsabilidad en el exterminio a cuentagotas, la violencia sexual sistemática y la propagación de epidemias? ¿Apoyarán nuestra repúblicas latinoamericanas, bajo cálculos mezquinos o cándidos argumentos, una nueva guerra unilateral de este tipo, o cualquiera de sus variantes concebibles? Los acontecimientos se aceleran, y los márgenes para la neutralidad, tan peligrosa, se angostan.