25 de mayo 2021. El Espectador

 

Entiendo que no podemos cansarnos. Hay demasiadas cosas por hacer, un país por recomponer y 50 millones de personas que merecen levantarse sin miedo.

Pero a veces uno se agota, no de Colombia –porque eso sería como cansarse de los latidos del corazón–, sino de tanta amalgama entre lo mediocre y lo agresivo.

Si no somos capaces de comprometernos con un juego limpio, este año preelectoral puede convertirse en una pesadilla. Sí, ya sé: suena utópico en un país en el que la falsedad y el temor han elegido presidentes, el escepticismo nos volvió abstencionistas y la deshonestidad nos robó la confianza.

Pero pensemos a dónde van a llevarnos los discursos de estigmatización y las calumnias andando libremente por las páginas y los micrófonos de quienes les endosaron su conciencia a los dueños del poder. ¿Qué más decidirán quienes han pretendido hacer trizas la paz, han insultado la justicia y atropellan sin inmutarse pilares claves de la democracia y de los derechos humanos?

La política es el arte de servir al pueblo, no el vicio de engañarlo; exige una conexión transparente y en doble vía con la ciudadanía, pensar y actuar con responsabilidad y aprender a medir las consecuencias de lo que se hace y se deja de hacer.

De monólogos están llenos los cementerios y las dictaduras; las falacias, la soledad y los narcisismos.

Una sociedad será mejor si sabe acercarse, si puede vestirse con el hambre del otro, honrar la verdad y, por difícil que sea, meterse en la realidad y mirarla a los ojos, desde adentro.

Tenemos que ser capaces de rendir y pedir cuentas, y estar dispuestos a no quedarnos quietos mientras la infamia hace lo que se le da la gana con nosotros. ¿A qué horas permitimos que el tiro al blanco, al indígena y al negro, al estudiante, a la mujer, al líder y al exguerrillero se convirtieran en el deporte nacional?

En este punto y hora, cuando tenemos tantas cosas tan rotas, tanta y tan justificada desconfianza en los gobernantes y en las instituciones, nadie garantiza que haya un mínimo de comprensión colectiva sobre la inviolabilidad de la vida; ni dos ni 500 colombianos pueden estar desaparecidos; las personas no se esfuman, no se convierten en tronco de río ni se tropiezan en la puerta de las morgues: a la gente la matan, y estamos mamados de eufemismos.

Estamos viviendo la rebelión contra el no futuro, contra la indolencia y contra los ríos convertidos en fosa común. La rebelión contra las balas en los ojos, porque un muchacho ciego es un pedazo de país al que le apagan la luz y cada madre en la primera línea es un acto de amor y valor, en ésta y en todas las primaveras del mundo.

¿Quién blinda los derechos de los jóvenes, entre el plomo y el asfalto?

Se estima que, en Chile, 17 años de Pinochet dejaron 40.000 víctimas. Según datos públicos del Registro Único de Víctimas (a 30 de abril 2021), el conflicto armado colombiano dejó 9′134.347 de víctimas. Así es que no tenemos tiempo ni años de vida y de intentos disponibles para seguir camuflando los fracasos entre un mar de odios y pretextos. No podemos llegar al mes entrante o al 2022 más desbaratados de lo que estamos; cada sabotaje al acuerdo de paz, cada mentira, cada carátula que pone en peligro la vida de un opositor, cada medida en contra del pueblo no es un golpe al adversario ni un pulso de fuerza en la sed de enemigos: es una agresión a Colombia.

Y, bueno, un país indignado no se queda dormido, pero eso no significa que esté a salvo.

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