La semana pasada, el presidente Biden nombró a la vicepresidenta Harris para que supervise el tema de la inmigración en la frontera sur de Estados Unidos, donde están llegando miles de menores no acompañados desde Centroamérica. Pocos días después, el expresidente Trump dijo que «probablemente visitará la frontera sur en las próximas semanas», aprovechándose de la crisis para volver a salir en los medios.

Algunos analistas han recurrido a la pandemia del Covid para explicar la situación actual, pero los estudios muestran que las cifras previas al virus no eran mucho mejores. Las autoridades de inmigración detuvieron un récord de 76.020 menores no acompañados en o cerca de la frontera entre Estados Unidos y México durante el año fiscal 2019, lo que significa un aumento del 52% respecto a 2018. La detención de niños centroamericanos aumentó aproximadamente un 130 por ciento en la primera mitad de 2019 en comparación con el mismo período de 2018. Algunos estudios afirman que hasta el 45% de los niños en América Latina son niños de la calle, un rango de 8 a 50 millones. (La página de wikipedia llamada «Niños de la calle en América Latina» aporta una visión general al respecto).

No hay políticas ni leyes de inmigración que aborden y respondan correctamente a esta tremenda situación. Estamos en 2021, pero volvemos a Los Miserables de Víctor Hugo. Que los niños sean tratados como ciudadanos de cuarta clase es despreciable y peligroso. Los niños ocupan un lugar muy especial en nuestro tejido social. No son una fuerza de trabajo productiva, ni forman parte de ninguna población votante; los niños no tienen ningún poder ni ninguna representación política. Sin embargo, al mismo tiempo, representan el futuro. Serán la generación que reemplace y transforme a la que actualmente está en el poder.

Estos niños no emigran, sino que escapan de las penurias y la violencia en todas sus formas, y pocos de ellos solicitan asilo; prefieren utilizar otras «rutas», desconfiando de cualquier institución. Esta situación en la frontera no es un problema de inmigración, sino una emergencia humanitaria. Es necesario que todos los países de América Latina declaren el estado de emergencia y trabajen juntos para crear un grupo de trabajo especial para transformar la situación de estos pequeños. Como ya estamos viendo en Guatemala y Honduras, es imposible desarrollar una sociedad pacífica y justa mientras haya niños viviendo en la calle. Es una contracción que no se puede conciliar. Por supuesto, los países latinoamericanos podrían pedir apoyo a la comunidad internacional y a UNICEF, pero necesitan conseguir un plan plurianual junto con una estrategia para transformar realmente no sólo las estructuras sociales sino también los valores culturales que crearon esta situación (prejuicios, discriminación, egoísmo, deshumanización y desprecio por la vida humana). Estados Unidos no puede ni quiere resolver esta cuestión. Lo único que puede pasar con esta crisis es que ayude a que dentro de cuatro años sea elegido un presidente aún más autoritario que Trump.

Es responsabilidad de todos, en América Latina, abordar la situación. Las condiciones de vida de sus hijos hoy, plagadas de acoso, rechazo, violencia de pandillas, escasez y abandono, constituyen el paisaje de formación de la sociedad que construirán mañana. Cambiar estas condiciones de vida hoy, transformará el mañana del Continente.