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Érase una vez un reino con su Rey, su Reina y sus Princesas.

Un reino donde el Rey no tenía poderes reales, sino meramente representativos, aunque ¡eso sí!, era inviolable, como declaraba expresamente su sacrosanta Constitución, votada y aprobada en la noche de los tiempos.

Sobre dicho reino sobrevolaban malos augurios y funestos vientos que a veces llevaban a cierto rey a otros reinos.

Habíanse visto y oído serias desavenencias en la casa real; sucedido gobiernos corruptos – alguno, rescatado bancos en época de “vacas flacas”, sin pedir, una vez pasada la tormenta, la devolución de lo prestado, siguiendo el principio de “privatizar las ganancias y socializar las pérdidas”, mientras “se exprimía, hasta la última gota” a quien menos tenía-; aumentaba el paro y, para rematarlo, algunos nostálgicos tocaban tambores de guerra.

Aún pervivían las leyendas de sus bravos guerreros, la bondad de sus conquistas y el mito de su Unidad, aunque a las nuevas generaciones, semejantes historias les quedaran un tanto lejanas. Su sueño: volver al esplendor de antaño.

El reino estaba constituido por condados, cada condado administrado por un conde o condesa (aunque en algunos, no se sabía muy bien por qué, mandaban los varones), y el pueblo hallábase dividido en grupos, grupúsculos y bandos, en un ambiente cada vez más tenso y crispado.

A su vez, cada condado hallábase dividido, en su seno, por facciones y camarillas, ensalzando leyendas y mitos propios. Así, uno anhelaba que volviera su patria a ser “rica y plena”, otro que fuera “un paraíso en la Tierra” en un territorio incontaminado… Todos: volver al esplendor de antaño.

Mas, a vista de pájaro, veíanse otras tierras próximas y lejanas, fueran o no reinos, con los mismos o parecidos problemas. El manto de la mentira y la corrupción lo cubría todo, y el ánimo y desánimo bajaba y subía, subía y bajaba como en un carrusel sin alma, ni guía.

Pusiéronse de moda palabras como “buenismo”, “noticias falsas”, “posverdad”… y la buena gente ya no sabía qué pensar.

La confusión, el malestar y la falta de energía iban en aumento y no había movimiento en el planeta capaz de dar salida a tanto desafuero.

¿Algún misterioso maleficio había caído sobre ese pequeño planeta? ¿Cómo se había podido propagar semejante veneno?

Mientras unos acusaban a los otros de querer destruir antiguas y sagradas tradiciones al querer cambiar lo que el Supremo había fijado, alejándose del libro sagrado… otros denunciaban la condescendencia que se tenía con los que se aventuraban a atravesar fronteras, exigiendo, por el contrario, vallas cada vez más altas para parapetar su querida tierra.

Muchos apelaban a un Dios que hacía muchos años había muerto, habiendo sido sustituido, subrepticiamente, por otro Dios, el Dios Dinero.

Y muchos otros clamaban por trabajo, vida, dignidad y respeto, desconfiando de las instituciones que se habían ganado, a pulso, su total descrédito.

A la vez que todo esto pasaba, no solo se erigían potentes y sólidas murallas para las personas -mientras el dinero y las mercaderías circulaban, libres, sin el menor problema-, sino que la dureza, primero sutil y luego tosca, iba colonizando corazones.

Pero como, según ciertas leyes, “lo que va mal, puede ir aún mucho peor”, un enemigo minúsculo e invisible, sin entender de vallas ni fronteras, se infiltró a plena luz del día sin que nadie lo viera.

Saltó de un país a otro, como caballo de carrera, y como dragón medieval casi arrasó con todo lo que salió a su paso, en su intento de parar a la fiera.

“El Gran Susto” se llamó y dejó paralizada la Tierra.

¿Tal vez había aparecido, como dijeron unos, porque habían maltratado su propio planeta? ¿Tal vez porque una gran parte del dinero se utilizaba en defensa y se podía haber atajado el mal volcando ingentes recursos para poner freno a la pandemia ya que en realidad se trataba de una guerra? ¿O tal vez porque, previo al virus, gran parte de la población estaba alterada, tensionada y tenían bajas las defensas? ¿O quizá fuera fruto del azar y no merecía la pena dar más vueltas?

Fuera como fuese, después del “Gran Susto”, nadie pensó en volver al “esplendor de antaño” sino en volver a sonreír, tocarse, abrazarse y caminar libres, sin vallas, muros, ni fronteras.