El presente trata de ser un artículo de carácter introductorio, explicativo de un próximo análisis sobre la situación presente de un pequeño actor de la novela latinoamericana: la República Oriental del Uruguay. Creí imprescindible dar a entender cuáles son las extrañas raíces que dan nacimiento a una nación tan pequeña, en medio de dos gigantes. Los libros de Geografía en los que estudié decían textualmente: “la Argentina es 15 veces más grande y el Brasil 45”. ¿Por qué allá por el primer cuarto del siglo XIX ninguno de ambos colosos de la región se alzó, ni por las buenas ni por las malas, con este territorio, típica penillanura, con buena orografía y recursos para la explotación agroexportadora, que no escaparía al ojo de los rapiñeros ni hispánicos ni lusitanos? Pues porque antes de permitir que creciera la guerra entre España y Portugal sobre dicho espacio, todas las potencias europeas, acaudilladas por los piratas más expertos, los ingleses, resolvieron fabricar un tapón que obturara la boca de los cañones de ambos lados de la Península Ibérica.

No sin antes cercenarle un trozo de su superficie original a favor del sur brasileño, destruyendo la unidad de lo que a la sazón se llamaba “la Banda Oriental”, le dejaron a su propia merced. Dentro de la injerencia multi-imperial del momento, todos los reinos del otro lado del océano sabían que este sitio tenía una idiosincrasia extraña, que provocaba pruritos diversos entre los centralistas porteños y entre los micromonarcas “Bayanos” como el pueblo Oriental conoce en su jerga a los imperialistas de segunda generación brasileños (estos latinoamericanos raros, creídos de que iban a ser un reino). O sea: la experiencia de los viejos lobos de la conquista, atribuía un olorcillo a indómito al habitante de ese lugar vuelto nación a su propia espalda. Vaya si había antiguos motivos. Los ingleses habían roto la muralla del Montevideo español, y de adentro los sacaron a patadas. No alcanzó; se fueron atrás de ellos por el Río de la Plata y ayudaron a evitar la conquista de Buenos Aires por los mismos “invencibles”. El Rey de España le otorgó a los montevideanos el título de “Muy Fiel y Reconquistadora Ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo”. Poco saben de esto los que sólo lean la Historia como la cuentan en Argentina. No alcanzaba con tirarle aceite hirviendo a los ingleses; se necesitaron refuerzos. Corría 1807 y ya los habitantes del pañuelito de tierra del lado Este del Plata daban muestras de ser difíciles de controlar.

Ni qué decir de lo que empezó a pasar cuando un soldado formado por los españoles, José Gervasio Artigas, se decidió a convocar a los verdaderos orientales a una gesta patriótica: juntó indígenas, esclavos, libertos y cuanto hombre o mujer de la campaña pudo y les dio el honor de ser partícipes de su verdadera libertad. No voy a dedicarme a hacer un análisis completo de la campaña artiguista: sólo contaremos sus rasgos más notorios. 1) Le ganó la batalla de Las Piedras a los realistas el 18 de mayo de 1811, obligando a Posadas, el general español, a entregar sus armas. Papelón mayúsculo de un ejército regular corrido por gauchos que hicieron sus lanzas con una hoja de hoz de campo atada a una caña, y reboleando un juego de bolas ceñidas con una cuerda. 2) Cuando Artigas cita al congreso de Tres Cruces al pueblo oriental, en 1813, genera un pliego de instrucciones para enviar delegados a otro congreso, el que los porteños citaron en Buenos Aires. Sus ideas federales contagian a los pueblos del litoral y la Mesopotamia argentina de hoy.

Los centralistas porteños lo odian. Las instrucciones dicen que las provincias tienen que entrar en una Federación, que los militares serán controlados con trabas constitucionales, y que la Capital de las Provincias Unidas NO debe estar en Buenos Aires. Un sudor frío recorre las espaldas de los centralistas. Rechazan a los delegados, y como Artigas le sigue hablando por sus enviados a los entrerrianos, santafesinos, correntinos, le ponen precio a su “sediciosa” cabeza. No conformes, le ofrecen dinero a cierto caudillo que no voy a nombrar para no herir a sus comprovincianos para que mate a Artigas; al hombre, firmante del Pacto de Pilar, no le dan las agallas.

Pero las ideas artiguistas, para 1820, ya separaban lo que hoy es la Argentina del Uruguay: el “protector de los pueblos libres” como le llamaban a aquel Oriental, ya desbordado por el avance brasileño sobre su terruño y traicionado por los caudillos del otro lado del rio Uruguay (que jamás le envían un soldado para auxiliarlo), se exilia en Paraguay. Le deja una carta donde le aclara a ese caudillo que no nombro quién era el Protector de las Provincias Unidas y quién el traidor. Vean que hoy el centralismo porteño sigue tan campante en la Argentina, y juzguen. Artigas jamás volvió, aunque lo invitaron, para convalidar la supuesta independencia de un país que ningún gaucho quería. La gesta de Juan Antonio Lavalleja genera la derrota de los brasileños en territorio oriental, y allí arrancan las bases de la independencia tutelada. Sin el padre de su independencia.

Los generales Rivera y Oribe van a ser los padrinos de la división en partidos de la política uruguaya. Como dice Fabio Ratto Trabucco (“La experiencia constitucional del gobierno colegiado en Uruguay”), estas fracciones se dedican a darse golpes insurreccionales sangrientos mutuamente hasta el comienzo mismo del siglo XX. Muchas vidas costó el uso de un poncho blanco y otro rojo.

Dicho autor sostiene que esta conducta es la misma en el resto de los nacientes países americanos, que intentan generar constituciones a la usanza de las ideas de la Revolución Francesa y la Constitución de los EEUU. Tal vez es fácil decirlo desde Génova, pero aquí todos los pueblos estaban en construcción, sacudiéndose el colonialismo.

La mejoría económica y las ideas de José Batlle y Ordóñez (que ya explicaremos) canalizan sin sangre la duplicidad partidaria uruguaya, desde la última carnicería fratricida de alrededor de 1904 hasta casi 1970 sin sufrir ningún cambio de fondo, a pesar de que otros sectores de opinión (católicos, socialistas, comunistas, anarquistas, guerrilleros) representaron pequeños focos opositores a los dos grandes partidos. La unidad de centro izquierda provoca el único cambio real en la correlación de fuerzas, pero aún demorará 35 años en empoderar al pueblo contra los caudillos descendientes de aquellos dos citados. La ruptura del bipartidismo fue muy lenta y estuvo precedida por tres hechos, dos retardantes y uno detonante.

Los hechos retardantes fueron: la fuerte personalidad de un caudillo de raigambre colorada (pero totalmente diferente ideológicamente a Fructuoso Rivera, de quién la historia más reciente logró probar que fue el genocida de los pocos charrúas que aún habitaban el suelo de sus ancestros). Hablo de José Batlle y Ordóñez, figura consular del partido Colorado, hombre que generó importantes cambios en el bienestar social, aunque de la mano de un viento de cola económico basado en el precio internacional de las exportaciones agro ganaderas.

El otro factor retardatario pre-ruptura del bipartidismo fue, de la mano del mismo Batlle, la idea de generar Ejecutivos Colegiados, donde las mayorías tuviesen minorías para equilibrar el peso autoritario de las decisiones de gobiernos unipersonales. Siempre hubo encumbrados mandones dispuestos a destruir la idea del Colegiado, como Gabriel Terra, quien produce un golpe de estado en la década del 30, cuando ya la economía decaía en reflejo de la gran depresión del norte.

Terra fue un dictador bastante típico: le gustaba usar a su cuñado Alfredo Baldomir, hombre de milicia, para reprimir a los trabajadores y a la izquierda. Curiosamente, Baldomir sucede a Terra y declina la represión, entrándose en un período pre electoral más convencional que desemboca en un modelo personalista.

Este modelo vuelve a quebrarse en la década del 50, cuando otra vez se recurre al Ejecutivo Colegiado. Según Martín Sacchi (“Partidos, fracciones y gobierno en el segundo Colegiado”), los colegiados de esa segunda generación nunca necesitaron de componendas interpartidarias para resolver, o sea que las mayorías, apoyadas en su supremacía temporaria en el Parlamento, tenían suficiente para imponer sus proyectos. Pero los personalismos iban a jugar cartas muy fuertes en momentos de mitad de los `60, cuando la economía cayó a pique y el descontento popular se canalizaba en lo sindical y, con ideas diferentes a la cúpula se los gremios, a través del inicio de la corriente guerrillera del MLN “Tupamaros”.

Todo luego aderezado por los sucesos de la Europa del Mayo Francés, canalizador de la irrupción de los estudiantes en masa a la vida política. Pero desde la primera mitad de los 60, ya los partidos tradicionales trabajaban en una reforma constitucional que volviera al presidencialismo, aún sin saber cuál de los partidos, Blanco o Colorado, fuera el beneficiario directo del cambio; ello denuncia que su aspiración era volver a un régimen duro con personalismos fuertes, haciendo caer el maquillaje de la “Suiza de América” que la comunidad internacional había puesto de sobrenombre al pequeño país.

Batlle y Ordóñez ya había dicho en su época (murió en 1929) que “conocía a una docena mínimamente de personas con aspiraciones personalistas”. Los herederos políticos y familiares de aquellos linajes de los que hablaba el viejo caudillo colorado se aprestaban a volver a embestir contra el estilo colegiado.

El hincapié que hago en la decadencia económica de los 60, acompañado por el cambio al modelo presidencialista y a la agitación obrero-estudiantil-guerrillera no es casual sino causal: va a desembocar en el aumento de la represión, el encontronazo ideológico de los viejos dirigentes gremiales vinculados a los Partidos Comunista y Socialista con la guerrilla (desencuentros que la masa teorizó en mil charlas de café inconducentes) pero también en la posterior escisión de fracciones de centro izquierda de los Colorados y los Blancos para encontrar una matriz moderna que quebró el bipartidismo: la creación del Frente Amplio en 1970. Ya explicamos que igual el cambio recién se va a materializar en poder de gobierno en 2005, cuando Tabaré Vázquez supera el 50% de votos en primera vuelta y la componenda de la derecha no alcanza para torcer la voluntad popular.

A manera de cierre, digamos que la visión de Sacchi en su tesis quedó desairada luego de 1970: ya no le alcanzó a cada partido (blanco y colorado) tener mayorías parlamentarias para imponerse. Ya comienza la época “actual” de la política uruguaya, donde los dos partidos de la derecha se ayudan para crear mayorías que votan todo lo que pueda destruir al pueblo y a los trabajadores. Esto incluye avalar una dictadura cívico-militar (1973-1985) cuya impunidad sigue siendo un dolor de cabeza para el pequeño País.