El Estado francés, en ‘shock’ por el asesinato del profesor Samuel Paty, caldea el ambiente para imponer nuevas normativas, disimulando su carácter represor y racista y haciéndolas pasar por medidas de protección

Hace unos días, un terrible crimen ha vuelto a poner a Francia en la actualidad informativa: un profesor de secundaria, Samuel Paty, fue decapitado al grito de Allahu Akbar por un chico de apenas 18 años. Todo esto ha creado un clima de pánico e inseguridad en el país.

Este asesinato ha venido a echar leña al fuego de la sempiterna discusión sobre la población musulmana en Francia y a legitimar el despojo de sus derechos civiles. El islam vuelve a estar –si es que alguna vez no lo estuvo– en el punto de mira, y los musulmanes y musulmanas, bajo sospecha, reforzándose la idea de la potencialidad criminal de algunas versiones del islam y de la radicalización de las personas musulmanas, como una espada de Damocles que pende sobre todas ellas y que, por la vía religiosa, convierte en terroristas a los musulmanes. La radicalización sería una especie de muestra de la esencia maligna del islam, de la que habla el historiador Fernando Bravo: personas musulmanas maléficas, que materializarían la malignidad del islam y que amenazan a las sociedades democráticas no solo con sus valores fanáticos, sino con la violencia real que de ellos se deriva de modo natural. Se enlaza esta idea con toda una construcción orientalista y colonial: la de que las gentes musulmanas ponen la religión –con lo que quiera que eso signifique– por encima de todo, siendo incapaces de asumir otro sistema de valores o de leyes que no sea el que marca el islam, de modo que se justifica para el Estado la necesidad de proveerse de los instrumentos que aseguren la adhesión a las verdades republicanas. Son dos, fundamentalmente, la laicidad y la mixidad.

Los hitos del otoño

Apenas un mes antes del homicidio de Conflans-Sainte-Honorine, a mediados de septiembre, estallaron dos polémicas relacionadas con el pañuelo musulmán. En la primera de ellas, en el curso de una comisión en la Asamblea Nacional sobre los efectos de la covid en la juventud, dos diputadas conservadoras, una de ellas del partido del gobierno, abandonaron la sala ante la presencia de la representante de estudiantes, con hiyab, por entender que en el espacio donde reside el corazón de la democracia no es admisible un signo que cuestiona la igualdad entre hombres y mujeres y el principio republicano de laicidad; en la segunda, una periodista veterana de Le Figaro, el diario conservador, retuiteaba una propaganda de un programa de recetas cuya cocinera lleva hiyab. El tuit se acompañaba de la frase “11 septembre” y de otros mensajes que explicaban que el propio programa era una promoción del velo islámico, nombrándolo como ideología mortífera y afirmando al mismo tiempo que no quería asociar a la joven cocinera, Imane, a una terrorista. La periodista fue amenazada en las redes, provocando una ola de solidaridad.

Por último, un par de semanas antes del asesinato del profesor Paty, el 2 de octubre, el presidente francés, Emmanuel Macron, presentaba un plan contra el “separatismo islamista”, en línea con la lucha contra el islamismo radical que “afirma que sus propias leyes son superiores a las de la República”, con su adoctrinamiento y sus prácticas culturales, que buscarían la constitución de una contra-sociedad. Aunque daba la impresión de que el preanuncio de la ley se había ido apoyando en estas pequeñas polémicas previas, no había sucedido nada especial que justificara este discurso ni la ley que anunciaba. Más bien al contrario, ya que existe una clara continuidad de las políticas de Macron con sus predecesores en el cargo; con Sarkozy especialmente, que se tomó como una cruzada la lucha contra el islam, incluso cuando ya no era presidente, instigando a la prohibición del burkini en las ciudades del sur que estaban en manos de su partido; pero también con Hollande, expresidente socialista, que en 2012 resucitó el Observatorio de la Laicidad, para tener un instrumento regulatorio de ciertas prácticas que consideraba contrarias a los valores republicanos. Uno de los objetivos era la extensión de la prohibición  de 2004 del pañuelo musulmán a otros ámbitos fuera del ámbito escolar, como el sanitario o restringiendo la presencia de las madres con pañuelo en las excursiones escolares, impidiéndoles así cualquier forma de implicación en los espacios educativos. Como dato curioso, hay que añadir que hace meses que se cuestiona la continuidad del actual responsable del Observatorio a causa de su moderación respecto a las restricciones de derechos para musulmanas y musulmanes en Francia, ya que ha rebajado la dureza discursiva y la capacidad restrictiva de este organismo en la gestión del islam en el espacio público.

No sería arriesgado suponer que la necesidad de un dispositivo más fuerte esté en relación con la promulgación de esta nueva ley que reforzará la exclusión de la población musulmana mediante el aumento de las regulaciones en el espacio público, como la obligación de neutralidad religiosa para las personas asalariadas de las empresas concesionarias de servicio público, especialmente en el caso del transporte. Macron menciona especialmente los signos ostensibles religiosos, empleando el mismo lenguaje de la ley de 2004. La aplicación de esta normativa se traducirá en que las mujeres con pañuelo –que siguen siendo el objetivo fundamental de estas normativas– verán aún más reducidas sus ya mermadas oportunidades laborales. Ya se intentó excluirlas de la universidad pública en 2015, sin éxito.
En este contexto, cobra sentido que Marlène Schiappa, la ministra de Ciudadanía, planteara antes del discurso del 2 de octubre, que en esta nueva ley también estarían prohibidos los certificados de virginidad y que se sancionaría al personal médico firmante, por ir contra la dignidad de las mujeres, utilizando en este caso el argumento feminista para sostener el enésimo intento de estigmatizar y criminalizar a la población musulmana a través de la relación entre hombres y mujeres. Se trataba de movilizar la artillería para recabar el apoyo de otros sectores a esta ley paracaidista que aparece en plena pandemia.

El dramático asesinato del profesor, junto con el lanzamiento de la ley, que se hará efectiva en diciembre, ha compuesto la tormenta perfecta, que favorecerá sin duda el apoyo a la segunda y permitirá más soltura en la toma de medidas represivas contra musulmanes religiosos antes de que pueda demostrarse siquiera que tuvieron algo que ver con la comisión de ningún delito. Es el caso de Sefrioui, un hombre franco-marroquí, descrito como “islamista radical” por los medios franceses, que apoyó una reclamación de un padre de la escuela contra el profesor asesinado, con el argumento de que las caricaturas de Mahoma que mostraba en la clase ofendían a los escolares. Ante la falta de éxito, organizó una concentración a la puerta del colegio. Ahora está en arresto domiciliario, junto con otras personas, por haber podido incitar al homicidio de Paty. Algunos hablan de la fatwa de Sefrioui no en el sentido que realmente tiene el término, de opinión legal sobre un asunto, sino de sentencia de muerte proferida contra alguien por herejía. Así, Sefrioui habría condenado al docente, al señalarlo en las redes. No sabemos aún si tuvo o no un papel, pero lo que sí sabemos es que aunque no hubiera sucedido así, él y su familia estarán ya permanentemente bajo sospecha, igual que cientos de miles de musulmanas y musulmanes franceses para los que la religión ocupa un lugar importante en su vida y que no se esconden para rezar en la mezquita o para mostrar públicamente su religiosidad llevando un pañuelo. Puede ser que mucha gente no comparta esas ideas o que, directamente, tenga problemas con la religión, pero eso en ningún caso debería ser un argumento para el despojo de los derechos ciudadanos. La impunidad de estas acciones por parte del Estado roza los límites de lo creíble, ya que el ministro del Interior admite que la operación contra decenas de individuos que no necesariamente tienen una relación con la investigación responde a que el ministerio “tiene ganas” de pasarles un mensaje.

También las asociaciones antirracistas, particularmente las que luchan contra el racismo antimusulmán, se están viendo arrastradas en esta caza de brujas, como muestra el caso del Colectivo contra la islamofobia (CCIF) –entre otras– para la que el propio ministro del Interior –cuyo segundo nombre es Moussa– pide en estos días la ilegalización por estar “manifiestamente implicada” en los hechos que condujeron al asesinato de Paty, declarando a la asociación enemigo de la República. En un texto que ha divulgado en redes sociales, la propia asociación, que cumple 20 años, remarca cómo hace diez, solo la extrema derecha se atrevía a pedir su cierre, mientras que hoy es el propio ministro del Interior quien lo hace, forzando a los partidos, a los movimientos sociales y a la gente común, a elegir entre la lucha antirracista o la lucha antiterrorista. El Estado francés se apresura a seguir caldeando el ambiente para imponer las nuevas normativas, disimulando su carácter represor y racista y haciéndolas pasar por medidas de protección a la población, que sigue conmocionada con el asesinato. Es, sin duda, un paso más en ese proceso que ha sido bautizado como lepenización de los espíritus y que refleja la fuerza creciente de los valores de la extrema derecha tanto en la clase política como en la sociedad.

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