6 de Octubre 2020. El Espectador

 

Vivir en Colombia es caminar por el filo de la navaja. Lo agudo y lo crónico se fusionan, porque lo nuestro es el abismo y el desconcierto, una mezcla nunca equilibrada entre la desesperanza y la ilusión.

Hace apenas 4 días estábamos con la tristeza retroactiva que sentimos desde hace 4 años, cada 2 de octubre: La vergonzosa historia de un país al que le preguntan si quiere la paz y responde que no, jamás se nos podrá olvidar. Pero no tenemos tiempo de quedarnos anclados al dolor y al absurdo. Hay demasiadas cosas por reconstruir en el ADN colectivo, y la buena noticia es que somos muchos los empeñados en hacerlo; la vida y la muerte nos obligan a estar despiertos y no caer en las tentaciones de la desolación.

De un día para otro las Autodefensas Gaitanistas (nunca he entendido el nombre) empapelan 60 pueblos y municipios de Colombia, y uno ya no sabe cómo leer este país donde se reproducen extrañas adicciones a la violencia. Líderes y exguerrilleros siguen cayendo asesinados, mientras los autores intelectuales parecen fantasmas inasibles, y el gobierno guarda silencio, y cuando habla casi siempre es peor.

Mientras escribo esta columna, las FARC anuncian que en el Chocó asesinaron a Uriel Valencia. Con él ya van 231 colombianos que sobrevivieron a los combates de la guerra y murieron buscando la paz. Me dan ganas de llorar, de gritar como si eso sirviera de algo y zarandear la conciencia del régimen (si es que tiene). Me desespera no saber qué hacer para romper esta alianza macabra entre la estupidez y las balas, la maldad y la cobardía, el genocidio y el desgobierno.

Pero también existe el contrapunto. El oxígeno que evita la asfixia, el haz de luz que se cuela bajo la puerta. En los últimos días han pasado dos cosas rescatadoras: la elección de un líder social, un hombre de paz al que uno quisiera proteger con todas las fuerzas de la admiración y el afecto: Leyner Palacios, víctima de Bojayá, nuevo Comisionado de la Verdad.

Y el reconocimiento por parte de las FARC, de su responsabilidad en crímenes que conmovieron a Colombia y siempre seguirán doliendo, porque la ausencia jamás se resuelve del todo y el olvido no está permitido en un país con 8 millones de víctimas.

Pero no olvidar no quiere decir no perdonar. Son dos verbos distintos: Olvidar sería una infamia; perdonar, un acto de grandeza. Quizá no podamos perdonar ni ser perdonados; pero debemos hacer hasta lo imposible por reconciliarnos; aprender a disentir sin matarnos; valorizar las palabras y oxidar los fusiles; reconocernos sin estigmas en la frente ni un tiro al blanco en la espalda.

¿Oyeron al presidente Duque? A él, nada que nos acerque a la paz, le sirve. Si las FARC confiesan y la JEP se pronuncia, malo, y si no, también. Qué lástima un hombre tan joven, tan endosado al fracaso.

Pero a pesar suyo y de su partido, poco a poco se van reconstruyendo las coordenadas de la verdad, y así como en público y en privado hemos exigido a las FARC que reconozcan lo que les corresponde en esta construcción colectiva de la historia, así también en público y en privado agradezco y celebro que le estén dando la cara al país; y así mismo espero que sean dichas las demás verdades, todas, porque de sobra sabemos que no son las FARC las únicas con pecados a cuestas.

País de contrapuntos y claroscuros.

No se hagan ilusiones los violentos, los indolentes y sus áulicos: por sombría que sea la horrible noche en la que intentan sumirnos, no vamos a darnos por vencidos.