¿Por qué deberían seguir esforzándose cada día y poniendo en peligro su vida por un sueldo miserable y una ingratitud insoportable? ¿Por qué deberían seguir cuidándonos, si nosotros no solo no nos cuidamos, sino que contagiamos a otros y negamos que haya que cuidarse?

¿Qué sentido tiene que expongan su salud física y psíquica por una sumatoria de generaciones de pedantes cínicos y porfiados? ¿Acaso es realmente su obligación seguir muriendo para que nosotros podamos tomarnos un trago exótico con algún ligue o amigo?

¿Por qué tienen que conectar el oxígeno para intentar salvarle la vida al padre o abuelo de ese que quiso salir a pasear, a airearse, a comprarse una camisa nueva? ¿En serio hay que ocupar una cama con la señora que obligó a su mucama a desarmarle la valija cuando volvió de su enésimo viaje?

¿El terapista deberá voltear cada cuatro horas al entubado que con desdén dijo que “todos formaban parte de la plandemia”, que iban a controlar a la sociedad con un chip en una vacuna con fetos de abortos? ¿El enfermero deberá tomarle las muestras de sangre a los que sucumbieron a la tentación de comer un asado entre amigos, de hacer un baby shower o festejar un cumpleaños a escondidas?

¿El juramento hipocrático los vuelve tan confiables a quienes estudian medicina de que no van a vengarse de los que provocaron la muerte de sus compañeros de trabajo, de sus familiares, los que los están haciendo trabajar doble turno desde hace meses resignando estar con sus seres queridos?

Admiro a esta gente. Los que vienen soportando desde hace añares que se los prepotee en las guardias, que trabajan administrando las carencias y salvando vidas del abandono colectivo. Admiro que sepan aceptar que se agradezca a un Santo y no al equipo médico por una operación exitosa; y al mismo tiempo se los trate de linchar por el fracaso.

Admiro que sigan cumpliendo sus horarios, sus rutinas, sus protocolos. Que continúen explicando a quienes se crucen que no se automedique, que no coman vidrio, que mantengan los cuidados. Y se levanten cada vez que les gritan que “es todo una farsa”, que “igual se iban a morir”, que “los están matando ellos”.

Pero no sirve de nada que los admire y cuando convocan me ponga a aplaudir en la ventana. Lo que tengo que hacer es cuidar a todo el que pueda para que no termine enfermado o enfermando a otro. No se puede ser indiferente. No se puede venir con una teoría sobradora y convertirse en un sabelotodo que trata de imbéciles al resto. Sobre todo, con aquellos que están, minuto a minuto, poniendo el cuerpo para salvar vidas.

Admiro la templanza, el humanismo y el compromiso con la especie que tienen estos trabajadores de la salud que se han convertido en la reserva moral de una sociedad que está aletargada y no sabe si dejarse llevar por el miedo, la desazón, el nihilismo o la esperanza. Dejen de mirarse el ombligo y sigan el ejemplo de los que van de blanco. Es por ahí.