1 de septiembre 2020. El Espectador

 

De tanto imaginar cómo sonará la voz del mañana, nos quedamos mudos ante el grito del presente.

Se dice que a niños y jóvenes es preciso cuidarlos, porque ellos serán los diseñadores, obreros y amos del futuro. ¿No merecen acaso ser protegidos por lo que son hoy, así el mundo fuera a acabarse en dos días?

El valor de sus vidas no se tasa en función de su capacidad para enmendar nuestros errores: es el genuino y vulnerado derecho adquirido desde el día cero de su existencia, lo que debería hacernos entender que la infancia es sagrada. Pero hemos convertido la muerte de adolescentes indígenas, afros y campesinos, en una marca de agua en el errático diario de Colombia.

Una vez firmado el Acuerdo de Paz, los cíclopes de la derecha se quedaron sin contendor. ¿A quién responsabilizar de todos nuestros males? La narración era más sencilla, cuando pretendieron reducir a dos piezas, un rompecabezas de mil fichas.

Y así nos acostumbramos a no tener respuestas verdaderas, cuando preguntamos quiénes eran los causantes de nuestros incendios y del humo, de los muertos confirmados, y de esos recuerdos sin piel ni coordenadas, que llenan las listas de los desaparecidos, y seguirán doliéndonos donde queda la ausencia.

Desarmadas las FARC, el actual gobierno tenía que alimentarse y dirigir su odio hacia otro actor. ¿A quién culpar de las masacres, de los 225 exguerrilleros muertos mientras le apostaban a la paz, y los líderes y defensores de derechos humanos asesinados?

Atomizados en pequeñas cabezas nativas y en carteles extranjeros, los narcotraficantes del siglo XXI se mezclaron con otros criminales armados desde el espíritu hasta los dientes; esa amalgama de unos y otros, de fanatismos y oscuros intereses, ha demostrado una tenebrosa capacidad de escalar la maldad a dimensiones impensables, destrozar la paz, torpedear la titulación de tierras y estigmatizar la sustitución de cultivos. Todo esto, en las narices de un gobierno desconectado de la realidad, embelesado con su propio ombligo e incapaz de sentir el país que -a mala hora- juró dirigir. Y ahí, irreversiblemente muertos, los niños y adolescentes que nunca volverán.

El narcotráfico nos desangró física y moralmente, y entre sus muchos daños colaterales nos quitó tiempo y entendimiento para pensar en los demás problemas de Colombia. Junto a la explosión de un avión en pleno vuelo, al lado de los magnicidios y las bombas de la víspera del día de la madre, se refundió la pobreza silenciosa, la inequidad como hilo conductor de las fracturas sociales, y el miedo que empieza de puertas para adentro; la empatía resultó inasible, y nos volvimos nuestra propia sombra.

Con tantos antecedentes reales y abominables, era fácil decirnos que es el narcotráfico el único autor de las masacres actuales (sí, así se llama la “matanza de personas, por lo general indefensas, producida por ataque armado o causa parecida”). Claro que el demoledor negocio de las drogas es una pesadilla sin resolver, pero ¿nos olvidamos de las demás variables? “¿De qué me hablas, viejo?”

A Alexis Ospina, de 14 años, lo mataron el viernes en Andes, Antioquia. “Ajuste de cuentas” repiten aturdidos, medios y funcionarios. ¿En qué clase de país los niños rinden cuentas con el cuerpo atravesado por las balas? En éste, en el que pensar es un verbo subversivo, y la Virgen de los sicarios tiene su altar lleno de flores.