Con Hugo Chávez en Venezuela pasaron cosas increíbles, cosas que jamás olvidaremos ni permitiremos dejar en el pasado. El nacimiento de una esperanza gestada-soñada-reprimida-delirada-resucitada durante siglos y siglos. Una constitución por fin discutida y construida por todo el pueblo. La gente humilde llegando masivamente a las universidades. Los abuelitos y las abuelitas por fin estudiaron. La cultura, dejando de ser un privilegio para las elites y volviendo de la jaula de oro a su casa: al pueblo. El alegre derrumbe de los mitos patronales y un reinvento entre todos de la verdadera historia de Venezuela que siempre se construye desde abajo. Mil errores y tropiezos, inevitables en cualquier camino humano, pero antes que nada, el amor que se vivía en las calles y en los corazones. Y lo más lindo del chavismo: el despertar del pueblo; millones y millones de excluidos, anónimos, invisibles, que por primera vez sentían que este país es también de ellos, que ya no solo son tomados en cuenta sino desde ahora y para siempre son definitivamente los protagonistas de su historia. Tantos, que sintieron la alegría y orgullo de ser venezolanos.

Me acuerdo de Chávez incentivando a su pueblo a leer, a cuestionar, a pensar críticamente, a ser solidario y generoso. Recuerdo el país entero como un gallinero revuelto, donde en miles de barrios de la gente humilde se organizaba, estudiando, aprendiendo y debatiendo los destinos de la patria. Jamás olvidaremos los ríos rojos de este pueblo libre y soberano bajando de los cerros para poner fin a la intentona golpista contra su gobierno y luego con lagrimas de alegría esperando a su querido Chávez sano y salvo de vuelta en helicóptero al palacio de Miraflores. Me acuerdo también de dos abuelitas que conocí en Puerto Ordaz, que en las primeras horas del golpe del 12 de abril del 2002 robaron un camión para ir a Caracas para rescatar a Chávez. También de los campesinos evangélicos de Mérida, con quienes compartí unos inolvidables días y noches en su cooperativa, que me contaban de los cambios profundos en el país y en sus vidas con las palabras “Gracias a Dios y a Chávez”…

Tampoco olvidaremos cómo la mayoría de los funcionarios de las embajadas venezolanas del mundo, incluyendo a los de Chile, apoyaron el golpe contra su gobierno y cómo junto con la buena gente de Chile – incluyendo al escritor Luis Sepúlveda – pasamos dos noches con velas frente a la embajada venezolana en Santiago esperando un milagro. Allí supimos que los milagros existen y los hacen los pueblos. Después del milagro los diplomáticos traidores tuvieron que volver a la casa y el único que se mantuvo fiel al gobierno y que estuvo esas noches con nosotros – volvió a trabajar en la embajada, ya como embajador. Su nombre es Víctor Delgado, un ex piloto militar, y en su período la embajada de Venezuela en Chile se convirtió en un verdadero territorio del pueblo, abierto para todo tipo de reuniones, encuentros, ensayos musicales, presentaciones teatrales. Mis amigos bichos raros, comunistas, humanistas, ecologistas y todo tipo de artistas marginales tenían allí su asilo y amparo. Poco tiempo después nuestro querido compañero y un gran ser humano Víctor Delgado se fue de Chile, expulsado por la democracia cristiana chilena en el poder, la mejor aliada de los socialistas chilenos y la misma que complotó contra Allende. Víctor fue reemplazado por una señora, una buena diplomática que sabía evitar los líos políticos en Chile y sus prioridades, al parecer, estaban en las boutiques de Argentina.

Cuento eso para marcar el punto de nuestra mirada, que es y será desde esta Venezuela bolivariana, que siempre defenderemos.

Estuve en Venezuela solo una vez, un poco más de un mes entre julio y agosto de 2008, todavía con Chávez, en uno de esos viajes locos sin agenda ni calendario, para tratar de ver, escuchar y entender lo más que pudiera. La prensa mundial respecto a Venezuela ya se ensañaba con sus cuentos de terror y yo venía por tierra desde Colombia, desangrada por la guerra de Uribe, muda de miedo, donde Chávez en el nivel mediático era una especie del diablo comunista, pero con algunos agravantes. En esos tiempos la mayoría de los venezolanos vivía mucho mejor que los colombianos, el sueldo mínimo en Venezuela rondaba unos 500 dólares al mes y mientras más me acercaba hacia la frontera venezolana, menos estupideces sobre Chávez se escuchaban de los colombianos; era la época en que muchos habitantes de Cúcuta y de la zona fronteriza buscaban trabajo en Venezuela y sabían que opinar bien del gobierno vecino era peligroso.

Creo que los tres peores problemas que heredó el gobierno bolivariano de los anteriores son la cultura de la violencia, la delincuencia y la corrupción, que esquemáticamente puede ser visto como una sola bestia con tres cabezas, que al parecer es imposible combatir por separado, ya que una fácilmente se convierte en otra y al revés. En su pensamiento humanista Chávez suponía, que en la medida que se resuelvan los graves problemas sociales y todos los ciudadanos tengan más justicia y educación, el pueblo tendrá cada vez más conciencia y el problema de la delincuencia disminuirá por razones obvias. A diferencia de todos los gobiernos anteriores, el de Chávez siempre evitó reprimir los barrios pobres, que históricamente siempre fueron zona de cultivo de la delincuencia callejera.

Mientras tanto, la oposición política, cada vez más cercana al fascismo y cada vez mejor financiada desde el extranjero, no solo se encargaba de generar y mantener focos de violencia en todo el territorio nacional, sino también traía al país a los paramilitares colombianos, distribuyendo en la periferia de las ciudades armas y drogas para generar caos y desestabilizar el gobierno. Desde mis primeros días en Venezuela, entendí que lamentablemente los cuentos de la altísima delincuencia no eran solo cuentos.

Con la corrupción pasó algo aún peor. La “Revolución Bolivariana” se planteaba desde un aparato estatal diseñado desde la lógica capitalista y pensado justamente para impedir cualquier posibilidad de cambio de fondo. Con la llegada de Chávez al poder toda la base social entra en movimiento, buscando reconfigurar la relación entre los ciudadanos y el estado, y de inmediato choca con la burocracia bolivariana, interesada, como cualquier burocracia del mundo, en mantener el status quo, su poder y privilegios para no compartirlos con los de abajo. Frente a un nuevo poder que representaba Chávez, su enorme apoyo por el pueblo y el apoyo decisivo de las fuerzas armadas – al parecer mucho menos romántico y más interesado de lo que nos parecía al principio – y las ventajas que representa estar cerca del poder, la vieja burocracia del estado de inmediato se cambia de color y despreciando profundamente el ideario chavista y a la chusma ilusionada con la revolución, ocupa todos los espacios del poder dentro del gobierno.

Tengo la impresión que estas personas, portadores de la corrupción como parte de su cultura, desde el principio del proceso llegan a ser la enorme mayoría de los funcionarios del estado, camaleones y oportunistas sin principios, en el fondo muy contrarios a cualquier cambio social (algo que se hizo evidente con la reacción de las embajadas venezolanas al intento de golpe en Caracas en el 2002, que se apresuraron a reconocer al régimen golpista que duró pocas horas).

Con el pasar de los años sospecho que ni Chávez, ni los funcionarios honestos de su gobierno, ni mucho menos el pueblo, nunca supieron tener ni el más mínimo control sobre el estado, que más que cualquier otra cosa se dedicó a generar nuevas y cada vez más creativas fórmulas del saqueo. Era un ambiente lleno de caos y fervor revolucionario, de falta de experticia y profesionalismo de los nuevos cuadros, de una brutal presión internacional, de mil calumnias mediáticas y de un bloqueo norteamericano siempre al límite de una invasión. A eso podemos agregar otros dos factores: el primero, la altísima corrupción en los altos mandos del ejército, que obtuvieron demasiado poder del gobierno, tal vez para asegurar su lealtad. Y el segundo y quizás el más grande de los errores: hablando del socialismo del siglo XXI dentro de un modelo todavía absolutamente capitalista, Chávez repite la peor lección de los socialismos del siglo pasado y crea el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) como el partido del gobierno, una pesada e inorgánica estructura que aplasta la rica diversidad de las genuinas fuerzas revolucionarias y se convierte en un imán de oportunistas que aspiran el poder.

Junto con eso, el real sabotaje de las fuerzas reaccionarias y fascistas sirve como una excusa perfecta para la ineficiencia e inoperancia de las autoridades de diferentes niveles. Desde la misma lógica, cualquier crítica se presenta como calumnia o “trabajo para el enemigo”. Es increíble cómo la real agresión imperialista y el actuar burocrático de un estado supuestamente revolucionario aferrado al poder, evocando todo tipo de consignas y siempre en nombre del pueblo, se complementan en la destrucción del proceso revolucionario. Es bastante obvio que cualquier revolución anticapitalista es impensable sin un profundo cambio del sistema de valores. La corrupción siempre gira en torno del principal valor del capitalismo que es el dinero. Entonces no es solo un obstáculo o un problema en el camino, sino un elemento de un enorme poder destructivo que intoxica y anula por completo el sentido más profundo del cambio al que se aspira. La revolución y la corrupción son tan antagónicas e incompatibles como el humanismo y el fascismo. Parece que la poca decisión o la capacidad limitada en la lucha contra la corrupción desde el inicio del proceso bolivariano jugaron un rol fatal en su desarrollo.

En aquel viaje por Venezuela me pasaron varias cosas que más que señales de alerta, parecían presagios de lo que venía. Graves, inevitables y no sé si remediables.

Yo tenía un encargo en Caracas de un gran amigo, director de un gran grupo folclórico chileno, que desde hace tiempo quería venir con una gira musical a Venezuela para apoyar y conocer de cerca el proceso bolivariano. Me pasó el contacto de un colega y compañero venezolano, integrante de un grupo musical revolucionario – ellos se conocieron en Venezuela hace décadas en un acto de solidaridad con Chile – y sabíamos que ahora este grupo acompañaba a las delegaciones de Chávez en varios viajes dentro y fuera del país. Primero me impresionó mucho el auto del “músico del pueblo”: en Chile este tipo de autos lo tienen grandes empresarios o traficantes. Me manifestó su sorpresa de mi hotel en Caracas que no tenía la cantidad de estrellas que él acostumbraba visitar, también me impresionaron las gruesas cadenas de oro en sus manos y cuello y su pinta en general. Tomando café y viendo con él las posibilidades de la gira del grupo chileno, frente a su pregunta de cortesía de qué me pareció Venezuela, tuve el desatino de responderle que me preocupaban los niveles de la corrupción. “Eso son las mentiras del enemigo”, me dijeron y me sentí bastante idiota. Demás está decir que la gira jamás se concretó.

En la ciudad de Carora, del municipio Lara, conocí a un increíble dirigente social, amado por todos los vecinos, un gran luchador por los cambios desde los tiempos cuando todavía nadie en Venezuela conocía a Chávez. Antes de las elecciones locales, el recién creado PSUV prácticamente lo obligó a bajar su candidatura para abrir camino a un desconocido, pero de las filas del partido.

Por votar por sus candidatos, los funcionarios del partido ofrecían cosas a precios preferenciales. En Barquisimeto, un compañero, viejo luchador social que conoce todas las cárceles del país, quien día y noche, siempre por convicción y de forma totalmente voluntaria, trabajaba apoyando las iniciativas del gobierno, me mostró un mensaje que llegó a su celular de una autoridad regional: “Para el evento X del partido necesitamos en el estadio 10.000. ¿Cuánto es?”.

Durante los primeros minutos de mi paseo por el famoso bulevar de Sabana Grande en el corazón de Caracas, fui asaltado por los policías que cazaban turistas extranjeros para sacarles dinero. Inventando las absurdas acusaciones y amenazando con cárcel y deportación, terminaban pidiendo al final “cien dólares para resolver todo como amigos”. Yo venía llegando desde las zonas no turísticas de Colombia, pueblitos del Chocó bajo control paramilitar y llegar a Venezuela para mi significaba cruzar del territorio enemigo hacia “los nuestros”. Así que frente a esta oferta de “amistad”, me descontrolé, terminé insultando a los delincuentes uniformados, mentí que soy un importante periodista internacional invitado por mis grandes amigos en el gobierno y que si de inmediato no me dejaban en paz, los nombres de ellos y de sus jefes mañana aparecerían en las primeras planas de la prensa mundial como traidores de la patria y cómplices del imperio. Mi delirio tuvo efecto, me soltaron, pero ese día se me quitaron las ganas de seguir paseando.

Desde las anécdotas de aquel viaje mucha agua ha corrido. La muerte de Chávez, la elección de Maduro, quien en aquella extraña y fatídica noche del largo recuento de votos, parecía no creer en su triunfo y sus palabras de vencedor sonaban a una derrota. Su irresponsable e incumplida promesa de investigar las causas del cáncer de Chávez, “inculcado” por el enemigo. El más cursi de sus discursos sobre el pajarito chiquitico “que puede ser nuestro comandante Chávez”. Su claramente torpe e improvisado manejo de la crisis económica y política que se seguía agravando…

Dejemos de lado el discurso clasista de algunos sobre “el chofer gobernando”, tomemos en cuenta la brutal presión internacional con el robo de los bienes del estado venezolano en Estados Unidos y Europa y las incursiones armadas de los mercenarios desde Colombia, conservemos el beneficio de la duda, pensando que la política es el arte de lo posible dentro de un contexto tan caótico, manipulado y complejo como el venezolano… Tomando una respetuosa distancia, siempre entendía la tarea del gobierno de Maduro como algo extremadamente difícil, y sobre todo, por mi gran respeto hacia los hombres y las mujeres que a pesar de todo luchan por el sueño bolivariano, sentía que cualquier opinión crítica desde mi lejana comodidad simplemente no correspondía.

Pero las noticias que están llegando últimamente me han hecho cambiar de opinión.

No se trata de los informes de la ONU, manipulados por los poderes mundiales y elaborados por los personajes de nula credibilidad. Tampoco se trata de las interpretaciones de la prensa: sabemos bien lo que buscan los grandes medios publicando sobre Venezuela. Para sus dueños es vital demostrar que todos los intentos de salir del capitalismo inevitablemente nos llevan a los Gulag, a los Chernobyl, a las torturas y a las ejecuciones.

Por eso podemos darnos el lujo de no hacerles caso.

Pero se trata lamentablemente de la información que llega desde Venezuela de las personas y organizaciones que son de los nuestros.

Para mí, el punto de no retorno del gobierno de Nicolás Maduro empieza con la creación en abril de 2016 del comando de la Policía Nacional Bolivariana llamado Fuerzas de Acciones Especiales (FAES). Su objetivo era combatir la delincuencia organizada que a esas alturas prácticamente se había adueñado de las calles y los barrios del país. Parecía una medida drástica y desesperada, que reemplazando el humanismo ingenuo de Chávez apostaba por el terror contra las bandas que actuaban hasta entonces con una gran impunidad. El logotipo de las FAES, que es una calavera deforme, refleja muy bien el propósito del comando. Tengo la impresión que una gran parte de la población venezolana – chavistas y no chavistas, todos muy cansados de la extrema delincuencia cotidiana – se tomó bien esta noticia, guiada por el miedo.

Así, el gobierno, que dice ser bolivariano y revolucionario, elige una herramienta del terror, sin duda bastante eficiente y muy usada por la mayoría de los gobiernos de la derecha del continente contra la delincuencia de los pobres. Dentro de las instituciones corruptas de un gobierno corrupto, las FAES entran a los barrios populares y empiezan a funcionar en gran medida por cuenta propia, con un poder casi ilimitado y desde la lógica de los escuadrones de muerte en los países vecinos: atacando y abatiendo a todos los delincuentes y los sospechosos, practicando ejecuciones sumarias y montajes policiales, sembrando el horror alrededor. Y como el actuar de las FAES en poco tiempo ha logrado disminuir la delincuencia callejera, su proceder fuera de ley al principio solo preocupa a unos pocos. Sicológicamente en Venezuela se repiten los escenarios de la Colombia de Uribe o el Brasil de Bolsonaro, donde un electorado que se siente desprotegido y cansado de la debilidad del estado frente a la delincuencia, apuesta por la mano dura, sin importar los “excesos”.

Pero el problema aquí no son solo los “excesos”. Dentro de un sistema del poder totalmente corrupto e interesado a toda costa de no soltarlo, cualquier guerra contra la delincuencia se convierte inevitablemente en una contra el pueblo. Si Chávez siempre apostaba por la más amplia participación popular, libre y sin miedos, los que hablan hoy desde arriba en nombre del chavismo y el pueblo, apuestan por el miedo y el silencio. Mientras unos mercenarios, como Guaidó, siguen libres e impunes y otros son indultados por el ejecutivo dentro de su incomprensibles y enredadas tácticas políticas, varios críticos del gobierno desde el lado del chavismo son amedrentados, encarcelados o asesinados por los organismos de un estado que dice ser revolucionario.

La burocracia corrupta que secuestró la revolución entiende que el único peligro real para su poder no viene de su declarado adversario político – la derecha fascista que llega a ser su socia en muchas movidas económicas – sino los revolucionarios consecuentes, que cuestionan el actuar del gobierno desde la ética del chavismo.

¿Y si las víctimas de las FAES fueran solo los adversarios políticos? ¿Y únicamente fueran ladrones y asaltantes los que son sacados de sus casas y asesinados sin juicio? ¿Torturar a los malos para el bien de todos los buenos es parte de la nueva moral revolucionaria? ¿Nos quedaríamos callados? ¿Con qué moral hablaremos a partir de hoy del paramilitarismo en Colombia, silenciando las ejecuciones sumarias en Venezuela?

Los defensores del gobierno hablarán seguramente (y como de costumbre) de la injerencia externa y de la imposibilidad de controlar todo lo que pasa dentro de un contexto tan complejo. Tal vez no se dan cuenta que este discurso casi por completo coincide con los de los regímenes de ultraderecha, justificando los brutales crímenes de sus fuerzas de seguridad con la “agresión del comunismo internacional” y la “subversión interna”. Más que los crímenes de sus organismos de seguridad, impresiona la clara indiferencia del gobierno venezolano hacia el tema. No tengo otra lectura de esta indiferencia que la complicidad. También podemos sumar a eso el discurso de que “ahora primero tenemos que defendernos de la agresión externa y lo de la corrupción y los abusos del poder lo resolvemos después”, como una postura ideal para defender los intereses de los corruptos.

Todo gobierno, no importa cuál sea su color político, es el principal responsable del actuar de sus fuerzas de orden. Entiendo un proyecto anticapitalista revolucionario sólo como algo basado en una profunda sensibilidad humanista. Creo que desde esta sensibilidad no son tolerables ni un solo caso de la tortura en las cárceles y ni una sola ejecución sumaria. Un solo caso debería bastar para que, desde el más alto nivel del gobierno y de la manera más drástica, se ofrezca al pueblo (chavista y no chavista) primero las más sinceras disculpas públicas y luego un “nunca más”. No reaccionar o reaccionar con tardanza y a medias significa ser cómplices.

El 8 de agosto de este año de una forma extrañísima desde su casa en Maracay desaparece Carlos Lanz, experto en guerras no convencionales, uno de los intelectuales revolucionarios más consecuentes y lúcidos del país. El gobierno que se jacta de tener servicios de inteligencia capaces de infiltrar a las organizaciones terroristas en los EE.UU. y Colombia, que en los últimos meses cazó con éxito a los mercenarios en todo el territorio venezolano, reacciona con un claro atraso, y ahora, un mes y medio después del secuestro político de Carlos Lanz, no puede presentar ningún resultado de su búsqueda. No podemos por ahora acusar a nadie, pero la débil y tardía reacción del gobierno claramente no es lo que Carlos Lanz merecía. Y su actual búsqueda, más que una urgente prioridad del gobierno, se convierte cada vez más en una tarea de su familia, amigos, activistas y organizaciones sociales que poco o nada tienen que ver con las estructuras del poder.

Este 22 de agosto Andrés Eloy Nieves Zacarías y Víctor Torres, dos jóvenes periodistas venezolanos del canal Guacamaya TV del estado de Zulia, chavistas ambos, fueron asesinados en un operativo de las FAES. Las FAES los presentó como “delincuentes muertos en un enfrentamiento”. Gracias a la rápida y oportuna reacción de la comunidad, el montaje policial fue comprobado, el motivo del crimen al parecer fue el robo de los equipos de televisión y hay nueve agentes de las FAES detenidos.

Dos otros jóvenes chavistas, ingenieros, trabajadores de PDVSA, Aryenis Torrealba y Alfredo Chirinos, fueron detenidos por la Dirección General de la Contrainteligencia Militar (DGCIM) el 28 de febrero de 2020 tras denunciar los escandalosos hechos de la corrupción de sus jefes. El ministro del interior Néstor Reverol aseguró que son traidores a la patria y que pasaban información a la inteligencia de los EE.UU. Sufrieron torturas. Varios movimientos sociales venezolanos exigen, hasta ahora infructuosamente, su liberación. Hace pocos días, luego una gran presión pública, los cargos de traición a a la patria fueron retirados.

Un destacado revolucionario de la ciudad de Guiria en el estado Sucre, el profesor José Carmelo Bislick Acosta, quien reiteradamente denunciaba el tráfico de gasolina y la corrupción de las autoridades, fue secuestrado de su casa el 17 de agosto de 2020 por varias personas enmascaradas para luego ser asesinado tras brutales torturas. Hasta hoy nada se ha hecho para esclarecer el crimen.

Hace pocos días, el 17 de septiembre de este año, en el estado de Apure, las FAES allanaron la propiedad del Partido Comunista de Venezuela y competidor del PSUV, con el fin de amedrentar a Franklin González, candidato de la Alternativa Popular Revolucionaria para las próximas elecciones. Eso, junto con varios ataques, provocaciones, golpizas y amenazas en los últimos días contra los dirigentes comunistas por parte de agentes de estado y grupos pro gobierno en Caracas, Valencia, Bolívar, Miranda y otras partes del país. Además del Partido Comunista, otras organizaciones de la izquierda venezolana están siendo atacadas y amenazadas por el gobierno y sus fuerzas de seguridad.

Todo esto junto con los llamados a “no dividir el chavismo” y “mantener la unidad revolucionaria”. Tal vez el discurso más honesto del poder debería sonar algo así como “Apóyennos, porque si nos derrotan, los que vendrán les perseguirán y matarán mucho más que nosotros”.

Repitiendo el conocido paradigma racista latino y norteamericano, las FAES, al igual que sus colegas brasileños, colombianos u hondureños matan más que nada a los morenos, a los negros, a los pobres; siempre bajo la sospecha de ser delincuentes, los más indefensos económica y jurídicamente.

Ese hermoso gallinero revuelto por Chávez, donde las barriadas más pobres se sintieron por fin dignas e importantes, y hasta hace pocos años estaban dispuestas a morir defendiendo a su gobierno, ya es cosa del pasado. Los hombres enmascarados con la calavera como insignia, en nombre de un gobierno que asegura ser chavista, a sangre y fuego los devuelven a su lugar de siempre.

Nos podrán decir que todos los procesos revolucionarios tienen sus desgastes y retrocesos. Puede ser cierto, y agregamos que también pueden tener sus puntos de no retorno. En el caso de la hermosa revolución nicaragüense esto sucedió cuando los dirigentes sandinistas al perder una elección repartieron vía la famosa “piñata” las propiedades de la dictadura somocista, expropiadas una vez después de la revolución para el pueblo. Y bajo la misma bandera del mil veces heroico Frente Sandinista de Liberación Nacional, empezaron a hacer nuevas alianzas con la derecha y a perseguir a sus ex compañeros que los acusaban de traición y corrupción.

¿Por qué la revolución cubana, con muchos más años que la nicaragüense o venezolana, la que se encuentra mucho mas cerca del imperio, la que desde siempre tuvo tal vez más problemas que cualquier otra revolución del hemisferio y después de cometer todos los errores del mundo, logró a evitar los horrores y todavía no tiene ni un solo ejecutado extrajudicialmente, detenido desaparecido ni torturado? ¿No será este el verdadero secreto de su larga vida y su infinita capacidad de resistir?

En los tiempos de Stalin en la Unión Soviética existía el dicho: “Cuando cortan el bosque, las astillas vuelan”. Si no se entiende, el bosque, según la mirada stalinista, eran los “enemigos del pueblo” y las astillas, las víctimas inocentes.

Siempre quise pensar que, hablando de las revoluciones anticapitalistas de este nuevo siglo, todos podríamos partir de algún aprendizaje del pasado.

Lo más duro de los finales del siglo XX fue la caída de casi todos los “socialismos reales” que evidentemente no pasaron la prueba de la historia. Más allá de las operaciones encubiertas de la CIA y otras organizaciones enemigas, más allá de las eternas presiones, provocaciones e intromisiones de los gobiernos imperialistas del mundo – hechos absolutamente reales que son una constante y hasta una obviedad, hay algo que debilitó por dentro a estas sociedades alternativas al capitalismo. Algo que fue la causa principal de su caída. Creo que fue la falta de un verdadero poder del pueblo y un exceso del poder de las burocracias que siempre tienden a parasitar en el organismo del estado hasta llevarlo a la inanición y siempre nos hablan en nombre del pueblo. Ningún verdadero poder del pueblo jamás hablará de las personas como de “astillas” ni mucho menos verá las masas humanas como un material de construcción. Pienso que nuestro principal aprendizaje del pasado es que los fines y los medios siempre son lo mismo.

Por eso hoy me da tanta vergüenza la postura de tantas izquierdas, que no hacen más que justificar sus silencios y sus omisiones por las “coyunturas” y las “conveniencias”. En la Unión Soviética nos enseñaban a no criticar al gobierno para “no dar argumentos al enemigo”. Así aprendimos a ser hipócritas. Y así también perdimos un maravilloso país donde un gobierno cada vez más alejado de su pueblo y la realidad, en su discurso triunfalista y demagógico nunca supo descubrir y atender a tiempo los problemas reales de su pueblo. Justo por eso tenemos ahora en lugar de las 15 republicas soviéticas socialistas los 15 estados semicoloniales, desgarrados por la guerras y dictaduras, que compiten entre ellos en su nivel de anticomunismo y la construcción de sus capitalismos tercermundistas.

Y respecto a las conveniencias y las coyunturas, entiendo que tal vez lo único que diferencia radicalmente a los revolucionarios de los demás, es su negación a buscar o seguir las prudencias, coyunturas o conveniencias, sino ser capaces de construir junto con otros, en los momentos más locos e inoportunos de la historia, las nuevas realidades que impondrán al mundo otras coyunturas, más interesantes y con más posibilidades para todos.

Y si los EE.UU. invaden Venezuela y la ultraderecha venezolana cumple su sueño de hace décadas desatando un baño de sangre, ¿cómo nos sentiremos? Muy mal seguramente, pero no como cómplices de los que secuestraron el sueño más hermoso que alguna vez tuvo su pueblo.