Por David Swanson, World BEYOND War, 10 de julio de 2020

El nuevo documental, The Vow From Hiroshima (El voto de Hiroshima), cuenta la historia de Setsuko Thurlow que era estudiante cuando Estados Unidos lanzó la primera bomba nuclear. Tuvieron que sacarla de un edificio en el que murieron quemados 27 de sus compañeros de clase. Fue testigo de las horribles heridas, el sufrimiento agonizante y el indecente entierro masivo de muchos seres queridos, conocidos y extraños.

Setsuko era de una familia solvente y afirma que tuvo que trabajar para superar sus prejuicios contra los pobres, incluso venció una cantidad asombrosa de cosas. Su escuela era cristiana, y ella reconoce como influencia en su vida el consejo que le dio su maestro de involucrarse en el activismo como un medio de ser cristiano. No importaba que una nación predominantemente cristiana acabara de destruir su ciudad predominantemente no cristiana. Ni que los occidentales lo hubieran hecho. Ella se enamoró de un hombre canadiense que vivía y trabajaba en Japón.

Asimismo, lo dejó por un tiempo en Japón para asistir a la Universidad de Lynchburg, muy cerca de donde vivo en Virginia — algo que no sabía sobre ella hasta que vi el documental. No importaban el horror y el trauma por el que había pasado. Ni tampoco que ella estuviera en una tierra extraña. Cuando Estados Unidos probó más armas nucleares en las islas del Pacífico de las que había desalojado a los residentes, Setsuko habló en su contra en los medios de Lynchburg. Aun así, no importaron los correos de odio que recibió. Cuando su amado se le unió y no pudieron casarse en Virginia debido a las leyes racistas contra los «matrimonios mixtos» que surgieron del mismo pensamiento racista que había creado los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki; eso tampoco importó. De todas maneras, ellos se casaron en Washington, D.C.

No importaba que las víctimas de las guerras occidentales tenían y a la vez, casi no tienen voz en los medios de comunicación occidentales y la sociedad. Ni que los aniversarios reconocidos en los calendarios occidentales fueran y casi en su totalidad estén a favor de la guerra, de la imperialidad, de la colonización o que festejaran la propaganda oficialista. Setsuko y otros en la misma lucha decidieron crear al menos una excepción a estas reglas. Gracias a su trabajo, los aniversarios de los bombardeos nucleares del 6 y 9 de agosto se conmemoran en todo el mundo, y los recordatorios y monumentos conmemorativos contra la guerra junto con los parques que marcan ese par de tragedias existen en un espacio público aún dominado por templos y estatuas a favor de la guerra.

Setsuko no solo encontró una voz pública que hablaba sobre las víctimas de la guerra, sino que ayudó a construir una campaña activista para abolir las armas nucleares que ha creado un tratado ratificado por 39 países y continúa creciendo —una campaña centrada en educar a las personas sobre las víctimas pasadas y las posibles víctimas futuras de guerra. Recomiendo unirse a esa campaña para decirle al gobierno de EE. UU. que se una al tratado y que retire el dinero de las armas nucleares y otros componentes de la maquinaria bélica. La campaña en la que trabajó Setsuko también ganó un Premio Nobel de la Paz, lo que marcó un punto de partida para el Comité Noruego del Nobel que había estado lejos de otorgar ese premio a cualquiera que trabajara para poner fin a la guerra (a pesar de que la estipulación en el testamento de Alfred Nobel dice que eso es exactamente lo que debe hacer).

¿Qué pasaría si tuviéramos que tomar el trabajo y los logros de Setsuko no como una ocurrencia extraña para maravillarse, sino como un ejemplo que se debe replicar? Desde luego, los bombardeos nucleares fueron únicos (y más vale que sigan así o todos pereceremos), pero, en realidad no hay nada único en los bombardeos, o en la quema de edificios, o en el sufrimiento, o en la destrucción de hospitales, o en la muerte de médicos, o las lesiones espantosas, o la contaminación y enfermedades duraderas, o incluso el uso de armas nucleares si consideramos las armas que contienen uranio empobrecido. Las historias de las ciudades de Japón incendiadas que no fueron bombardeadas son tan desgarradoras como las de Hiroshima y Nagasaki. Las historias en los últimos años de Yemen, Afganistán, Irak, Pakistán, Siria, Libia, Somalia, Congo, Filipinas, México, y así sucesivamente, son igual de conmovedoras.

¿Qué pasaría si la cultura estadounidense —involucrada en las grandes transformaciones de la actualidad, destruyendo monumentos y posiblemente colocando algunos nuevos— fuera a hacer espacio para las víctimas de la guerra? Si la gente puede aprender a escuchar la sabiduría de una víctima de Hiroshima, ¿por qué las víctimas de Bagdad, Kabul y Sanaa no hablan en grandes eventos públicos (o conferencias de Zoom) a grandes grupos e instituciones en todo Estados Unidos? Si 200 000 muertos merecen atención, ¿no deberían también recibirla los aproximadamente 2 000 000 de víctimas de las guerras recientes? Si los sobrevivientes de ataques nucleares pueden comenzar a ser escuchados después de muchos años, ¿podemos acelerar el proceso de escuchar a los sobrevivientes de las guerras que hoy en día motivan la posesión nuclear por parte de varios gobiernos?

Mientras Estados Unidos continúe participando en horribles y unilaterales masacres masivas de personas lejanas de las que se habla poco al público estadounidense, naciones específicas como Corea del Norte y China no abandonarán las armas nucleares. Y mientras que no lo hagan —salvo que experimenten un esclarecimiento transformador por dentro o una oposición valiente enormemente ampliada por fuera— Estados Unidos tampoco lo hará. Librar a la humanidad de las armas nucleares es el objetivo más obvio e importante y es el primer paso para librarnos de la guerra, sin embargo, es poco probable que suceda a menos que sigamos adelante y nos deshagamos de toda la institución de la guerra al mismo tiempo.


Traducción del inglés por Nicole Mosquera

El artículo original se puede leer aquí