Estuve buscando durante un tiempo en internet la novela de John Brunner, El  Pabellón de Eustaquio y no logré encontrarla. Esto me intrigó porque la había leído en mi juventud y recordaba bien esa sociedad futurista totalitaria – un poco como la de 1984 de Georges Orwell – en la cual el único espacio de libertad que quedaba eran esas cabinas telefónicas especiales, llamadas « pabellones de Eustaquio », donde la gente podía ir a verter su odio y su frustración de manera impune frente a sicólogos preparados para ayudarles en caso de emergencia. Representaban la válvula de escape de un mundo deshumanizado al extremo.

Finalmente encontré aquella lectura de mi juventud, luego de haber consultado varios resúmenes de obras de Brunner, pero bajo su verdadero titulo, Bajo la onda del choque. Cuando la tuve en mis manos, me di cuenta que aquel episodio de las cabinas telefónicas, si bien es un índice  importante para el desenlace final de la historia, solo ocupa una pequeña parte de ella. Es mi imaginación la que había exagerado su importancia, hasta el punto en que todavía hoy sigo pensando que mi título es mejor que el del novelista.

Lo importante de esta pequeña anécdota personal es la prueba evidente de que a veces reorganizamos nuestros recuerdos, de buena fe pero sin quererlo, en función de nuestra visión de la realidad, nuestras expectativas o  nuestra sensibilidad. No hay mucho en juego cuando se trata simplemente de la confusión en cuanto al título de un libro – aunque esto nos hable sobre nosotros mismos – pero imagina si atribuyeras hechos extremamente graves a la persona equivocada…

Es lo que le ocurrió a la joven Sheila, con una infancia martirizada, cuya psiquis traumatizada al ser abandonada por su madre en el borde de una carretera cuando era pequeña, ocultó la ayuda decisiva que recibió de un siquiatra infantil cuando tenía 6 años, el periodo de un año escolar demasiado corto durante el cual la « niña salvaje » sólo pudo comenzar su trabajo de reconstrucción. Para la niña, que era todavía sicológicamente frágil, la experiencia de un segundo abandono se produjo cuando llegó el momento de la separación entre la niña y la profesora especializada que le había permitido salir de su encierro.

Siete años después, cuando Torey Hayden, la profesora que escribió dos libros sobre el caso [1], pidió permiso a la joven adolescente para publicarlos, debió enfrentarse a sus reproches de haberla abandonado en el borde de una carretera. Ambas experiencias de abandono (una real, la otra simbólica) no hacían más que una en la memoria de la niña traumatizada.

El fenómeno de la negación puede recluirnos de una manera bien retorcida y transformarse en una sólida convicción, como encontramos casos ejemplares entre los negadores. Es así como descubrí el increíble caso de Paul Rassinier, rescatado del campo de Buchenwald, en la serie documental Mecanismos de las conspiraciones [2]. Aunque el escritor no niega la existencia de las cámaras de gas, sugiere « ir a comprobar el rumor del campo de concentración» que tendería a exagerar el genocidio de los judíos. Hombre de izquierda antes de la guerra, se unió a la extrema derecha a comienzos de los años sesenta bajo el impulso de otro negacionista, Maurice Bardèche. Su odio a los judíos (unido al de los comunistas) le hará dudar primero de la « propaganda » acerca de la magnitud del genocidio, lo que evolucionará progresivamente, en contacto con sus nuevos amigos, hacia un negacionismo más radical al final de su vida.

Algunos fuerzan el talento de reinterpretación de su propio recorrido hasta tal punto que se encierran en una prisión mental que es mucho más hermética que las paredes de hormigón, las rejas de las ventanas y las puertas con candados de las prisiones. ¿A quién piensan engañar, cuando terminan por dudar de lo que han vivido para dar sustancia a sus creencias?

Es un camino muy diferente el que siguió Michel Vaujour, ladrón francés, rey de la evasión, encarcelado durante 27 años en prisión, de los cuales 17 los pasó en cárceles de alta seguridad. Sancionado la primera vez con 2 años y medio de prisión por un simple robo de coche, luego será la escalada progresiva hacia el crimen organizado, con seis encarcelamientos y fugas sucesivas, hasta encontrarse en completo aislamiento, con la perspectiva de pasar allí 25 años. Entonces se da cuenta de la impasse en que se había metido y decide « comprometerse plenamente a mejorarse, porque no le queda otra opción ». Su celda se convierte en una celda de monje donde, durante 5 años, practica yoga en altas dosis, hasta encontrar la puerta al escape en lo más profundo de su alma. Entiende que « el único pecado que existe, es el pecado contra sí mismo. Es no saber aceptar lo que nos es dado ».

Liberado de su prisión mental, ninguna será lo suficientemente encadenada para retenerlo. Lograda la libertad interior, la paz, la felicidad y la apreciación de la vida se convierten en su cotidiano. Michel Vaujour será beneficiado con una remisión de 16 años por buena conducta y saldrá definitivamente de prisión en 2003 [3].

Nuestros caminos interiores son graduales, progresivos, los cambios son sutiles, apenas perceptibles para el que no está atento. Pero a fuerza de ajustes o derivaciones podemos atracar en las costas de la realización personal o fracasar en las costas de la frustración, donde el mundo se convierte en algo cada vez más hostil.

Hace poco visité un viejo amigo, antiguo compañero de trabajo. No nos veíamos desde hace cinco años y el reencuentro con él y su esposa fue cálido. Después de hablar sobre nuestros hijos y nietos, y sobre nuestras respectivas mudanzas, la conversación se centró en la crisis que estamos atravesando en este momento y la situación social y política. Pronto nos dimos cuenta de lo separados que estábamos ideológicamente. Él, el ex delegado sindical de la CGT (Confederación General del Trabajo), organización en la que habíamos militado juntos, el ex comunista, mantenía ahora la tesis de la extrema derecha y retomaba el discurso islamófobo de un cierto polémico en CNews, cuyos libros se venden como pan caliente.

El intercambio se encendió, el tono subió y nos embarcamos en una controversia que duró la mayor parte de la noche. Nuestro afecto mutuo nos permitió tratarnos a veces con nombres de pájaros con toda confianza, de acusarnos mutuamente de observaciones « escandalosas ». Su esposa intentó calmarnos, pero cuando dos machos se encuentran en una batalla de gallos, poco espacio queda para la moderación y la templanza.

Luchamos hasta muy tarde, ninguno aceptaba rendirse, siempre buscando el argumento que diera con el clavo. Alrededor de la una de la madrugada, todavía nos preparábamos para ir a acostarnos. Mi amigo estaba ordenando los platos y yo lo miraba desde atrás, cuando sentí una oleada de afecto hacia mi viejo camarada y le dije: « ¿Qué crees que es más importante, nuestras ideas en las que nunca nos pondremos de acuerdo o la amistad que nos une mas allá de ellas? » No recuerdo exactamente lo que refunfuñó como respuesta, inclinándose sobre su fregadero, pero básicamente quería decir, « Eso es otra cosa ».

Grave error de juicio. A partir del momento en que nos unimos por amor o amistad a alguien, todas las esperanzas quedan abiertas. Las ideas se disuelven, no los sentimientos. Incluso me di cuenta de que, si bien no adheriría jamás a ciertas tesis que me alejan de mi humanidad, el hecho de acercarme a ellas por medio de un amigo del cual reconozco sus cualidades humanas, las convertía paradójicamente en tesis que podía combatir más fácilmente ya que no podía seguir dándoles la misma credibilidad. Como si me dijera a mi mismo: « No es posible que crea realmente en lo que profesa. Lo conozco demasiado bien, no es propio de él. »

La tentación es grande, cuando envejecemos, de sentir nostalgia por un pasado terminado e idealizado, que sin embargo es por el que luchamos en la juventud. Casi se podría promulgar la ley de la inadaptación al presente: cuando uno es joven espera un futuro mejor, y cuando uno es viejo, se lamenta de un pasado que se ha ido para siempre.

Camino a casa oí un programa en la radio que justamente intentaba hacer un balance sobre el tema del racismo, del comunitarismo y de la convivencia en respeto con las diferencias culturales.  [4]. En un momento dado, se trataba de defender los valores universales. ¿Pero porqué los valores universales? si lo son realmente ¿necesitan ser defendidos? Próximos, reconocidos, reencontrados, ciertamente. Lo universal tiene esto de particular, de único, es que está presente en cada uno de nosotros. Podemos ignorarlo, no reconocerlo, pero sin embargo, esto no lo hará desaparecer. Es nuestro ADN, lo que somos cuando no queda nada superfluo e inútil para encubrirlo: todas nuestras ideas preconcebidas, nuestras ideologías inestables y arregladas para protegernos de una amenaza que nunca se identificará claramente porque en gran parte es fantasía. ¿Y qué encontramos en «lo universal » : ¿odio o amor? ¿Guerra o paz? ¿Duda o confianza? ¿Esperanza o desesperación?

Curiosamente, invertí los términos de la última oposición porque me pareció más lógico. ¡La esperanza da vida,  bien lo sabemos!

« Vivimos solo para descubrir la belleza. Todo lo demás es solo una forma de espera. El amor y la duda nunca se hablan. » Khalil Gibran

 

[1] L’enfant qui ne pleurait pas (1982) y La fille du Tigre (1995).

[2] Negocionismo(1/4) : el rumor del campo de concentración, France Culture,  9 de septiembre de 2019.

[3] El amor me salvó del naufragio. Michel Vaujour, 2018.

[4] Universalismo, comunitarismo, ¿debates eternos? France Culture, 24 junio 2020.


Traducción del francés por Beatriz Barros