MÚSICA

 

Por Fernando Fernández Fuentes

Hablar de música en nuestros países, no tiene nada que ver con hablar de música en países germánicos, ni siquiera en Italia o Francia. Y no será, precisamente, porque la música en la península Ibérica no haya disfrutado de justificada gloria y fama en determinadas épocas. Sin embargo, en nuestro territorio, esos desarrollos no han gozado de continuidad y coherencia a lo largo del tiempo. Desafortunadamente, se contempla la materia musical como mero entretenimiento y, de un plumazo, se la despoja del valor expresivo directo, que entronca con la profundidad y sutileza del sentimiento humano, de la forma artística que le es propia desde casi el inicio de su desarrollo, de su trascendencia en la conformación de la personalidad del individuo y, hasta apurando un poco, de la colectividad. En los comienzos de la Humanidad, los egipcios conducían ya sus plegarias a los dioses y se internaban por los recovecos de sus realidades trascendentes mediante la música y los cantos de himnos litúrgicos,  tanto de celebración, de agradecimiento o de muerte.

Difícil resulta, pues, que con estos planteamientos se tenga en consideración el beneficio que aporta, sobre todo, a niños y adolescentes en su proceso formativo. El evidente y constante desprecio que demuestran los diseñadores de áreas educativas, incluyéndola y retirándola alternativamente de los programas curriculares de la enseñanza, no consiguen sino cercenar el desarrollo de grandes y diversas áreas del proceso de crecimiento personal del estudiante.

La música, en sí, constituye un potente lenguaje que, como tal, goza de unas reglas y convenciones que intervienen en las más importantes áreas cognitivas. Se trata de un lenguaje que, según me resulta didáctico afirmar, es como una inyección en vena del sentimiento que transmite, a diferencia del lenguaje literario, al que podríamos equiparar con una pastilla o jarabe que ha de ser digerido y, en ese proceso, tratado por cada persona en razón a diversas variables, sobre todo, el conocimiento del idioma, los procesos connotativos, etc. Por contra, el lenguaje musical goza de las ventajas de una mayor universalidad, aunque  es cierto que el conocimiento técnico de sus reglas pueda acrecentar el disfrute  o comprensión de una obra.

Sin entrar en farragosos detalles, más objeto de un tratado, que de un artículo, podemos referirnos a las principales capacidades y destrezas que incrementa el disfrute de una obra musical y, sobre todo, el aprendizaje en la práctica de ejecución de un instrumento. A ello nos podemos referir cuando afirmamos que la escucha de una pieza tiene un valor intrínseco en la formación de la concentración del individuo, disparando procesos como la paciencia, la atención plena en el desarrollo de lo que está transmitiendo la obra, la observación del detalle respecto a la intervención de las diferentes voces o instrumentos que participan en ella, etc.

No es menor el aporte sobre el área de coordinación, reflejada en las alternancias entre ambas manos, al tener que ejecutar pasajes diferentes, voces distintas, etc. De igual modo, la aportación de la música es fabulosa en cuanto a lo referido a las disciplinas que gobiernan el trabajo de equipo, favoreciendo los procesos de empatía y gregarismo, mediante la participación de grupos de ejecutantes, como es el caso de los coros u orquestas y conjuntos de varios instrumentistas.

El pensamiento abstracto también se ve favorecido, no sólo por la ejecución de una pieza musical, sino, incluso, con la mera audición, mediante el análisis del contenido o la forma compositiva de la obra.

No en menor medida hemos de tener en cuenta el desarrollo del sentido de la armonía y coherencia que un buen acercamiento a la música nos aporta.

Pocos son quienes, desde fuera del campo profesional educativo, conocen la teoría de “inteligencias múltiples” De Gardner. Incluso entre quienes tienen responsabilidades formativas tampoco resulta suficientemente conocida, pero eso no es óbice para que no sea tenida muy en cuenta, determinante como resulta para el desarrollo del estudiante y, en general, para cualquiera de nosotros. Por tanto, no ayuda demasiado apartar a un lado esta materia, a veces por desidia, a veces por desconocimiento. La ausencia de esa disciplina nos priva a todos, seamos educandos, o no, del máximo desarrollo de muchas de nuestras capacidades.

Paradójicamente, la conocida como “música de consumo” suplanta esa presencia, contribuyendo a consolidar modelos que, además de formar parte de entornos disruptivos, implantan letras y ritmos que no favorecen en nada, precisamente, el desarrollo conveniente de los niños. Podemos prestar atención, en este aspecto, a multitud de cantantes o grupos que exhiben burdos y explícitos contenidos de tipo  sexual o violento que, incluso en actividades lúdicas con niños de edades tempranas, se difunden  en colegios o fiestas sin ninguna consciencia; o la machaconería de ciertos tipos de esos productos que inducen a mantener comportamientos obsesivos o relatos que aportan sentimientos y actitudes deterministas, cuando no abiertamente depresivas.

Nada resulta tan irreal como una consideración de la música, en cualquiera de sus múltiples vertientes, como una materia insignificante e inocentemente lúdica, sin ningún otro valor o aporte.