Socavados por la peor pandemia de la historia contemporánea, es urgente que prioricemos las reflexiones sobre la fragilidad conceptual que ha venido caracterizando al humanismo, con el propósito de «reforzar los cimientos» de lo relacional, parafraseando lo que dijo Ngugi Wa Thiong’o. El triunfo del capitalismo ha fulminado las tibias asunciones de los muy cuestionables valores del “universalismo de sobrevuelo” cuyo éxito ha engendrado una desconexión del hombre con su entorno. Ya se ha esfumado la posibilidad de alcanzar el «Superhombre» que Nietzsche profetizó.

“El hombre ha matado a Dios”. Pero no ha conseguido reemplazar aquello que desapareció con Dios y su ambición de sustituirle se ha vuelto esquizofrénico y autodestructivo. El hombre sigue agarrándose a una fe en una humanidad arraigada en una divinidad sin Dios. Una humanidad donde prevalece el predominio de unos esclavos sin amos. Nuestro mundo está poblado por hombres y mujeres libres con moral de esclavos que se vanaglorian de su superioridad racional incrustada en el dualismo platónico. Desde luego, Nietzsche no ha acertado. Hoy el “nuevo hombre” se planifica en los laboratorios biotecnológicos antes de convertirse en un puro producto de los think-tank de las empresas bursátiles.

Tolo lo que somos se lo debemos a las técnicas de marketing. De poco sirve tener valores basados en la ética, los buenos modales y ser justo y ecuánime. Basta con procurarse un buen envoltorio, un “código de barras” o un certificado de calidad para hallar un sitio en las estanterías del “supermercado de lo relacional”. El consumo es nuestra raison d’être y todo aquello que no podemos consumir es desechable. Es cierto, la pandemia está sacudiendo la humanidad, haciendo cundir el pánico hasta en nuestros sueños, algo obvio. Pero, debemos reconocerlo; hace tiempo que llevamos corriendo como pollos sin cabezas.

La posibilidad de rentabilizar la vulnerabilidad humana a través del sometimiento masivo a experimentos colectivos a bajo coste es factible. Tales prácticas serán necesariamente usuales en los tiempos futuros. Orientando los experimentos psicosociales hacia la maniobra de nuestras actitudes conductuales, la privación o la limitación de las libertades será una condición necesaria para el éxito de las futuras políticas públicas y las dinámicas productivas. Dentro de la lógica de este proceso productivo, el confinamiento es solo un protocolo en la optimización y del “uso racionado” de la materia prima en el que se ha convertido el hombre. Es la cosificación del hombre por la tecnología.

La tecnología es, hoy en día, una de las mejores garantías para cualquier operación de formateo en masa de la población mundial. Que no cunda el pánico pero que no queden dudas. Podemos ser manipulados en masa, maltratados en masa y nuestra conducta es perturbable por la única presencia de la cola de una cometa. Nuestra vulnerabilidad es, será, de ahora en adelante, el tema central y el principal foco de los trabajos de los estrategas de movilidad social. La vida y la muerte se han convertidos en meras variables en un empirismo excesivo al servicio del control de la humanidad. Por otro lado, vivimos unos tiempos donde hemos dejado atrás las gripes «regionales”. La muerte se ha impuesto en el pulso contra la “mano invisible” de las teorías de libre mercado y no es necesario intervenir para matar a unos para que otros vivan mejor.

La “autorregulación de la muerte” no es una quimera y aquello que mata a un chino, mata un americano, un italiano, un español, un senegalés, un burkinabes. Parece que el igualitarismo ha recobrado sentido hasta para los más feroces defensores de las teorías del “laissez faire”. Ha quedado claro, no vale la “hypermasculidad” ni el narcisismo de los dirigentes del primer, segundo o tercer mundo. Donde se confina a un británico, se confina a uno de Bangladesh, Kuwait o Surinam. No hay contención por muy alto que fueran los muros construidos para protegerse de amenazas externas. ¿Podemos decir que el universalismo humanista se ha cumplido por fin? En todo caso, debemos reconocer la necesidad de superar el proselitismo ideológico que ha agotado toda posibilidad de explorar la complejidad de las relaciones humanas y la salvación de nuestra especie.

El caso es que no hemos resuelto el enigma sobre la idea y el significado de la humanidad. ¿Somos todos iguales de humanos o algunos lo son menos que otros? Esta pregunta persistirá mientras se nos siga planteando la realidad de nuestras relaciones como algo disruptiva o, por lo menos, problemática. La mera idea del peligro o la muerte es suficiente para condicionar nuestros hábitos comunicacionales y relacionales. ¿No es esta la percepción absurda del hombre y del mundo la que nos ha enjaulado en una burbuja de competición? Rechazar la alteridad es hoy más eficaz a la hora de fomentar la producción y la acumulación del capital. Somos más humanos porque poseemos más que los otros. Aún así, esta no es nuestra única desgracia puesto que sabemos que no basta con producir y seguir acumulando; hemos de ser los primeros.

Somos meros números que destacan los unos sobre los otros por las cifras que han alcanzado los ahorros. La prueba de ello es que tenemos a Donal Trump como presidente de uno de los países más influyentes. Podemos reclamar nuestra humanidad pero sabemos que todo lo que somos viene determinado por nuestra posesión, por nuestra capacidad de acumular. Nuestra humanidad y todo lo que conlleva gira entorno a la idea del individuo y de su progreso. Las barreras de contención de lo humano se han derrumbado y la humanidad se ha desmoronado por completo por culpa de la obsesión de acumular.

Se nos dice que tenemos que correr más y volar cada vez más alto para progresar. Los más avispados en esta interminable carrera inventan artimañas de todo tipo para poseer la naturaleza y revindicar su derecho de propiedad sobre la tierra, el aire, el agua y el fuego. Todo se resume a un juego de suma cero y elección racional: “donde tú ganas, yo pierdo”.  Es la disrupción total y radical de la interacción entre los humanos. Hombres y mujeres, estamos todos atrapados en la máquina de hilar de la economía global, la dictadura del capital. Mercado libre o globalización son algunos de los conceptos acuñados con magnanimidad para justificar la “desechabilidad” del hombre, consecuencia de su improductividad.

¿La humanidad está agotada? Puede que sí, pero debemos preguntarnos el estado de los hechos de este agotamiento en un mundo globalizado. La globalización consistió en la normalización de las formas de apropiación interrelacionados y las desigualdades generadas por la mercantilización de la naturaleza. Puesto que el hombre se ha proclamado dueño de la tierra, el aire, el agua y del fuego, era lógico que el Estado tomara posesión de la vida y de la muerte del hombre. La “Bio-política” de Michel Foucault combinada con la “necro-política” de Achille Mbembe forman la misma cara de la misma moneda. Estado de excepción o de urgencia, es la expresión del poder difuso e inmaculado que se vuelve evidente, palpable y aceptado.

¿Y si con el fin de la pandemia comienza la era de lo posthumano? Las aplicaciones informáticas han cambiado el ecosistema del hombre, agudizando el individualismo, pervirtiendo la noción del progreso y afianzando la “liquidez del tiempo”. No me refiero aquí al mosaico de aplicaciones “de los tiempos líquidos” de Bauman (Instagram, Faceboock, Tinder…) como emblema de esta disrupción. En algunas localidades de China se han puesto en marcha programas de medición de la temperatura corporal de los vecinos desde sus casas sin necesidad de contacto físico. El objetivo de dicha medida es anticipar los hechos, evitar contactos entre personas. Por Doquier, las empresas priorizan la eliminación de los desplazamientos innecesarios. Hemos entrado de lleno en la era de la virtualidad de la vida. Teletrabajo, tele-aprendizaje, tele-conferencia, tele-manifestaciones, tele-amor, etc. Incluso algunos gobiernos africanos como el de Senegal, cuyo sistema de servicios públicos desconoce el significado de la digitalización, ha lanzado una circular para invitar a trabajar desde casa.

La digitalización del hombre está en proceso y parece que la pandemia consolida su irreversibilidad. Lo que se presagia es que el control de movilidad desbordará los discursos políticos sobre el control de fronteras y se centrará en el monitoreo de la ciudadanía. La racionalización de los recursos implica el poder del Estado sobre quién debe vivir y quién debe morir. La “necro política” y  la banalidad de la muerte será una característica de los tiempos futuros. Es necesario y urgente pensar un mundo donde podamos asumir que somos seres con tremendas limitaciones y que la racionalidad ha estado siempre sobrevalorada.

Superar la hyperrobotización de nuestras vidas y la asunción de la condición material de las personas requiere repensar la posibilidad del posthumanismo. La disertación de Rosi Braidotti en «The Posthuman» nos proporciona sólidos argumentos para rechazar o al menos dudar del humanismo universal, resultante del todopoderoso pensamiento occidental. Desde el ideal del humano introducido por Protágoras, el modelo y la representación del hombre inventado por Leonardo Da Vinci, la idea del humano idealizado por la ilustración, hasta la narrativa del romanticismo italiano, Braidotti realiza una importante y profunda revisión bibliográfica para argumentar que la icónica representación de lo humano se articula alrededor de la doctrina biológica y la discursiva de la moralidad encapsulada en el ordenamiento de la moral judeo-cristiana  y la superioridad de la razón occidental.

Hasta los más ecuánimes pensadores europeos han magnificado la ecuanimidad humanista que definiría, según ellos, la centralidad occidental. En “Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental”, Edmond Husserl no dudó en afirmar que Europa no es solo una localización geográfica, sino un atributo universal de lo humano que puede expandir su cualidad al resto del mundo. Siguiendo la teoría de Edwar Said en su obra “Orientalismo” podemos afirmar que la humanidad universal es una humanidad excluyente que no contempla la humanidad de los otros pueblos. Es en esta dirección que Braidotti señala que la humanidad no occidental ha sido sujeto de “exclusiones letales y de fatales descalificaciones”. Es contra esta concepción de lo humano y del mundo que Jacques Derrida nos ha ofrecido una excelente propuesta de “deconstrucción”.

Por desgracia, un breve recorrido de los recientes acontecimientos nos desvela que la humanidad sigue siendo atravesada por la construcción eurocéntrica de la humanidad de hombre blanco. Ahora bien, admitamos que son humanos los defensores de las ideas descabelladas como la posibilidad de aniquilar parte de la población del mundo (en especial la de los países pobres) a beneficio de la sostenibilidad de los privilegios. Admitamos que son humanos los partidarios de ensayar las vacunas en una especie de humanos, como los africanos, para beneficiar los europeos. Admitamos que son humamos los autores de las atrocidades cometidas contra poblaciones por la asunción de las ideologías supremacista y racistas. Entonces no debemos tener dudas a la hora de expresar nuestro asco por la idea de considerarnos humanos.

Con los efectos de la pandemia a la vista, se hace vital, necesario e imperioso apostar por la renovación de nuestros conceptos sobre el significado de la vida de los hombres y las mujeres en base a las relaciones que construimos, lejos de los esquemas mentales disruptivos del eurocentrismo. Una posible solución sería (es) contemplar la moralidad que debe caracterizar nuestra condición posthumana. Así es; si vamos a afirmar nuestra particularidad y la vuelta a nuestro microcosmos, a lo local desde el globalizado y mercantilizado mundo, hagámoslo reconociendo las limitaciones de nuestra capacidad racional, nuestra inteligencia (incluida la artificial) y de ahí la asunción de la diversidad de nuestra especie. Empecemos a crear las condiciones para alcanzar el posthumanismo.