Estamos en una acogedora casita a orillas de un lago, cerca de Estocolmo. Me ha recibido hace varios días una familia sueca compuesta por una mamá, un papá y su pequeña hija de seis años que es una explosión de energía inagotable y de alegría inconmesurable que llena la casa de luz en un país que en esta época del año suele ser bastante oscuro. Ellos son periodistas como yo y, como han estado algo resfriados todos, entonces por precaución llevamos varios días de relativa cuarentena, lo cual implica salir de aquí lo menos posible y trabajar desde casa.

Con todo, hemos paseado en bicicleta por la ribera del lago, hemos ido de compras básicas al supermercado y yo estuve caminando el fin de semana pasado por la ciudad vieja de Estocolmo en donde, como nunca antes, encontré muchas de las callecitas medievales vacías de turistas.

Por lo pronto no ha habido mayor histeria colectiva en Suecia, salvo porque por alguna extraña razón la sección de papel higiénico del supermercado se quedó prácticamente vacía, cosa rara en un pueblo que suele tender a ser mesurado, sobrio y reflexivo.

Medidas más, medidas menos, sea a un lado o al otro de cualquier océano del planeta, los seres humanos nos encontramos de golpe y porrazo con lo evidente: la Tierra es finita. Y por obvio que esto parezca, cuando no hay dónde guarecerse, salvo el espacio dentro de lo que tengamos como hogar, esta pandemia, poco a poco, nos está enfrentando al hecho de que nos cuidamos entre todos o nos jodemos.

Pensar desde el “nosotros” y no desde el “yo” es la forma de sobrevivir, a este virus y a cualquier amenaza contra la humanidad, lo cual puede extenderse hasta la misma amenaza del cambio climático en el que todos somos “población de alto riesgo”, pues de esto tampoco hay dónde esconderse. Es la solidaridad (consciencia del otro) contra el individualismo, entonces, el sistema económico, el libre mercado y el desarrollo entendido como producción de cualquier cosa y consumo desenfrenado queda en jaque porque cuenta con nuestro paradigma individualista para subsistir. O la humanidad o el consumo, esa es la cuestión.

Un virus pandémico nos está obligando a quedarnos en casa y a contar unos con otros para superar la crisis. Nos está instando entonces a optar por la humanidad y aunque los dueños de los grandes capitales materiales, los reyes del mercado que se coronan gracias a nuestra esclavitud con el consumo y el sistema de libre mercado, hoy están con el trasero a dos manos calculando las pérdidas económicas que sufren y sufrirán, hay otros seres sobre La Tierra que de un día para el otro han incrementado exponencialmente una enorme ganancia: tiempo con sus padres o familias. Los niños.

Pequeños y pequeñas personas con menos de dos dígitos de años sobre el planeta hoy tienen de golpe a todos en casa, para jugar, para hablar, para compartir. Y los adultos han debido, en los lugares con cuarentenas más estrictas, aprender, reaprender y generar una convivencia con los niños y niñas, diaria, intensa, estrecha y constante, por largas horas cada día. Algo que hasta hace un siglo o menos, era perfectamente normal, y que todo niño o niña siempre ansía y sueña desde siempre y hasta hoy.

Este es un testimonio y el relato, dentro de los miles de testimonios sobre las variables de esta pandemia en el día a día en distintos lugares de La Tierra, que se repite y aparece poco a poco conforme avanza el proceso.

En países más evolucionados (no digo “desarrollados” porque a estas alturas considero dicho concepto, tal como se entiende, ya obsoleto o al menos profundamente cuestionable pues se define desde el significante económico del “modelo”), mucha gente está trabajando desde casa. Y no sólo eso, sino que también -y en esto los más conmovedores son los testimonios desde Italia-, han ido apareciendo espontáneamente iniciativas microsociales de solidaridad, organizadas por la sociedad civil sin necesidad alguna de atender políticas de Estado o campañas o programas predeterminados.

Leí en alguna parte que gracias al Coronavirus, la gente se dio cuenta de lo obvio: si yo tengo agua y mi vecino no tiene agua, entonces ambos estamos en riesgo. Y así tanto meme y publicación simple que apunta a entender que si todos nos preocupamos de que el de al lado esté mejor, todos estaremos mejor. Algo de sentido común que a la fuerza vamos recuperando. ¿Qué es la solidaridad sino acción proveniente de la simple consciencia del otro? Muchos llaman a eso amor, a secas. Yo así lo creo.

El papá de esta familia que me acoge, precisamente hoy escribe, entre ataque y ataque de tos, acerca de la evolución tecnológica que podría permitir la organización de una naciente forma de entender la vida productiva y las relaciones humanas y sociales. Me resulta paradigmático el hecho de que si en algún momento nos planteamos que la tecnología nos deshumanizaba en diversos aspectos, hoy sea justamente la tecnología la que nos pueda devolver la humanidad extraviada.

La pequeña Ingrid, en esta casa que me alberga, siempre es feliz, pero sin duda estos días ha sido más feliz que nunca y así ella misma lo ha expresado. Con apenas seis años y poquito más de un metro de alto, fue capaz de mencionarlo, junto con establecer de alguna forma que lamenta el contexto en el cual ella expresa este sentir, ya que es consciente, en su dimensión de niña, de la gravedad de la situación planetaria.

Entonces la miro y veo en ella la luz de la humanidad. Los niños y adolescentes, los menores de edad, desde Greta Thumberg en Suecia levantando a los adultos con su protesta medioambiental para salvar el único planeta que tenemos para pisar y en donde respirar, mostrando que éste es finito mientras el sistema económico funciona como si no lo fuera, asunto que nos condena como especie y a su generación a padecer las penas del infierno si esta locura no se detiene ahora mismo, hasta nuestros niños y jóvenes en Chile que directamente están arriesgando sus vidas, su integridad, luchando por desbaratar la madre de todos los males que es este modelo capitalista neoliberal egoísta, desigual, brutal, individualista, inmoral e insustentable, y han dado sus ojos para que los adultos despertemos y reasignemos el significado de la palabra “dignidad”, hoy nos abrazan a la humanidad entera con su accionar, valentía, convicción y esperanza sin límites y, literalmente, también nos abrazan en estos días de pandemia, en alguna parte y en todas partes, porque están en casa, porque casi todos los que tenemos la posibilidad de estar en una casa lo estamos o lo estaremos.

Pero hay miles, millones de niños que no tienen un techo, no tienen agua, no tienen brazos que los acojan ni familias con quien jugar. Están padeciendo guerras, destierros o desamparos que no tienen otro origen que estos: el Poder y el Mercado, responsabilidad por acción u omisión de nosotros, los adultos, y de los adultos que nos predecedieron. Es así, no hay más agua que echarle para que se haga más claro.

Es surrealista visitar un país en donde la monarquía es un hecho, y no lo digo para criticar la forma de organizarse legitimada por una sociedad determinada, sino porque para mí, que fui una niña sudamericana, los reyes y reinas y príncipes y princesas eran parte del imaginario de la infancia y sus cuentos. El caso es que a raíz de eso he pensado acerca de las coronas que han reinado la historia humana, he pensado sobre las cabezas en que se han depositado y en aquellos que han cumplido el estatus de ser súbditos y sus consecuencias.

Y vale que esto va tanto para los tiempos de súbditos monárquicos como para estos tiempos de súbditos -yo diría esclavos-, de un sistema económico, sus cadenas y sus pocos dueños, que nos han convencido o han instado a que nos convenzamos de que sólo hay una forma de vivir y de organizarnos, conveniente para esos pocos, claro está, confundiendo para todos la idea de ser felices con la idea de estar conformes.

Una humanidad en crisis pandémica implica que algo cambiará para siempre tan sólo por el ejercicio de que, por un tiempo no menor, al menos habremos ejercitado otra forma de vivir y relacionarnos y pensarnos y veremos que eso es perfectamente posible.

Son las posibilidades, la noción de que sí existen y que si no existen podemos generar posibilidades, lo que garantiza la apertura a cambios paradigmáticos y por consiguiente, sistémicos.

Veo a esta pequeña niña jugar y cada tanto correr a abrazar a su mamá, a tocarla, a sentirla, a decirle que la ama para luego regresar a jugar y a saltar por todos lados y, al rato, hacer lo mismo con su papá y pienso en toda su generación y en el mundo que le hemos construido mientras el norte de su país pasando el círculo polar se descongela a pasos agigantados y pienso que ya es hora de que la Gran Corona la detente la humanidad toda, como especie y que se entienda que cada generación de adultos deberá pasarla a toda una generación de niños y niñas, los únicos dignos de ser sucesores del trono.

Toda crisis arroja opciones. Como humanidad tenemos una opción, eso nos dicen nuestros niños y jóvenes. Yo le llamo Post-humanismo: ser mejores, juntos.