Por Eze Paez* / Ctxt

En los países donde esta práctica está prohibida, no se toma en serio la condición de ciudadanía de un gran número de personas con concepciones alternativas de la buena vida y de la buena muerte

Existe el tópico de que portugueses y españoles vivimos juntos, pero de espaldas los unos a los otros. Como ciudadano del Estado español, me avergüenza a menudo el desinterés que la sociedad española muestra hacia Portugal. A veces, sin embargo, parece que no podemos evitar marchar acompasados. Con una diferencia de apenas nueve días –11 y 20 de febrero–, las Cortes Generales españolas y la Assambleia da República portuguesa aprobaron la tramitación de proposiciones de ley para la despenalización y regulación de la eutanasia. Muy probablemente, en unos meses, los habitantes de ambos países verán sensiblemente incrementada su libertad personal. Disfrutarán de un mayor control sobre su propia vida.

Es importante subrayar este punto: la eutanasia voluntaria es una institución al servicio de la libertad. En condiciones ordinarias, nuestros ordenamientos jurídicos ya nos garantizan el control de nuestra muerte. Si en plena posesión de nuestras capacidades deseamos morir, el Estado no tiene potestad para interferir en nuestra elección, impidiendo su ejecución o haciéndola más costosa. Tampoco se permite que otros ciudadanos nos obliguen a seguir viviendo. Ello asegura que, en caso de abandonar nuestra decisión, será resultado de haber sido persuadidos por las razones que nos hayan aportado.

La proposición de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia, presentada por el grupo parlamentario socialista, es una herramienta para incrementar esta libertad en el ámbito de decisiones sobre la muerte. Beneficiará a quienes padecen sufrimiento crónico grave e incurable y a personas con un pronóstico de vida limitado a semanas o meses.

Este incremento de la libertad individual se produce en dos aspectos. Primero, la ley amplía las situaciones en las que podremos escoger si vivir o morir. Existen enfermedades que limitan la autonomía física de manera que suprimen o disminuyen nuestra capacidad para provocarnos la muerte si así lo deseamos. Gracias a que un tercero –el médico– podrá suplir esta incapacidad, hay ciudadanos que recuperarán un espacio de disposición sobre sus vidas que había estado limitado por causas naturales.

Por supuesto, no todas las enfermedades limitan la autonomía individual, de forma que hay personas enfermas que no han perdido la capacidad para quitarse la vida. En estos casos, la eutanasia mejora las alternativas entre las que escoger. Para los ciudadanos sin acceso a los fármacos adecuados y sin los conocimientos médicos para usarlos, es extraordinariamente difícil asegurar una muerte rápida e indolora. Poder emplear los servicios de un profesional de la medicina garantiza nuestro bienestar en todo el proceso.

En segundo lugar, y más importante, la institución de la eutanasia voluntaria impide que nuestra muerte esté bajo el control de otros. En los países donde la eutanasia está prohibida, se impone una determinada concepción de en qué consiste una vida valiosa a todos los ciudadanos. Es decir, no se toma en serio la condición de ciudadanía de un gran número de personas con concepciones alternativas de la buena vida y de la buena muerte. Concepciones que sí son compatibles con recibir ayuda médica para morir. Además, cuando ello ocurre, los ciudadanos que, pese a la prohibición, se atreven a solicitar eutanasia a los profesionales médicos se encuentran sujetos por entero a la voluntad de estos. Al carecer del derecho a recibir eutanasia, tener la muerte que desean depende de las inclinaciones de su médico, de sus creencias personales y de cuán dispuesto esté a arriesgarse a ser sancionado penalmente.

Por supuesto, no podemos ignorar que toda regulación de la eutanasia debe proteger a los ciudadanos de una posible mala praxis. Esto debe garantizar, en la medida de lo posible, que sólo se practique tras decisiones voluntarias e informadas y en los casos previstos por la ley. Es en los detalles de este bricolaje regulativo, no en la épica de los principios, donde deberíamos centrar el debate. Ahora bien, esta es una tarea en la que ya han trabajado otros socios europeos, como los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo. También Colombia, el estado de Oregón (EE.UU.) y el de Victoria (Australia). Es imposible, en cualquier ámbito legislativo, reducir a cero los casos de incumplimiento. Pero las experiencias con las que ya contamos muestran cómo es posible que esto sea un fenómeno minoritario.

Las nuevas leyes de eutanasia voluntaria son, pues, una profundización en el ideal político de libertad. Un ideal que durante tantos y tantos años hemos trabajado para que inspire nuestros países. Tenemos que estar satisfechos del éxito, si estas leyes llegan a ser promulgadas. Hemos de persistir, en caso contrario. Y, pase lo que pase, debemos estar siempre vigilantes para mejorarlas, corregirlas y asegurar que sean siempre instrumento de empoderamiento para los más vulnerables.


* Es investigador postdoctoral en filosofía moral en el Centre for Ethics, Politics and Society (Universidade de Minho).

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