Por Wilson Fache/ctxt

Desde el inicio de la ofensiva turca “Manantial de paz”, más de 200.000 personas han tenido que abandonar sus hogares

El reloj marca las nueve. La noche es tan profunda que parece que al mundo se lo ha tragado la tierra. En la carretera M4, que conecta la localidad nororiental de Tal Tamer con  Qamishli, el puesto de control gestionado aún en ese momento, el domingo 13 de octubre, por las fuerzas kurdas sirias, está iluminado como un árbol de Navidad. Decenas de luces rojas colocadas sobre el asfalto indican la ubicación de la barrera, un faro en medio de los campos áridos, pero a punto de ser abandonado. Una camioneta acelera a toda velocidad; los combatientes de las Unidades de Protección Popular (YPG), la milicia ligada al Comité Supremo kurdo del Kurdistan sirio, abandonan sus posiciones. “Nos retiramos. Las tropas del régimen turco están llegando”, murmura uno de ellos desde la ventanilla antes de partir. En Siria, las ‘fronteras’ desaparecen en la noche tan rápido como los coches.

Las autoridades kurdas, acorraladas tras el abandono de Washington, anunciaron el domingo 14 de octubre un acuerdo con el régimen de Bashar el-Asad, apoyado por Rusia e Irán, para permitir el despliegue del Ejército sirio en el norte del país. ¿El objetivo? Frenar el avance de las tropas turcas. A cambio de la protección de Damasco, varias ciudades bajo control kurdo alzarán de nuevo la bandera de la República Árabe Siria.

“Solamente enemigos”

En apenas 10 días, la situación ha cambiado radicalmente desde que Ankara iniciara el pasado 9 de octubre su operación, “Manantial de Paz”, tras la retirada estadounidense. Una intervención militar que ahora da un respiro a los kurdos tras el alto el fuego de cinco días pactado el pasado jueves entre Turquía y Estados Unidos, con el fin de permitir la retirada de las YPG de la “franja de seguridad”, una zona cercana a la frontera turco-siria, que el presidente Recep Tayyip Erdogan prometió crear y controlar para contener a las milicias kurdas, vistas por Turquía como una organización terrorista. El asalto ya ha provocado el éxodo de más de 200.000 civiles, según Naciones Unidas, de las que 8.000 habrían encontrado refugio en el Kurdistán iraquí.

Desde las seis de la mañana del lunes 14 de octubre, varias decenas de coches hacen cola en el paso fronterizo de Semalka, entre Siria e Irak. Sus pasajeros esperaban encontrar refugio en el Kurdistán iraquí. Mohamed Ali, de 58 años, acompaña a su mujer y a sus dos hijas, a las que quiere poner a salvo al otro lado del río. “Es una crisis nunca vista. No nos ha quedado más remedio que llegar a un acuerdo con el régimen”, explica un kurdo huído de Tal Tamer. Sobre la llanura lúgubre, el amanecer parece confundirse con el atardecer. “Es una buena solución. Creo que el régimen solamente tomará  los puestos fronterizos y no toda [la región de ] Rojava”, intenta convencerse este hombre. Horas más tarde su ciudad natal caerá bajo el control de Damasco.

Pese a sus divisiones, en función del devenir de los combates y de los cambios en las lealtades políticas, los kurdos habían conseguido construir su propia región autónoma de facto durante el conflicto sirio, pero sin cortar del todo los vínculos con Damasco, pese a sus relaciones agitadas, ya sea bajo Bashar el-Asad o su padre, Hafez. Hoy en día, la administración kurda está a punto de desaparecer, lo que supone el fin del proyecto político de Rojava, la creación de un Estado propio, en cuya Constitución aprobada en 2014 se instauraba el confederalismo, la protección de las minorías étnicas y religiosas, la igualdad de género y la democracia directa como forma de gobierno. “De lo que estamos seguros es de que el régimen siempre ha exigido una capitulación total sin ofrecer nada a los kurdos. Y en este momento los kurdos están extremadamente débiles, por lo que no tienen ninguna manera de hacer presión”, analiza Elizabeth Tsurkov, investigadora del Foreign Policy Research Institute.

Desde los primeros días de la intervención turca, decenas de familias se apresuraban hacia el paso cerrado de Semalka. Con la piel envejecida y los ojos enrojecidos, Maryam Ibrahim ha emprendido una odisea que la ha llevado hasta orillas del Tigris. “No puedo llorar más, no me quedan lágrimas. No puedo caminar más kilómetros, mis piernas no pueden más… Simplemente quiero que Dios pare esta guerra”, suplica esta matriarca de 70 años, sollozando. “ Parece que solo tenemos enemigos. Esa es mi opinión, la de una mujer anciana…” A su alrededor, los niños lloran, inconsolables.

La guerra siria se conjuga en plural: el asalto del régimen contra los revolucionarios que se rebelaron en 2011; la operación de la coalición internacional contra el grupo Estado Islámico; el Daesh contra todo el mundo; Israel contra los aliados de Teherán; Teherán apoyando a Bashar al-Asad; Bashar al-Asad respaldado por Moscú; Moscú contra los grupos rebeldes moderados y aquellos financiados por Doha o Riad; los islamistas contra los islamistas, y contra los kurdos, ahora aliados del régimen sirio contra los turcos, antes de que estos últimos se pusieran finalmente de acuerdo con los rusos.

“El momento clave al que debemos estar atentos es si Rusia decide cerrar, o no, el espacio aéreo sobre Siria. Hasta ahora Turquía se ha beneficiado de la negativa por parte de Estados Unidos a cerrar el espacio aéreo sobre las zonas kurdas para impedir los ataques aéreos turcos. Para que funcione este acuerdo, Rusia deberá cerrar el espacio aéreo a estos ataques”, estima Nicholas Heras, analista del Center for a New American Security. “A fin de cuentas, este acuerdo constituye la primera etapa de un largo recorrido hacia la eventual integración del norte y del este de Siria (bajo control kurdo), en un futuro Estado sirio dirigido por Bashar al-Asad”.

Tras cinco días de un alto el fuego violado en repetidas ocasiones, este martes 22 de octubre, Vladímir Putin –nuevo actor principal en Siria– y Recep Tayyip Erdogan anunciaron, en la localidad rusa de Sochi, un acuerdo para repartirse el norte del país. Rusia y Turquía tomarán el control de la mayor parte de la frontera turco-siria, incluida una franja de 30 kilómetros en el Kurdistán sirio. El pacto también incluye la expulsión de los combatientes kurdos de esa zona. Para el jefe de la diplomacia rusa, Sergueï Lavrov, esto impediría una nueva ofensiva del Ejército de Ankara. Según Washington, las fuerzas kurdas, obligadas, habrían aceptado retirarse. Todo apunta a que el plan de Erdogan es reasentar en esta región a gran parte de los 3,5 millones de refugiados sirios que viven en Turquía. Los kurdos ven en esta decisión una clara tentativa de “limpieza étnica”.

El eco de las explosiones

Cuando Iman Haj Mamo escuchó los primeros aviones, al principio no les prestó atención. Creía reconocer el ruido de los ataques de la coalición internacional que lucha contra Daesh. Después, cayeron las bombas turcas. Salió corriendo de su casa sin llevarse nada, ni siquiera los medicamentos de su hija, enferma. Se refugió con sus hijos y otras dos familias en una escuela primaria de Hasaka, al noroeste de Siria y en la ruta hacia el Kurdistán iraquí –este lunes las tropas estadounidenses se han retirado de esta localidad. Tras su salida, ha entrado el Ejército sirio–. Mujeres y niños huyeron de la aldea fronteriza de Ras al Ain al inicio de la ofensiva turca, mientras que sus maridos se quedaron para defender sus casas. Esta madre de 40 años conoce demasiado bien el éxodo. En 2012 tuvo que dejar Alepo cuando estallaron los enfrentamientos entre los rebeldes y el régimen de Bashar el-Asad. En aquel momento se refugió en Kobane. Después llegó Daesh y mataron a su padre y a su hermano mayor, por lo que tuvo que huir. Vivía en Ras al Ain desde hace cinco años cuando la guerra llamó de nuevo a su puerta. Ha tenido que huir de nuevo. Su voz se apaga. Llorando, se pregunta: “¿A dónde iremos ahora?”.

Las calles de Qamichli, la ‘capital’ de la región kurda, normalmente llenas de gente, están desiertas desde el inicio de la ofensiva. Solamente los ladridos de los perros y el eco de las explosiones rompen el silencio. Si la desesperación tuviera un olor, seguramente olería como el interior del hospital Farman. Las palabras no son suficientes, los fluidos cuentan lo que allí ocurre: se llora a sus muertos y se suda de miedo; las heridas derraman una sangre tibia. Las bocas escupen torrentes de palabras sobre el “abandono” estadounidense. “Es una auténtica catástrofe”, murmura un cirujano ortopédico. Las salas que acogen a los heridos parecen velatorios. Tras una explosión, Massud Ali Mehdi tiene el abdomen perforado. “Nos dan más miedo los turcos que Daesh. Nuestros combatientes han dado su vida para vencer a los yihadistas  y ahora Erdogan ha venido para acabar con nosotros”, afirma.

Paranoia

El mismo ambiente se respira en el consultorio de Tal Tamer, a unos 100 kilómetros al sudoeste de Qamichli. “¿Dónde están los estadounidenses? ¿Dónde?”, pregunta Delil Hassakeh (su nombre de guerra). Tumbado en una camilla naranja, este combatiente árabe ha sido herido en la pierna y en la espalda durante un ataque aéreo que le ha costado la vida a su mejor amigo. “He luchado en las Fuerzas Democráticas Sirias [bajo el liderazgo kurdo)] para recuperar Raqqa del control de Daesh. Esa batalla no tenía nada que ver con lo que estamos viviendo ahora. Al menos Daesh no tenía aviones de combate”, suelta en un gemido agónico mientras los enfermeros le llevan al bloque operatorio.

De repente se oye un traqueteo. Las balas se pierden en el cielo de Tal Tamer. “Una célula durmiente de Daesh acaba de atacar”,asegura el soldado que vigila la entrada del hospital. Minutos más tarde, se rompe el silencio. Un grupo de testigos presentes en el terreno cuenta que cuatro o cinco hombres enmascarados conducían detrás de una camioneta de las Unidades de Protección Popular (YPG), quienes dispararon al aire cuando vieron que estaban siendo perseguidos. Los individuos intentaron escaparse antes de ser detenidos. ¿Eran realmente terroristas del grupo Estado Islámico? El enemigo, los enemigos, parecen omniscientes, y en el ambiente caótico, reina la paranoia. Una paranoia nacida de hechos reales: el pasado 11 de octubre los yihadistas reivindicaron un ataque con coche bomba en un restaurante de Qamichli.

Las autoridades kurdas han anunciado que unos 800 familiares de yihadistas del grupo Estado Islámico se escaparon de un campo de desplazados, custodiado hasta el inicio de la ofensiva turca por milicias kurdas. También se han registrado otras fugas. Unos 12.000 combatientes de la organización terrorista, entre ellos cerca de 3.000 extranjeros, están detenidos en las prisiones bajo control de los kurdos. Demasiadas bombas de relojería. Las repercusiones de la intervención de Ankara son gigantescas y pueden ser la peor de las pesadillas para los gobiernos europeos. Los combatientes occidentales de Daesh y sus familias, detenidos en campos y cárceles del Kurdistán sirio, ¿acabarán en manos del régimen de al-Asad, que los europeos no consideran legítimo? ¿Hasta dónde llegarán los yihadistas que han conseguido escaparse? ¿El caos actual sera un terreno fértil para el resurgimiento de la organización terrorista? Estas preguntas podrían rondar la región durante los próximos años. Mientras tanto, el Kurdistán sirio está de luto. El refrán de “los kurdos solo tienen como amigos a las montañas” nunca ha resonado con tanta fuerza.

Traducción de Yaiza Martín Fradejas 

El artículo original se puede leer aquí