El nacionalismo inglés desatado por el Brexit no es el mismo que el nacionalismo español desatado por la crisis catalana. Todavía no.

Por Ignasi Bernat y David Whyte / OpenDemocracy

Imaginen si lo que acaba de pasar en España, pasara aquí. Imaginen que el gobierno escocés declarara la fecha de un segundo referéndum de independencia en contra de los deseos del Primer Ministro. Imaginen que el referéndum siguiera adelante y que Ken MacIntosh, el Presidente del Parlamento escocés, fuera encarcelado durante 11 años por permitir que el Parlamento escocés organizara el referéndum. Imaginen que Nicola Sturgeon fuera obligada a exiliarse en Bruselas y la mitad de su gabinete fuera condenado a 12 años de prisión; y si Sally Mapstone, la presidenta de la asociación cultural escocesa, la Saltire Society, fuera condenada a 9 años de prisión.

Esto es exactamente lo que acaba de ocurrir en España. Representantes electos y líderes culturales encarcelados por mucho tiempo, por buscar una solución democrática a la crisis política de Cataluña.

Los dirigentes de las dos sociedades culturales más importantes, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart fueron condenados por sedición. La prueba clave en su caso fue que gritaron “No pasarán”, el eslogan antifascista que es habitual en manifestaciones de todo tipo en Cataluña. Seis ex miembros del gobierno: Oriol Junqueras, Joaquim Forn, Jordi Turull, Raül Romeva, Josep Rull y Dolors Bassa han sido condenados por sedición y malversación de fondos públicos. El cargo de uso indebido de fondos públicos se refiere al gasto de dinero público en el referéndum que había sido aprobado por el Parlamento español. Otros tres ex ministros, Meritxell Borràs, Carles Mundó y Santi Vila, fueron condenados por malversación de fondos y «grave desobediencia a la autoridad pública».

En Gran Bretaña, como en la mayoría de los países europeos, el delito de sedición ya no existe. La traición está todavía en los libros de leyes, pero es poco probable que se utilice contra escoceses «rebeldes» o «alimañosos« (por usar la frase de un poema publicado una vez en Spectator de Boris Johnson). El último caso de traición en Gran Bretaña fue en 1946: el juicio de William Joyce, «Lord Haw-Haw», que fue ejecutado en la horca en 1946. Tanto los gobiernos laboristas como los conservadores han amenazado esporádicamente con procesar a los combatientes extranjeros en el Talibán y en ISIS por traición, pero en realidad no lo han hecho.

Quizás sea inimaginable en el Reino Unido. Tal vez.

Ahora es poco probable que el Parlamento escocés vote a favor de un segundo referéndum sobre la independencia, antes de que finalice la sesión parlamentaria de mayo de 2021. Boris Johnson, que como Primer Ministro ha adquirido el hábito de utilizar una crisis constitucional como fútbol político, ya ha declarado abiertamente que no permitiría un segundo referéndum en Escocia. Si no tenemos un nuevo Primer Ministro británico en los próximos 15 meses, entonces [Johnson] podría disfrutar de las perspectivas de una segunda crisis constitucional.

La cuestión escocesa siempre se plantea en términos de nacionalismo escocés. Pero la crisis constitucional a la que nos enfrentamos ahora ha sido impulsada por el resurgimiento del nacionalismo inglés y británico residual. El aumento de los ataques racistas y el espectro de un Primer Ministro que aparentemente se siente cómodo con sus propias declaraciones abiertamente racistas, son suficientes advertencias de ello.

El nacionalismo inglés desatado por Brexit no es el mismo que el nacionalismo español desatado por la crisis catalana. Todavía no, por lo menos. Lo que marca el nacionalismo español es el grado en que los principios de la unidad española son aplicados, sin piedad, por los aparatos jurídicos del Estado. Hay un profundo nacionalismo residual en el corazón del Estado español que tiene sus raíces en el período franquista y que nunca ha sido purgado adecuadamente después de la dictadura.

Desde el franquismo, no se ha tenido piedad de los opositores a un Estado español unificado, personificado por el Rey. La represión actual se intensificó en el período posterior a la crisis financiera de 2008, las subsiguientes protestas de los indignados y las campañas para impedir la recuperación y los desalojos por parte de los bancos liderados por grupos como Pah. Las llamadas «leyes mordaza» introdujeron los poderes más draconianos en cualquier democracia liberal para criminalizar a los opositores al gobierno y purgar las protestas no violentas de las calles.

Ahora bien, es habitual que quienes hablan públicamente de la violencia policial en Cataluña se enfrenten a acusaciones de «crímenes de odio contra la policía». Numerosos comediantes, artistas y cantantes han sido condenados a penas de prisión en los últimos años por «delitos contra la Corona». La reciente redada y encarcelamiento de 7 activistas independentistas no violentos fue acompañada de una redada en un almacén de fuegos artificiales que preparaba la fiesta local en un intento fallido de inventar cargas de «explosivos». Esas redadas contra activistas pacíficos son ahora acontecimientos rutinarios y sin duda seguirán siéndolo después de los veredictos de ayer.

Cuando se trata de su respuesta a la protesta pacífica, el Estado español está claramente fuera de control. Y, sin embargo, debemos tener en cuenta que España se ve impulsada por un tipo similar de nacionalismo estatal extremo y residual que está amenazando a varias democracias europeas: Polonia, Hungría, Alemania, Italia, Francia. En Inglaterra, un tipo similar de nacionalismo estatal residual acelerará casi con toda seguridad la desintegración del Reino Unido.

En España, el nacionalismo de Estado ha perdido la trama normal seguida en las democracias liberales. Por eso podemos hacer que los políticos electos sean enviados a la cárcel durante mucho tiempo por el mero hecho de cumplir los deseos del electorado. Y por eso tenemos que enviar un mensaje contundente de que no podemos tolerar a los presos políticos en un Estado nominalmente democrático, en la Unión Europea, en el siglo XXI.