Por Joseph Confavreux, Fabien Escalona y Romaric Godin*

Desde las 1.200 páginas de su última obra, Piketty, destroza el debate público y político, explorando vías para, en concreto, “superar al capitalismo”. Pero, ¿cómo ejecutar esas propuestas radicales tratando de redefinir la noción misma de propiedad? ¿Bastarán para destruir las bases del hiper-capitalismo contemporáneo?

“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo”. Thomas Piketty se compromete en su última obra a nada menos que a desmentir la famosa sentencia del filósofo estadounidense Frederic Jameson, pretendiendo proporcionar herramientas para “superar el capitalismo”, saliendo de una glaciación ideológica catalizada por los fracasos del sovietismo real.

Después de “El capital en el siglo XXI”, excavadora editorial que vendió 2,5 millones de ejemplares en el mundo, donde documentaba la explosión de las desigualdades patrimoniales mundiales, el economista pasa a los trabajos prácticos y políticos. En Capital e ideología (Seuil), radicaliza su pensamiento e investiga los medios para criticar en concreto un régimen desigual actual cuyos efectos destructores sobre el planeta y los seres humanos no pueden proseguir.

Considerando que su libro de 2013 era demasiado occidentalo-céntrico y trataba “las evoluciones político-ideológicas respecto a las desigualdades y la redistribución como una suerte de caja negra”, busca ampliar su campo de investigación, que extiende desde la “complejidad multicultural de los jatis” en India, a los concursos imperiales chinos, pasando por la “propuesta 2x + y” debatida en 1977-78 en el Reino Unido…

Así Piketty quiere forjar una “idea más exacta de lo que podría llevar a una mejor organización política, económica y social para las diferentes sociedades del mundo en el siglo XXI” proponiendo para ello, “elaborar el perfil de un nuevo socialismo participativo para el siglo XXI”

Esta grandísima (¿excesiva?) ambición implica “reconsiderar la propiedad justa, la educación justa y las fronteras justas” mientras nos encontramos en una fase de radicalización de las injusticias y desigualdades, a las que el investigador consagra numerosos tramos de su obra para rehacer la génesis.

Se remonta para ello hasta las “sociedades ternarias” en las que la población se dividía según su función guerrera, religiosa o laboriosa, porque “la estructura de las desigualdades en las antiguas sociedades ternarias radicalmente está menos alejada de la hoy existente de lo que a veces imaginamos”; y sobre todo, considerando el hecho de que “las condiciones de la desaparición de las sociedades trifuncionales, profundamente variables según los países, las regiones y los contextos religiosos, coloniales o postcoloniales, han dejado rasgos profundos en el mundo contemporáneo”

Su estudio de las sociedades coloniales y esclavistas le permite por su parte, establecer la “continuidad entre las lógicas esclavistas, coloniales y de propietarios”. Y mostrar la cuasi-sacralización de la propiedad que enraíza en el siglo XIX, a partir de la crítica a las sociedades de  orden, como se deriva del hecho de que, cuando la esclavitud es abolida, no son los esclavos los indemnizados, sino sus propietarios, Y eso pese a que esta decisión, en el caso británico, ha gravado al presupuesto del país y sobre-explotado a los contribuyentes ordinarios. Y en el caso francés, llevó a exigirle a Haití, bajo amenaza militar, el pago de una deuda inicua que gravó severamente toda posibilidad de desarrollo de la isla.

Esta inmersión profunda en la historia y amplia en la geografía, que los especialistas de esas épocas y países podrán sin duda criticar en detalle, le permite subrayar la diversidad de origen de las desigualdades, ya radiquen en la pesada herencia histórica vinculada a las discriminaciones raciales y coloniales y a la esclavitud (sobre todo en Brasil, África del Sur y también en Estados Unidos), bien sea en factores más “modernos” vinculados, por ejemplo, a la hiper-concentración de las riquezas petroleras, como en Oriente Medio que constituye actualmente la región más desigual del mundo.

Ante todo, ello le permite establecer que las desigualdades no son en absoluto naturales, culturales o civilizatorias; y que las trayectorias y bifurcaciones desiguales o igualitarias, pueden ser enormemente rápidas. Uno de los casos más sorprendentes es el de Suecia, país que pasó de una sociedad de órdenes a una “democracia hipercensitaria”, con derechos de voto proporcionales a la fortuna en la que un voto valía por cien, antes de convertirse en una de las sociedades más igualitarias del mundo.

El investigador subraya en esta ocasión que son “únicamente las movilizaciones populares notablemente eficaces, las estrategias políticas concretas, y las instituciones sociales y fiscales muy precisas, las que han permitido a Suecia el cambio de trayectoria”. En sentido inverso, los Estados Unidos, que se sitúan hoy en cabeza de la profundización del vértigo de la desigualdad, fueron, a partir de los años 30 hasta los 70, adelantados en el despliegue de impuestos progresivos masivos y de políticas de redistribución ad hoc.

A pesar de estos ejemplos históricos de la rápida erosión de los sistemas igualitarios o desiguales, a partir de comprobar donde la concentración de patrimonios no ha cesado de ser enormemente fuerte, ya sea en el siglo XIX, el XX o al inicio del XXI, ¿pueden las cosas realmente cambiar? En Francia la parte detentada por el 50% de los más pobres ha sido siempre extremadamente débil: en torno al 2% del total de patrimonios en el siglo XIX, apenas algo más del 5% hoy…

El período de reducción importante de las desigualdades mundiales en cualquier caso respecto a las clases medias, entre 1914 y 1970, señala a la vez que es posible una evolución masiva; pero esta reducción solo podrá hacerse en favor de las clases populares a condición de cambiar simultáneamente la escala y la naturaleza de la lucha por la igualdad. Para ello Piketty apunta una propuesta radical: un cambio profunda de las relaciones de propiedad, que no sea una extensión infinita y autoritaria del dominio de la propiedad pública tal como se hizo bajo el socialismo real.

Propiedad temporal y herencia para todos

Más allá de propuestas interesantes y en ocasiones ya formuladas, de reforzar la progresividad del impuesto sobre rentas y sucesiones; de desplegar una renta básica integradas en un dispositivo global sin sustituir la política social; de reinserción de los mercados en la línea de Karl Polanyi; o incluso de ampliación y profundización de la propiedad social de las empresas relacionada con la cogestión nórdica o alemana, el núcleo de la tesis pikettiana radica en la implantación de un impuesto anual y altamente progresivo “sobre la propiedad, para permitir financiar la dotación de capital para cada joven adulto y desplegar una forma de propiedad temporal y de circulación permanente de los patrimonios” Esta imposición anual de los patrimonios importantes permitiría una “difusión patrimonial”, que constituye hoy simultáneamente, el ángulo muerto y el callejón sin salida de toda la política contemporánea.

Esta herramienta fiscal tendría la ventaja de aplicarse a todos los activos, incluyendo los financieros, contrariamente al impuesto inmobiliario, y adaptarse con mayor rapidez a la evolución de la riqueza. Permitiría así no “esperar a que Mark Zuckerberg o Jeff Bezos cumplan 90 años para transmitir su fortuna y comenzar a hacerles pagar impuestos”. Si queremos que el 50% de lo más pobres detenten finalmente una porción no despreciable de las riquezas nacionales, necesitaremos para eso “generalizar la noción de reforma agraria transformándola en un proceso permanente incluyendo al conjunto del capital privado”.

Thomas Piketty llega incluso a establecer un esquema exhaustivo de esta evolución fiscal y mental. El impuesto anual sobre la propiedad y el impuesto sobre sucesiones, aportarían en total en torno al 5% de la renta nacional; cantidad que se emplearía totalmente en financiar una dotación en capital dedicada a los jóvenes adultos, por ejemplo de 25 años, en forma de “herencia para todos”; mientras que, el 50% de los más pobres hoy no reciben casi nada. Esto permitiría también un rejuvenecimiento de los patrimonios “lo que permite pensar que sería algo excelente para el dinamismo social y económico”

Este impuesto no sustituiría al impuesto progresivo sobre la renta, en el que el investigador incluye las cotizaciones sociales y una tasa progresiva sobre las emisiones de carbono, permitiendo alcanzar casi el 45% de la renta nacional pudiéndose con ello financiar la totalidad del gasto público, en concreto la renta básica y sobre todo el Estado social: salud, educación, jubilaciones,…

Este sistema designado con los términos de “socialismo participativo”, se basa en una propiedad social ampliada y en la invención de una propiedad temporal, según Piketty, no tiene “ya gran cosa que ver con el capitalismo privado tal y como lo conocemos actualmente”. Constituye en su opinión “una superación real del capitalismo” que permite trazar otra ruta, que no sea, ni el endurecimiento de la ideología del propietario, ni la retirada nativista.

“Alguna de las conclusiones obtenidas pueden parecer radicales”, escribe el investigador, Y así sin duda las recibirán los socialdemócratas a quienes la obra parece en principio destinada, si hemos de creer el masivo plan de comunicación de la obra imponiendo un embargo al 12 de setiembre, excepción hecha de los principales medios de la socialdemocracia; a saber, Le Monde, Obs y France Inter.

Sin embargo, la obra de Piketty, también obligará a posicionarse a la izquierda radical, y sobre todo a responder a la afirmación del autor, según la cual ciertas formas de organizar las relaciones de propiedad en el siglo XIX, “pueden suponer una superación del capitalismo mucho más real que la vía consistente en prometer su destrucción sin preocuparse de su sustituto”.

No obstante, antes de que llegue a ser lo que pretende, a saber: un “antídoto a la vez contra el conservadurismo elitista y la esperanza revolucionaria de la gran noche” la obra del autor enfrenta el deber de superar dos tipos de límites: la definición estricta que propone a la vez del capital y de la ideología; y la política adecuada a desplegar para lograr que tal edificio revolucionario en términos fiscales e ideológicos, no se convierta en una fábrica de gas de papel.

En efecto, la ambición de Piketty es tan loable como rara, dado que incluso los partidos de la izquierda radical apenas han producido, al margen de algunas consignas, auténticos proyectos para salir del capitalismo real. En tanto se trata de la condición sine qua non para acabar con el desastre climático, social y político contemporáneo, subsiste una duda sobre los medios teóricos y prácticos que el autor ofrece realmente al final de 1.200 páginas que pretenden, precisamente, ofrecer soluciones concretas para el análisis de situaciones concretas, parafraseando a Lenin.

La lógica de acumulación permanece intacta

El primer interrogante se refiere a la definición de los términos que dan título al libro,”capital” e “ideología”, y la dialéctica posible entre ambas nociones. Si la aportación principal de la obra lleva a una redefinición de la noción misma de propiedad, reduce muy a menudo, la noción de capital a la de patrimonio. Arriesgándose a privarse de los medios de “superar al capitalismo”, como trata de proponer. El capitalismo se apoya en una lógica de acumulación y una explotación del trabajo para el beneficio y en la obra estas no se ponen claramente en entredicho.

Desde luego, la extensión de la propiedad social, reforzando la democracia en las empresas, reduce la autonomía del uso de la plusvalía realizada, en tanto que la invención de una propiedad temporal debilita la acumulación de capital. Pero esto no permite erosionar esos dos pilares del capitalismo, sin que paralelamente, la necesidad de acumulación del capital se reduzca por el despliegue de un modo alternativo de respuesta a las necesidades de la sociedad.

Ahora bien, Thomas Piketty, estima que la cuestión de las desigualdades es la clave universal para resolver la cuestión social, la ecológica y para superar al capitalismo. Así pues, si la necesidad de acumulación no desaparece; dicho de otra forma, si el funcionamiento de la economía sigue dependiendo de esta acumulación para producir valor, entonces el hermoso edificio del autor corre el peligro de tambalearse. En efecto, nada garantiza que el despliegue de un impuesto anual sobre el patrimonio que permita su circulación baste para acabar con la necesidad de acumulación de capital, ni con los efectos de alienación y dominación propios del capitalismo.

Si la sociedad continúa funcionando con el modo actual, incluso con menos desigualdades, la necesidad de acumulación para financiar el empleo, la inversión o la innovación, solo podrá, in fine, llevar a ejercer una presión sobre la fiscalidad del capital. Sobre todo, la presión ejercida por los capitalistas sobre el empleo, llevará necesariamente a reequilibrar la política a su favor.

No es cierto que el armazón de Piketty permita, incluso dando más peso a los asalariados en las empresas, modificar la dialéctica entre trabajo y capital susceptible de trastocar el hipercapitalismo actual. Un elemento de la obra apunta esta inquietud: la superación del capitalismo solo debe lograrse con mesura en las PME. En las pequeñas empresas, Thomas Piquetty defiende un poder sólido del capital, en nombre de los “sueños” del patrón que aporta su capital, mientras que el asalariado, podría irse “de un día para otro”. Extraño cuadro que constituye precisamente la justificación actual del poder del capital sobre el trabajo, pero que mantiene su lógica en la medida en que el capitalismo siga funcionando como antes, mediante extracción de plusvalía, circulación y acumulación.

La otra perplejidad concierne al segundo término del título elegido por Thomas Piketty. Juntar así “capital” e “ideología”, cuando su libro precedente solo incluía en su portada el primer término, es una forma para el economista de formación como es, en insistir, como lo hace en todo el contenido del libro, en la idea central de que la ciencia económica no puede existir fuera de las ciencias sociales. Nada de lo económico puede entenderse sin estudiar los subyacentes sociológico, político e histórico.

Aunque poco específico en sus referencias, Thomas Piketty se inscribe en la tradición heterodoxa que insiste en la importancia de las instituciones y se opone al carácter “natural” de la economía. Contrastar esta “naturalidad” con la prueba de la historia le permite acabar con tal mito y es la principal virtud de la larga, y en ocasiones laboriosa, serie de descripciones históricas de la obra. Siempre es útil recordar esta sana verdad de que el régimen económico presente no es fruto de un destino ineluctable, orgánico y metafísico, sino de opciones humanas, susceptibles de modificarse.

Esta inquietud ¿bastaría para entender lo que es una ideología, considerando que el autor apenas se somete a discusiones con los filósofos que han dilucidado esta cuestión? Thomas Piketty afirma que “las desigualdades son de origen ideológico y político”, insistiendo sobre “la autonomía” de esta esfera del relato en su acción sobre lo real. Invierte y “reformula” así el texto del Manifiesto del Partido Comunista pretendiendo que en adelante “la historia de toda sociedad hasta nuestros días solo ha sido una lucha de las ideologías y de la búsqueda de la justicia”. Así pues, una búsqueda intelectual.

También afirma en varias ocasiones que “toda la historia de los regímenes desiguales muestra que lo son ante cualquier movilización social y política y los experimentos concretos que permitan el cambio histórico”. Dicho de otro modo: son más bien las condiciones reales de existencia las que implican reacciones y hacen progresar la historia.

Esta tensión se vincula al bloqueo del paradigma fordista de los años 1930-70 que Thomas Piketty rechaza todo el tiempo. Sin embargo, si este período acabó, ante todo fue porque no respondía ya a su función primaria que había llevado a su creación en los años 30: precisamente la de salvar al capitalismo de sus excesos. El autor lo confiesa: desearía recuperar el hilo de la historia en los 70, en el momento del frenazo del progreso socialdemócrata. No obstante, este paro no es un accidente de la historia. Es el resultado del fracaso de la visión socialdemócrata “evolucionista” del capitalismo hacia una superación pacífica y gradual, fracaso tan evidente como el derrumbe de la economía soviética.

Si el libro de Piketty sufre con la dialéctica capital ideología en toda la amplitud de ambos términos, es porque está atrapado por un espectro, el de Marx, que rehusa tomar plenamente en serio incluso cuando el pensador de Tréveris plantea cuestiones ineludibles para su objetivo y esenciales para sus proposiciones, a partir del momento en que denomina a su obra Capital e ideología…

Así, ¿podemos considerar que la cuestión de las desigualdades puede resolverse independientemente de los conceptos de alienación y explotación? Mientras el trabajo efectivamente pierde el control sobre su producto en beneficio del capital, las propuestas de Thomas Piketty se debilitan. A menos que este último espere a que simplemente pueda “comprar” de algún modo la adhesión de los asalariados a esta alienación mediante menos desigualdades. Pero la historia, en particular la de los años 1960 y 70, muestra precisamente lo contrario.

Finalmente, es el gran pesar que deja su lectura: la falta de una teoría del valor y sin duda también una teoría monetaria, a la altura de la ambición del libro. Es lástima que no haya tenido un auténtico diálogo con Marx, como con los teóricos neoliberales o post keynesianos. Esta falta es lamentable porque las desigualdades como bien muestra Piketty, son un medio poderoso para destacar y articular la necesaria superación del capitalismo. A condición de ir más allá de la cuestión de la propiedad, como por otra parte lo hacen algunos teóricos, sobre todo más allá del Atlántico, y sin olvidarse de las formas concretas de salida del capitalismo experimentadas a escala local.

“Coalición igualitaria” e “izquierda brahmánica”

Aunque deseables respecto a lo existente, la eficacia y la radicalidad de las soluciones de Piketty corren el riesgo de mostrarse más limitadas de lo esperado, cuando se las compara con el conjunto de lectura más crítica de los fundamentos últimos del capitalismo. Y este límite teórico a la ambición de la obra se acentúa con una interrogación política sobre las formas de desplegar tales medidas.

El autor en la última parte de la obra, reflexiona sobre las condiciones necesarias para que una nueva “alianza igualitaria” recuperando de cero el programa malogrado de la socialdemocracia,  y realice la revolución fiscal que se propone. Lo que supone, en primer término, recuperar a las clases populares desarraigadas de los partidos de izquierda.

En efecto Piketty recuerda hasta que punto la izquierda electoral, en otra etapa sobrerrepresentada entre los ciudadanos menos provistos en patrimonio, ingresos y titulaciones, obtiene ahora sus mejores resultados entre los más instruidos. Asocia esta “vuelta” al surgimiento de un “sistema de élites multiples”, en el que los “ganadores del sistema educativo” votarán a la izquierda (lo que designa con los términos de “izquierda brahmánica”), mientras que la derecha electoral, bautizada como “derecha mercantil”, seguirá atrayendo “las más elevadas rentas  patrimoniales”.

En este esquema, las capas populares han quedado huérfanas de representación política. Si algunas fracciones, de hecho más a la derecha, han podido verse atraídas por las sirenas “nativistas” que abonan el rechazo a la inmigración postcolonial, otras han salido simplemente del juego electoral engrosando las filas de los abstencionistas. Las propuestas de Thomas Piketty ¿pueden constituir la base de una coalición igualitaria que recupere un voto popular liberado de la explotación identitaria fijada férreamente, sobre todo en el ámbito étnico-racial y religioso? Ahí todavía, la ambición del investigador corre el riesgo de topar con ciertos límites.

En efecto, el economista dialoga más bien poco con la producción contemporánea en ciencia política, aunque se fije el objetivo, en la última parte de su obra, de “rehacer las dimensiones del conflicto político”. En este asunto, como diplomáticamente subraya la electoralista Nonna Mayer, hay ya disponibles una plétora de trabajos, de los que Mediapart, se ha hecho eco en ocasiones. Comportándose como un catalizador más que como un continuador o un polemista crítico, Piketty se ahorra matices y discusiones que hubieran podido haber enriquecido su aportación.

Por ejemplo, algunos trabajos han mostrado que el alejamiento de los obreros respecto a la izquierda, ha precedido a la experiencia del poder, lo que Piketty considera que constituye un momento de transición provocando un sentimiento de abandono. En el caso francés, Florent Gougou sitúa el inicio de esta dinámica en las elecciones legislativas de 1978, cuando el PS y el PCF se situaban en plataformas radicales y aún no habían tenido tiempo para decepcionarles. El investigador pone en evidencia que el motor del cambio fue ante todo generacional: las nuevas cohortes de obreros se socializaron en contextos materiales e ideológicos diferentes de sus ancestros y de ahí los comportamientos electorales diferentes.

Tener in mente la cronología del alejamiento permite medir la amplitud del desafío planteado a la izquierda en su relación con las capas populares, en la medida en que la simple restauración de un discurso pro-redistribución, no bastará probablemente para convencer a las capas sociales que han sufrido tres decenios de crisis económica. Ha ocurrido una evolución estructural que supera con creces los efectos de los ciclos de gobierno. Piketty destaca claramente el carácter gradual de esta pérdida de audiencia de la izquierda, y de la tendencia contraria al acercamiento a la misma de los más titulados. Más bien es para sacar la conclusión de que “la izquierda electoral ha pasado del partido de los trabajadores al partido de los titulados sin realmente haberlo deseado y sin que nadie haya estado en posición de decidirlo”

Para un lector francés que haya vivido los debates respecto a la nota de Terra Nova en 2011, la afirmación puede sorprenderle. Incluso puede remontarse hasta los años 60 para encontrar en Jean Poperen, futuro nº 2 del PS, una alerta contra la tentación “social-tecnócrata”. Señalando el ascenso de una “burguesía técnica” amenazando con reproducir la subordinación de los trabajadores ordinarios, temía “el encadenamiento” de estos últimos “al carro de los organizadores, managers oficiales <del>capitalismo”. Resulta difícil defender el efecto sorpresa…

La categoría de “izquierda brahmánica” tampoco parece convincente del todo. El economista ciertamente pretende señalar el riesgo de elitismo que acecha este campo, y llama a remediarlo mediante una agenda socio-económica capaz de reunir a las clases medias y populares contra las rentistas. Sin duda se juntarán más en este plano donde pueden construirse alianzas, que en el de las cuestiones culturales (leer la entrevista con Line Rennwald).

Pero el hecho de importar un vocabulario de castas indias para analizar la estructura sociopolítica occidental parece arriesgado, tanto, que más allá de la metáfora, las categorías titulados así mostradas no implican una élite a situar en el mismo plano que la de los propietarios, a excepción de en términos numéricos. Habiendo aumentado claramente en el conjunto de la sociedad el nivel de formación, era indispensable para la izquierda hacerse también la representante de capas socio-demográficas con mayor peso electoral al contrario de los más ricos detentadores de capitales. Además, los graduados son también trabajadores, lo que no hace menos indispensable una alianza con el asalariado ejecutor.

Por otro lado, una parte creciente de los “brahmanes” no convierten tampoco su nivel de diploma en comodidad, estabilidad y poder de decisión. Así pues, es justamente en reacción a un sistema capitalista cuya crisis afecta ahora a capas enteras de las clases medias, cuando estas últimas proporcionan batallones de una nueva izquierda ofensiva con la que Piketty se solaza en su libro y que encarnan las figuras de Podemos o de los Demócratas socialistas como  Ocasio-Cortez.

Arriesgadas propuestas fiscales, o incluso de igualación de los gastos de enseñanza per cápita, ¿estarán a la altura de tal época? Todo depende de la interpretación hecha del recorrido respectivo de la democracia y del capitalismo a lo largo de los ciento cincuenta últimos años. Ahí, todavía merecería hacerse una discusión más profunda.

En efecto, Piketty estima que sus propuestas se inscriben en la corriente de un “movimiento hacia el socialismo democrático que transcurre desde fines del XIX”, interrumpido por la revolución conservadora de los años 80 y la caída del comunismo. Algunos politólogos, como el malogrado Peter Mair, consideran por ello que el auténtico paréntesis fue el de los tres decenios de postguerra, denominados los “treinta gloriosos” en Francia. Un período durante el cual las democracias liberal-representativas, fueron particularmente estables e inclusivas, gracias a los compromisos facilitados por niveles de crecimiento históricamente excepcionales (lo que el propio Piketty mostraba en su obra precedente.

Bajo este prisma, el endurecimiento neoliberal demostrará más bien la vuelta a un juego político de suma cero entre intereses sociales antagónicos. Los intentos de justicia fiscal podrían por tanto toparse con resistencias acérrimas que necesitarían, para ser superadas, un grado de conflicto muy alejado de las aspiraciones del autor a un cambio pacífico y progresivo.

 

*Joseph Confavreux, Fabien Escalona y Romaric Godin son periodistas de Mediapart, Francia.

El artículo original se puede leer aquí