Por Jaime Manrique

Bill Sullivan y yo nos conocimos en Julius’, un bar en el Greenwich Village de Nueva York, el 4 de julio de 1977. Estaba sentado en el bar, agregando agua a mi whisky para que durara, y fingiendo que leía El último puritano de George Santayana, que me pareció un título impresionante para atraer a un novio inteligente. ¡Funcionó! Cuando nuestros ojos se encontraron, Bill dijo: «Nunca he visto a nadie leyendo un libro en un bar».

Esa noche, Bill y yo comenzamos una relación épica que, a pesar de muchos altibajos, duró 33 años. Tenía 27 años, y vivía la vida de un escritor latinoamericano indigente que era un recién llegado a la ciudad. Bill tenía 34 años, varios años de graduado, ya había expuesto su trabajo en galerías del centro de la ciudad, y estaba preparando lo que sería su primera exposición en el centro de la ciudad en G. W. Einstein (una galería que ya no existe). En ese momento Bill estaba pintando casi exclusivamente el río Hudson, y el incipiente horizonte de Nueva Jersey, desde los pilares de madera en ruinas en el West Village, y también desde las ruinas de la West Side Highway (que décadas más tarde se convirtió en la High Line). Antes de convertirse en pintor de paisajes y ciudades, maestro de la luz, Bill había pintado una serie de gays y lesbianas con los que había formado «familias» en su loft de la calle 27, cerca de la 7ª Avenida. Muy pocos de esos cuadros sobreviven.

Hace unos dos meses, la Carrie Haddad Gallery de Hudson, Nueva York, recibió una pregunta de Irlanda sobre si podían identificar un retrato como un Bill Sullivan. Solicité una fotografía a la galería e inmediatamente reconocí la inconfundible firma de Bill. También reconocí el candelabro – justo a la izquierda de la persona- que Bill poseía hasta su muerte. El retrato está fechado en 1970, año en que Bill tuvo su primera exposición individual en la Galería Bowery. Pocas personas saben que en su adolescencia, Bill se había enamorado de las pinturas de El Greco y Velázquez. Cuando le mostré la foto del retrato a Isaías Fanlo, de inmediato dijo: «Me recuerda a El Greco».

El dueño de la pintura en Irlanda quería venderla, y yo sabía que tenía que comprarla. Cuando llegó a mi apartamento, me sorprendió que fuera mucho más grande de lo que pensaba. También estaba en perfectas condiciones, como si hubiera sido pintado en 2019, no hace casi 50 años.

Le pregunté a Erin Clermont, que era una amiga cercana de Bill en ese entonces, si podía identificar a la persona, y me dijo: «Probablemente era uno de los jóvenes guapos de los que Bill siempre estuvo enamorado». Para mí está claro que sólo un pintor enamorado de su sujeto podría haber captado la expresión maliciosa pero íntima en los ojos de la persona sentada; y sólo alguien que hubiera deseado a este apuesto joven podría haber pintado su labio inferior de color rojo y tan carnoso y seductor. Hay algo muy conmovedor en el joven cuyos ojos brillan con el resplandor que adquirimos cuando estamos enamorados.

La pintura ahora cuelga en mi pequeña sala de estar/estudio en el West Village. Esto abruma completamente a todas las demás pinturas y objetos de la sala. Desde su llegada, he escrito en mi cabeza varias historias sobre la identidad de este joven. ¿Quién era él? ¿Todavía está vivo? ¿Cuánto tiempo duró su aventura/relación/momento de amor con Bill? ¿Días? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Cómo terminó el cuadro en Irlanda? ¿Y cómo, casi cinco décadas después, me llegó sin un solo rasguño, sin una arruga?

Me resulta imposible no pensar en la inmortal novela de Oscar Wilde El retrato de Dorian Grey, excepto que en este caso somos nosotros (Bill, yo, y tal vez el chico, si todavía está vivo) los que hemos envejecido. Al igual que nuestro mundo, tan diferente de finales de los 60 y principios de los 70, cuando éramos jóvenes, soñando utopías, empeñados en cambiar las viejas estructuras inútiles y los prejuicios, y en crear nuevas formas de interactuar unos con otros. Sin embargo, el chico del retrato de Bill conserva una especie de inocencia, una chispa, un aire incorrupto, atrapado para siempre en el esplendor de su juventud.

Feliz 42 aniversario, mi querido Bill. Siempre dijiste que la noche en que salimos de Julius’ había fuegos artificiales y que continuaron los años en que compartimos nuestras vidas. Te has ido de este mundo, pero tu arte sigue diciendo tu verdad.


JAIME MANRIQUE es un novelista, poeta, ensayista y traductor colombiano que escribe tanto en inglés como en español, y cuya obra ha sido traducida a quince idiomas. Entre sus publicaciones en inglés se encuentran las novelas Colombian Gold, Latin Moon in Manhattan, Twilight at the Equator, Our Lives Are the Rivers y Cervantes Street; también ha publicado las memorias Eminent Maricones: Arenas, Lorca, Puig and Me. Sus honores incluyen el Premio Nacional de Poesía de Colombia, el Premio Internacional del Libro Latino 2007 (Mejor Novela, Ficción Histórica), y una Beca Guggenheim. Es un distinguido profesor del Departamento de Lenguas y Literaturas Modernas y Clásicas del City College de Nueva York. Like This Afternoon Forever es su última novela.


Traducción del inglés de: Antonella Ayala