Hoy, sin siquiera haber leído los periódicos, ya sé que no escribirán mucho sobre lo que sucedió ayer en Roma en el vecindario de Primavalle, sé que no se dará mucho espacio a las vidas de las personas que pertenecen a unas ochenta familias literalmente arrojadas a la calle a instancias del Viminal de Matteo Salvini, y sin la Junta de Raggi luchando para encontrar una solución real.

También sé que varios de esos periódicos que escribirán sobre lo que sucedió ayer en Roma, esos mismos periódicos que se identifican con aquellas fuerzas que desde hace mucho tiempo invocan «seguridad», «legalidad», «tolerancia cero», «orden», fuerzas que están ahora en el gobierno y han votado por dos decretos de seguridad para aplicar su idea de seguridad y legalidad. Esa idea de seguridad dictada por su percepción de la vida, desde el punto más alto de su seguridad, de sus fortalezas doradas, desde debajo de su armadura de rinoceronte, desde su visión única del mundo que aplica su concepto de tolerancia cero y orden, pero eso sí, solo aplicada a los pobres, solo a los más débiles, solo a aquellos que se han quedado atrás por algún tiempo.

Sé bien que dirán que estas 340 personas expulsadas ayer a la calle en Roma son los «ilegales», los «abusivos», feos, sucios y malos.

Sé bien que a estas personas, a más de haberles quitado el derecho a la vivienda y de tener un poquito de dignidad en sus vidas, como el derecho a un techo bajo el cual refugiarse, les arrebatarán también la imagen de humanidad y de persona; siempre se debe tratar de deshumanizar al otro, reducirlo a una cosa, reducirlo a un problema, destituirlo como persona, despojarlo de sus sueños y esperanzas, para poder describirlo como un «no humano» o, a lo sumo, un «subhumano», una «cosa cualquiera» que dificulta la legalidad, la seguridad, el orden, etc.

Para algunos, al menos de quienes leo ciertos discursos compartidos en las redes sociales, y por los que siento vergüenza ajena por el mero hecho de leerlos, parece incluso que sería mejor si esta parte del mundo y la humanidad simplemente no existiera, que pudieran «borrarse», así, gracias a un decreto sicurezza tris tal vez.

Para infundir su idea de seguridad, al estilo goebbeliano, obviamente ocultarán que entre estas personas, muchas de ellas, vivieron en esa escuela durante casi veinte años; no les dirán que tienen hijos que asistieron a la escuela como nuestros niños, justo allí, en una escuela cercana; no les dirán que sin nada y con pocos recursos, fue allí en esa antigua escuela abandonada, que estas personas, estas familias, se arremangaron y trataron de juntos construir y dar sentido a su existencia, al igual que cada uno de nosotros hace cada bendecido o maldito día.

Ni siquiera les dirán que ayer mientras estaban desahuciando, los niños pasaron en fila dentro de un cordón policial con sus libros escolares en sus manos y, a pesar de todo, mostraron coraje, con la cara en alto; nos le dirán que entre esta gente habían personas mayores, ni más ni menos como nuestros padres o nuestros abuelos, ni les dirán que entre ellas hay personas discapacitadas, algunas de ellas en sillas de ruedas, que viven más que de los subsidios estatales, de esa humanidad y solidaridad que se había creado entre esas ochenta familias pobres, y una especie de red espontánea de personas solidarias y voluntarios.

No le dirán que su único delito fue vivir en una escuela en desuso de la Municipalidad de Roma, de la que ni siquiera se ocuparon durante años, que antes de la ocupación fue abandonada, y que antes de que la habitaran era verdaderamente un lugar de degradación y sin control ni seguridad.

Ellos omitirán que esa escuela en desuso, descrita como un lugar en ruinas y no adecuada para el «decoro» ciudadano, en realidad desde hace años, era su único hogar; que sus hijos estudiaban allí, sus ancianos y discapacitados encontraron refugio allí; que regresaban por la noche para encontrar un plato caliente para compartir juntos, vivían allí, conversaban, se ayudaban mutuamente compartiendo lo que podían; allí estaba su último refugio del mundo, el mismo mundo que se llena la boca con las palabras «seguridad», «orden», «limpieza» y «decoro», pero que aparentemente no solo no se preocupa por nada de lo último, sino que a través de un manejo injusto e inequitativo de las instituciones, hasta al último y al más pobre, le cortan las piernas, les montan obstáculos, les quitan su dignidad, sus derechos, incluso cuando intentan dar con una respuesta de supervivencia por sí mismos, cuando intentan organizarse para bien o para mal, por su propia cuenta, es ahí cuando nace el problema de «legalidad», de «decoro», de «seguridad».

Pero de cómo se ha llegado a dejar de lado partes cada vez más grandes de humanidad y la población, nadie se pregunta, nadie en esos momentos se pregunta cómo una sociedad que dice serlo, ha llegado a obligar a muchas personas a vivir en una escuela en desuso, a pesar del hecho de que en la base de nuestra sociedad y de nuestro orden hay una constitución que establece que todos tienen derecho a un lugar digno para habitar.

Una constitución popular traicionada y despreciada en todos los sentidos, pisoteada de una manera que va mucho más allá de la ilegalidad.

No, esto no se los dirán… porque el derecho a la vivienda, consagrado en la constitución y que tiene una historia y tradiciones de años arraigadas en Roma, primero debe ser deshumanizado, para luego ser considerado una «ilegalidad» a la cual aplicarle la «tolerancia cero».

No les dirán que recientemente la junta del consejo en que la figuran desde los concejales hasta la casa Baldassarre, no votó a favor de implementar una resolución regional para destinar 200 millones de euros a la construcción de viviendas públicas.

Tampoco les dirán que la única alternativa ofrecida a estas 340 personas, una verdadera comunidad que vivió junta entre familias tratando de ayudarse, fue ofrecerles la posibilidad de ir a centros de primera cogida, casas familiares y albergues populares, dispersos por toda la provincia de Roma y en una situación temporal, es decir, un mes en un lugar, tres semanas en otro y así sucesivamente según exista disponibilidad. Las soluciones obviamente no fueron aceptadas por la gran mayoría de estas personas, porque esto en realidad implica su desarraigo de un contexto en el que, de alguna manera, pudieron encontrar, si no una forma de vivir con dignidad, como dice nuestra constitución y garantizarían, al menos una forma de sobrevivir.

Solo les dirán que eran ilegales, feos, sucios y malos; que echarlos a la calle significa mayor seguridad para todos; que es la lucha contra la degradación, que es orden… que es limpieza.

Solo les dirán que la seguridad y la legalidad se aplican únicamente cuando los ricos las imponen por la fuerza a los pobres; incluso con violencia, cuando estas personas pobres se encuentran en una situación de necesidad, y con más fuerza, inflexibilidad y determinación, cuando ellos no puedan defenderse. Mientras que ellos, los ricos, tienen todo, cada derecho y cada privilegio; y, sin embargo, la legalidad nunca la respetamos, y nuestra constitución nos pisotea y nos escupe continuamente, todos los días.

Finalmente, no les dirán que su concepto muy personal de seguridad solo funciona mientras nos vea a todos divididos, hasta que creamos que menos derechos para los demás significa más derechos para mí; hasta que creamos que la injusticia y la inequidad solo afectan a los demás y nunca a nosotros.

Recuerdo una vieja película que mi padre siempre miraba cuando la pasaban en la televisión: «Para quién suenan las campanas», basada en una novela de Hemingway, ambientada durante la guerra civil española. En una escena se oye una campana en la distancia que suena, anunciado que alguien había muerto; uno de los protagonistas se detiene por un momento y se pregunta para quién sonaba esa campana… el otro responde: «Toda muerte humana me reduce, porque soy parte de la humanidad. Por lo tanto, nunca más se pregunten para quién suena la campana…

Esta suena para ti».


Traducción del italiano por Melina Miketta