Los sentimientos antieuropeos comenzaron a manifestarse con el surgimiento de la crisis. De repente descubrimos la triste cara de una Europa desprovista de política social y experimentamos la cara cruel de un euro plenamente gestionado por el mercado y la competencia. Cuando se eligió al mercado como juez supremo del valor del euro y amo absoluto del crédito, la atención a los ciudadanos desapareció y surgió la preocupación por los humores del mercado. Esto es en particular en lo que se refiere a las cuentas públicas, ya que los inversionistas solo conceden préstamos únicamente a aquellos que demuestren ser deudores fiables. De esta manera  Europa se ha convertido en un gendarme que siempre está dispuesto a imponer la contención del gasto público para asegurar que el dinero siempre se encontrará disponible para los bancos e inversionistas. Inevitablemente, la cuchilla cayó sobre las pensiones, los subsidios de desempleo, los servicios públicos, alimentando una gran ira popular porque el desempleo se vuelve aún más insoportable si hay falta de subsidios, servicios gratuitos y otros paracaídas sociales.

La insatisfacción fue inmediatamente aprovechada por aquellos nostálgicos por el nacionalismo que, al convertirlo en un problema de bandera, propusieron como solución el retorno al capitalismo nacional. Pero si hemos visto cuánta desigualdad, represión de derechos, devastación ambiental ha sido capaz de producir capitalismo globalizado, no podemos ni siquiera olvidar cuántas guerras ha desatado el capitalismo nacional. Por lo que el verdadero avance no es estancarse en el polémico capitalismo nacional o en el capitalismo globalizado, sino ir más allá, hacia sistemas cada vez más abiertos que ya no están organizados para los mercados, sino para las personas.

Hablando de Europa, el verdadero desafío es salir del proyecto perseguido hasta ahora en el mercado común y emprender uno nuevo, uno de democracia e igualdad para los derechos de todos. No con palabras sino con hechos, a través de la adopción de instituciones, normas y mecanismos adecuados al propósito. Y es aquí donde deberíamos dar a un nuevo giro a Europa. La democracia ante todo. Europa no nace de la soberanía popular, más bien nace de la soberanía contractual. Es el resultado de acuerdos entre estados que establecieron a los tratados como la base de la nueva entidad. Al final, se han organizado de una manera similar a la de un condominio: los acuerdos basados en la administración común, la asamblea de condóminos para la solución de cualquier nuevo problema, el nombramiento de un administrador para la gestión diaria y la elaboración de propuestas para la aplicación de los acuerdos. Mutatis mutandi los acuerdos son los tratados, la asamblea de condominios es el Consejo de primeros ministros, el administrador es la Comisión Europea. En cuanto al Parlamento Europeo, establecido posteriormente, todavía no tiene una identidad clara. En la práctica, expresa opiniones y solo sobre determinadas cuestiones decide conjuntamente con el Consejo. Pero no tiene iniciativa legislativa, en el sentido de que no puede proponer el lanzamiento de nuevas medidas vinculantes. Sólo puede pedir a la Comisión que presente propuestas. No es lo mejor para un organismo por el cual el pueblo votó directamente. Es por eso que el primer paso hacia una mayor democracia podría consistir en conceder al Parlamento Europeo el derecho de iniciativa legislativa con la ampliación de los asuntos sobre los que decide conjuntamente con el Consejo de primeros ministros.

En tanto que Europa está a la defensiva en lo que concierne a los procesos democráticos, se enorgullece de los progresos realizados en materia de libertades, en particular en lo que se refiere a la libre circulación de personas, capitales y actividades productivas. Pero no todo lo que brilla es siempre oro. Toda libertad puede tener su efecto paradójico si no va acompañada de normas y contrapesos para evitar efectos indeseables. El caso de las actividades productivas es típico. La apertura de las fronteras en un mundo en el que los derechos y los salarios son profundamente desiguales ha provocado graves trastornos sociales: pérdida de puestos de trabajo en países de tradición industrial, auge del empleo  como en el siglo XIX en los países emergentes, disminución generalizada de los salarios, de los derechos y de la estabilidad del empleo. En un contexto en el trabajo se considera sólo un costo a reducir, las empresas libres inevitablemente transfieren la producción a salarios más bajos y a derechos menos protegidos. Es la ley del beneficio, que no es una excepción en Europa, dado que los niveles salariales oscilan entre una media de 42,7 euros por hora en Dinamarca y 4,9 euros en Bulgaria. Y como la preparación técnica también es importante para las empresas, los países que más se han beneficiado del bajo nivel salarial han sido los de Visegrád con una buena preparación escolar: Polonia, Eslovaquia, República Checa, Hungría, con salarios con un promedio entre 11 y 9 euros por hora. En Italia, solo para tener un punto de referencia, el salario medio es de 28 euros por hora. Y los efectos se pueden ver: si en 2000 las inversiones productivas extranjeras en Italia registraron un saldo positivo de 6.700 millones de euros, en 2014 encontramos un saldo negativo de 12.000 millones. Los países de Visegrad, que tienen una tendencia contraria, han mostrado una constante tendencia positiva durante las dos últimas décadas. En particular, Hungría y Polonia son los dos principales competidores que intentan atraer a empresas extranjeras con todo tipo de incentivos. Hungría incluso cerró el año 2018 con una ley bautizada rápidamente como la «ley de esclavitud» húngara que eleva las horas extras a 400 horas al año y permite a las empresas aplazar el pago hasta tres años. Pero sabiendo que las empresas también son muy sensibles a los impuestos, en 2017 Hungría redujo su impuesto de sociedades al 9%, el más bajo de la Unión Europea. Y no es casualidad que incluso en Italia el impuesto de sociedades haya pasado del 35% en 2000 al 24% en 2017. Es una clara señal de cómo la libre circulación de capitales y actividades productivas ha desencadenado una carrera a la baja no sólo de los salarios, sino también de los impuestos, con efectos negativos sobre la dignidad de los trabajadores y la soberanía de los Estados. La única forma de detener este peligroso juego que masacra es aumentar la uniformidad salarial y fiscal a escala europea. En otras palabras, todos los países europeos deberían estar sujetos a criterios comunes para fijar los salarios mínimos y nunca deberían caer por debajo de los tipos impositivos acordados. Esto sólo puede lograrse si revisamos los tratados para incluir la cuestión salarial (segundo desafío) y la fiscal (tercer desafío), que actualmente están excluidas de ellos.

Y, por último, el cuarto desafío, el del Gobierno del euro, que es tan crucial para la gestión de la deuda pública. Si Europa ha permanecido tan obstinadamente aferrada a la austeridad es porque ha privado a los estados de cualquier posibilidad de crédito que no sea el mercado. Sin nadie más a quien recurrir para financiar sus déficits, los gobiernos no tienen otra opción que someterse a los dictámenes de los acreedores. Pero la alternativa existe y está presente en todos los principales países del mundo. Se denomina Banco Central con capacidad de crédito prácticamente ilimitada, ya que es el máximo emisor de dinero.  Y fue precisamente el miedo, del cual se puede abusar, el que llevó a Europa a crear un muro entre los gobiernos y el Banco Central Europeo. Pero ahora hay que derribar ese muro porque es como una puerta de barrotes en caso de incendio. Fuera de toda metáfora, el Tratado de Maastricht debe ser modificado para permitir a los gobiernos tener acceso directo a la financiación del Banco Central Europeo. No sería una medida económica, sino social: una póliza de seguro de vida para los ciudadanos europeos para protegerlos del mal tiempo económico. Un deber para una institución que en su acto constitutivo afirma querer luchar contra la exclusión social y promover la justicia y la protección social.


Traducción: Ana Gabriela Velásquez Proaño