«La legisladora Ilhan Omar, que este año asumió su cargo en representación de Minnesota, afirma que las amenazas de muerte en su contra aumentaron en número. Eso ocurre desde que el presidente Trump publicó en su cuenta de Twitter un video que yuxtapone la imagen de Omar con imágenes de los atentados del 11 de setiembre de 2001. Trump publicó el video el viernes con la leyenda “NUNCA OLVIDAREMOS”. La publicación de Trump intercala un video de las Torres Gemelas en llamas con un video de Omar hablando de los crecientes ataques a la comunidad musulmana estadounidense después del 11 de septiembre. Los comentarios de la legisladora Omar fueron originalmente sacados de contexto y circularon en medios de derecha, como The Daily Caller y Fox News.»
Democracy Now, 16/04/19

 

Por Álvaro Guzmán Bastida/Ctxt

La congresista musulmana de origen somalí calibra el nivel de profundidad de la emergente izquierda estadounidense

El criminal de guerra no daba crédito. Había eludido el escrutinio público tras su enésima resurrección política. Desde que el presidente Trump lo nombrara representante especial para Venezuela, apenas se había hablado del papel de Elliott Abrams como encubridor en jefe de violaciones de derechos humanos. Los medios no habían sacado a colación El Mozote. La oposición no había reparado en los 80.000 muertos de El Salvador, ni en su defensa férrea de Roberto d’Aubuisson, asesino intelectual del arzobispo Óscar Romero. También permanecía en el olvido su papel de vocero de la guerra sucia en Nicaragua, así como su recaudación en bancos suizos de fondos del sultán de Brunéi para luchar contra el comunismo por encima del veto del Congreso estadounidense a financiar las Contras. Apenas surgieron reparos a su labor de pionero de la justificación de la mentirosa y cataclísmica Guerra de Iraq. Ahora, en su primera comparecencia parlamentaria, tocaba debutar como anestesista en jefe de la intervención en las aguas del Caribe, convenientemente salpicadas de petróleo. Todo marchaba viento en popa.

De pronto, el presidente de la comisión de Exteriores de la Cámara de Representantes dio la palabra a una congresista novata, con apenas dos meses en el cargo. “¿Señora Omar?”

La mujer, de 37 años, carraspeó mientras agradecía al resto de miembros de la comisión. Le temblaba algo la voz. Sus tiernas manos sujetaban la vara arqueada del micrófono, de apenas diez o doce centímetros y bien asentado al atril, como queriendo asegurarse de que los prohombres de la sala oyeran lo que estaba a punto de decir. “Señor Abrams”, prosiguió. Poco a poco se iba soltando, levantando con más frecuencia la vista de sus notas. “En 1991 se declaró usted culpable de dos delitos de ocultar información al Congreso en relación con su participación en el caso Irán-Contra, de los que luego le indultó el presidente George H.W. Bush”, arrancó con un leve acento del África oriental. Apenas un fino estampado blanco y un leve piercing en la nariz rompían la negritud que había elegido para la ocasión; también la no elegida: la de su vestido y su hiyab, la primera que se había visto en el Congreso de los Estados Unidos; la del esmalte de sus uñas; la de su delicada piel.

A Abrams se le arquearon las cejas. Sentado frente a Omar a apenas media docena de metros y un par de escalones por debajo de su interlocutora, el representante especial escuchaba con la mirada en alto y sin apenas parpadear. Su rostro, de costumbre altivo y dado a la sonrisa burlona, se había torcido en una mueca agria. De las mangas de su traje de raya diplomática asomaban, gemelos mediante, unas manos entrelazadas que apenas podían contener su rabia.

“No me entra en la cabeza”, prosiguió Omar, ya sin consultar sus notas y con la mirada fija en Abrams “cómo los miembros de esta comisión y de la sociedad estadounidense podrían encontrar veraz cualquier testimonio que preste usted hoy”.

“Si pudiera responder a eso…”, espetó Abrams, saltando como un resorte de su postura de calma mal disimulada. Se incorporó sobre el micrófono.

“No era una pregunta”, le interrumpió Omar, que levantó su voz por encima de un Abrams cuyo micrófono apenas registró un “era un ataque”, al tiempo que señalaba con el dedo a Omar. “Me reservo el derecho al uso de mi tiempo”. Omar se detuvo unos segundos para dejar hablar a Abrams –para entonces con el rostro enrojecido–, que protestó ante el presidente de la comisión: “No está bien que los miembros de la comisión ataquen a un testigo al que no se le permite responder”, concluyó, dejándose caer repantingado de nuevo sobre el respaldo de la silla de cuero.

“No era una pregunta”, recalcó Omar, con una sonrisa triunfante. “Gracias por su participación”.

¿De dónde ha salido esta mujer?, parecía preguntarse Abrams.

Ilhan Omar nació en el seno de una familia relativamente acomodada de Mogadiscio a principios de los años ochenta. Tras morir su madre cuando tenía dos años, se crió en casa de su abuelo rodeada por su padre, sus hermanas, sus tías y el jolgorio melodramático de las películas de Bollywood. Su abuelo era un hombre progresista en una sociedad conservadora. “No permitía las normas de género en nuestro hogar”, le contó en una entrevista al New Yorker a finales de marzo. “Y no le gustaban las jerarquías. Comíamos todos juntos, veíamos las noticias en familia. Se nos dejaba participar en todas las tertulias. Podíamos preguntar cualquier cosa. Y entonces llegó la guerra”.

Omar tenía ocho años cuando estalló la guerra civil en Somalia. Su familia huyó a Kenia, donde se asentaron en el campo de refugiados de Dadaab, el más grande del mundo. “Mis primeros recuerdos están muy enraizados en la conexión profunda con el ruido del mortero al caer”, relataba en el New Yorker. “Recuerdo las reacciones corporales que tienes cuando no sabes si meterte debajo de la cama para estar a salvo, o si eso hará que termines aplastada, por lo que quizá sea mejor quedarse de pie junto a la pared. Hoy veo un conflicto con esa violencia, y pienso en lo que están pasando los niños pequeños. Y cuando no se habla de eso sino de otra cosa, me altero mucho”.

Lejos de cesar, el conflicto armado en Somalia no paró de recrudecerse. Después de tres años en Dadaab, la familia de Omar empezó los trámites de reasentamiento de refugiados a través de las Naciones Unidas. El proceso, que duraría casi un año de intenso escrutinio, dio con Omar –por entonces una preadolescente–, estudiando concienzudamente la historia y la cultura del que sería su nuevo país: los Estados Unidos. Omar cambió los culebrones indios por el cine de Hollywood, que visionaba en rupestres salas improvisadas del campo de refugiados, a menudo sin permiso de sus profesores. Es en esta experiencia formativa de joven refugiada, ansiosa de probar la libertad y la abundancia prometidas por el American way of life, donde germinó el instinto político de la futura congresista. Acostumbrada a la América edulcorada que había deglutido en celuloide, Omar desembarcó en el Nueva York de 1992, sucio, descarnado y plagado de yonquis, delincuencia e indigencia.

“En las clases a las que asistí durante el proceso para llegar a este país no había gente sin casa”, le contó Omar al New York Times años después, recordando aquel momento. “Había un Estados Unidos que extendía libertad y justicia a todo el mundo. Un país en el que la prosperidad estaba garantizada, sin importar dónde naciera uno ni qué aspecto tuviera, ni a qué dios rezase. Esa hipocresía me resultaba muy incómoda”.

Omar y su familia no tardaron en abandonar Nueva York y reubicarse en el extrarradio de Washington, escenario más parecido al de las películas que habían supuesto el primer acercamiento de la joven al que iba a ser su nuevo país, para terminar definitivamente en Minneapolis, franqueados por la mayor colonia somalí en la diáspora. Pero el traumático bautizo estadounidense dejó huella: arrancó de cuajo la imagen idealizada que el país proyecta de sí mismo hacia fuera y cuajó en la joven una capacidad innata de tomarle la temperatura al sueño americano, midiendo la distancia entre lo que el país promete y la cruda realidad de lo que esconde para enormes capas de su población.

Mientras su padre se ajustaba a su nuevo estatus socioeconómico, trabajando como taxista primero y funcionario de correos después, Omar descubría la ‘otredad’ por primera vez en su vida, como mujer negra y musulmana. Una noche, después de que unos compañeros de clase la empujaran por las escaleras del colegio y le azotaran cuando se cambiaba de ropa en el vestuario después de clase de gimnasia, su padre le dijo: “Mira, esta gente no te trata así porque les caigas mal. Te lo hacen porque se sienten amenazados por tu existencia”.

Ilhan Omar tuvo que pedir dinero prestado para ir a la universidad. Como 44 millones de estadounidenses, que deben en su conjunto un billón y medio de dólares (1,34 billones de euros), su pasaporte a la promesa de la clase media tenía principal e intereses de demora. Cuando era estudiante, el país sufrió el shock de los atentados del 11-S, que dieron rienda suelta a dos décadas de guerra y bombardeos en países de mayoría musulmana y vieron a muchos de sus compañeros de fe recluirse ante un ambiente de represión latente, vigilancia y detenciones. Para Omar, que poco antes se había nacionalizado estadounidense, los atentados tuvieron un efecto inmediato prácticamente opuesto. Decidió empezar a vestir un hiyab, prenda que no se había puesto nunca, como declaración explícita de su identidad. Desde entonces, compagina un sinfín de pañuelos en tonos casi siempre vivos con el pintalabios oscuro y las joyas vistosas, igualmente sempiternas en su atuendo.

Omar lanzó su carrera política poco después de licenciarse. Lo hizo participando en campañas de divulgación de salud pública en la Universidad de Minnesota, que se centraban en asuntos como la desnutrición y las desigualdades raciales y de clase en el sistema de justicia criminal estadounidense, para desembocar rápidamente en campañas electorales locales, como voluntaria primero, y como ayudante y directora de campaña de un concejal después. En 2015, con apenas 33 años, lanzaba su campaña para las primarias demócratas de un escaño en la Asamblea de Minnesota, con una característica constante en su vida: se enfrentaba a un gigante, en este caso la octogenaria referencia del Partido en la región, Phyllis Kahn. Lo hacía al volante de un coche de segunda mano abollado con el que se disponía a recorrerse la circunscripción de cabo a rabo, y con el equipo de un documental a su estela, dispuesto a inmortalizar el intento de aquella diminuta David, enfundada en su hiyab, de enfrentarse a toda una Goliat. Omar se impuso en aquellas elecciones, como quedó reflejado en el filme Time for Ilhan.

La política somalí selló su elección para el Parlamento regional el 8 de noviembre de 2016. Su triunfo avasallador tuvo un sabor agridulce. Dos días antes, el candidato republicano a las elecciones, Donald Trump, hacía un acto de campaña en Minnesota. Sin nombrarla, Trump situaba a Omar en el centro de la diana, de la mano de otros 70.000 somalíes que viven en el Estado, en su mayoría refugiados. “Volveremos a ser un país rico”, arengó Trump a las masas al borde de su avión privado, en plena pista de aterrizaje. “Pero para serlo tenemos que ser un país seguro. Y vosotros sabéis muy bien lo que está pasando ahí”, prosiguió, señalando con el dedo a la ciudad cercana. “Hillary quiere admisiones de inmigrantes y refugiados virtualmente ilimitados de las regiones más peligrosas del mundo, para que vengan a nuestro país y a Minnesota. Con su plan entrarán generaciones enteras de terrorismo, extremismo y radicalismo en vuestros colegios y vuestras comunidades. ¡Ya pulula por aquí! Nosotros suspenderemos el sistema de refugiados y mantendremos al terrorismo radical islamista bien lejos de nuestro país”.

Trump, que había anunciado unas semanas antes un veto a la entrada en el país de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana, incluida Somalia, prosiguió, insistiendo sobre la cuestión de los refugiados, cuya admisión retrató como un caballo de Troya. “Aquí en Minnesota habéis visto de primera mano los problemas causados por la mala investigación de los refugiados, con grandes cantidades de somalíes que han entrado en vuestro Estado sin vuestro conocimiento, sin vuestro apoyo o aprobación, y con algunos de ellos que luego se han unido al ISIS y han diseminado sus opiniones extremistas por todo nuestro país y por todo el mundo”.

Dos días después, Trump se alzaba con la victoria en las elecciones presidenciales, sacudiendo al mundo entero. Sin la misma repercusión, Omar sacudía por primera vez la política de Minnesota, al lograr su escaño de diputada regional. Como ying y yang de un país enfrentado sobre su esencia misma –uno el aullido del mundo que se resiste a morir y la otra el puñetazo desafiante de otro que afirma su existencia– los dos no harían sino acercarse en los dos años siguientes.

Omar no tardó en ponerse un reto más difícil todavía. En apenas 18 meses, impulsada por la reacción popular ante las andanadas del ya presidente Trump contra inmigrantes, trabajadores y mujeres, se postulaba como candidata al Congreso de los Estados Unidos por el quinto distrito de Minnesota. La circunscripción es territorio demócrata sin apenas disputa, por lo que el desafío consistía una vez más en asaltar al aparato del partido en las primarias. Se medía a otros cuatro candidatos, entre ellos un mastodonte que llevaba 44 años como diputado. Omar se los llevó a todos por delante, arrasando por más de 20.000 votos sobre 135.000 emitidos. Lo hizo conectando con las bases en torno a una defensa de “la política de la alegría” frente a la del “miedo y la escasez” y movilizando a capas de un electorado reacio a votar, hasta el punto de lograr un récord de participación.

En su campaña, logró encandilar especialmente a los jóvenes al hilar sus experiencias personales con un programa marcadamente a la izquierda del de todos sus rivales, que recogía la sanidad universal gratuita, el apoyo al ambicioso programa de inversiones públicas en política medioambiental, el llamado Green New Deal, la prohibición de las cárceles privadas, el recorte del presupuesto “para la guerra y la agresión militar perpetua”, una ley específica contra la discriminación basada en la raza o el credo, o la inclusión automática en el censo electoral de todos los ciudadanos que cumplan los 18 años.  Al reclamar que se reinstituya el programa de refugiados desmantelado por Trump y se aumente la cifra de admisiones anuales previa a su elección, recordaba su experiencia en el campamento keniano de Dadaab; al propugnar un sistema de guarderías públicas universales, sacaba a colación la dificultad de compaginar el cuidado de sus tres hijas con el trabajo; cuando proponía condonar la deuda estudiantil recordaba al electorado que ella todavía debía parte de sus préstamos; al reclamar una carta de derechos nacional para los inquilinos y un plan de inversión en vivienda pública, dijo en un mitin: “Soy la única candidata que todavía paga el alquiler de su hogar”; del mismo modo que desmantelar la policía migratoria que infunde el miedo en barrios trabajadores de todo el país con redadas masivas casi a diario es “algo personal”, ya que la agencia, creada a partir del 11-S, “surgió del miedo y se convirtió en una herramienta para deshumanizar a los musulmanes y tratarlos como ciudadanos de segunda en este país”.

Omar no había hecho más que empezar. Superado el escollo de las primarias, tocaba cumplir el trámite de la elección al Congreso, que superó con casi el 80% de los votos. El día de su investidura en enero se convertía, junto con la también recién elegida Rashida Tlaib, en la primera mujer musulmana en ocupar un escaño en Washington. Omar formaba también parte de un contingente –en su mayoría de mujeres jóvenes como Alexandria Ocasio-Cortez, la propia Tlaib o Ayanna Pressley– dispuestas a empujar al Partido Demócrata hacia su izquierda en asuntos como el cambio climático, la sanidad y la educación pública. El día de su investidura juró el cargo sobre un ejemplar del Corán, convirtiéndose en la primera congresista en llevar velo en sede parlamentaria. Lo hizo después de obligar a reformar una norma de 181 años de antigüedad que prohibía cubrirse la cabeza en la Cámara, y generando de paso escalofríos en el ‘trumpismo’ sociológico.

Foto de Paris Malone

Ante tamaño ultraje, el pastor protestante Earl Walker Jackson no dudó en proclamar en su programa de radio el principio del fin de la civilización occidental: “El pleno del Congreso va a parecer ahora una república islámica. Somos un país judeocristiano. Somos un país enraizado y asentado en el cristianismo, y punto. A quien no le guste eso, que se vaya a vivir a otro lado. Es así de fácil. No intenten convertir a nuestro país en una especie de república islámica basada en la ley de la sharia”. Omar respondió al mensaje divino desde su terrenal cuenta de Twitter, uno de sus medios de comunicación predilectos, para afirmar una vez más su sueño americano, por más que este se aparezca como pesadilla en determinados altares: “Mire, señor”– escribió– “el pleno del Congreso se va a parecer a los Estados Unidos, y usted ya puede ir acostumbrándose”. Para entonces, la recién estrenada congresista ya había sido portada de la revista Time en una edición titulada “Mujeres que están cambiando el mundo”, y había aparecido en programas de máxima audiencia de la televisión nocturna, como el Daily Show, desde el que invitó públicamente a Trump a tomar el té, y hasta había bailado en un videoclip del grupo Maroon 5 (nadie es perfecto).

La mera existencia de Omar –mujer, musulmana, refugiada, política trabajadora en una Cámara con un 51% de millonarios– supone una amenaza para la estructura de poder estadounidense.  Su elección podría haber sido un hito sin especial recorrido más allá del triunfo de la representación, algo parecido, a otra escala, a la de Barack Obama como primer presidente negro. Pero la congresista pretende trascender la política identitaria, y propulsar desde sus identidades otrora silenciadas una verdadera enmienda a la totalidad de los bastiones de poder del Imperio.

Desde que llegase al Congreso hace apenas dos meses, Omar ha apoyado propuestas de ley para proteger de la deportación a los jóvenes inmigrantes Dreamers, además de otras sobre salud reproductiva, para establecer un plan nacional contra la indigencia o establecer por ley las bajas por enfermedad en todo el país. Entre las dos propuestas de ley que llevan su firma está una que blindaría bajas por paternidad de los empleados públicos a nivel federal y otra para limitar el poder de los lobbies.

Es precisamente en este tema donde –de rebote– Omar se metió en uno de los charcos más fangosos de su carrera política, uno en el que no pocos se han ahogado. No puede decirse que lo hiciera involuntariamente, sino más bien guiada por sus principios inquebrantables.

A mediados de febrero, cuando apenas llevaba un mes en el cargo, Omar respondió a un tuit del periodista Glenn Greenwald, que se lamentaba por el aluvión de críticas que venía sufriendo Omar por su apoyo a la causa Palestina. Greenwald escribía: “El líder del Partido Republicano Kevin McCarthy amenaza con castigar a Ilhan Omar y Rashida Tlaib por sus críticas a Israel. Es alucinante cuánto tiempo pasan los líderes políticos de Estados Unidos defendiendo a un país extranjero, aunque eso suponga atacar los derechos a la libre expresión de los estadounidenses”. Omar replicaba el tuit de Greenwald, añadiendo de su cosecha una cita de colmillo afilado: “Es todo por los Benjamines, baby”. El tuit, una referencia al título de la canción de 1997 del rapero Puff Daddy It’s all about the Benjamins, baby, hacía alusión a los billetes de cien dólares, que tienen impreso el busto del expresidente Benjamin Franklin. La respuesta de Omar corrió como la pólvora, especialmente entre quienes la estaban esperando con el cuchillo entre los dientes desde hacía meses. Un redactor de opinión del periódico judío The Forward respondió al tuit, interpelando directamente a Omar: “Me encantaría saber quién cree @IlhanMN que paga a los políticos estadounidenses para que estos sean pro Israel, aunque creo que podría adivinarlo. Muy mal, congresista. Es el segundo tropo antisemita que tuitea”. Lejos de esconderse, Omar recogió el guante del reportero: “AIPAC”. Y el micro escándalo tuitero se tornó crisis de Estado.

El Comité para Asuntos Públicos de Amigos Estadounidenses de Israel (AIPAC, en sus siglas en inglés) es uno de los grupos de presión más poderosos e influyentes de Washington. Al contrario que sus homólogos que defienden a la industria armamentística y practican el monocultivo republicano, AIPAC destaca por su capacidad de influir casi por igual en políticos de ambos partidos y su inmunidad a la crítica. Omar estaba en apuros. Con Israel había topado. O peor, con el lobby proisraelí en Washington.

La historia parece dar la razón a Omar sobre AIPAC. A principios de siglo, Steven Rosen, entonces director de política exterior del lobby, salió a cenar con el periodista del New Yorker Jeffrey Goldberg en un restaurante de Washington. Ufano, y presuntamente bien provisto de vino reserva, Rosen le soltó a Goldberg: “¿Ves esta servilleta? En 24 horas, AIPAC podría tener la firma de 70 senadores en ella”. (El Senado de los Estados Unidos, pilar de la democracia más antigua del mundo moderno, cuenta con cien escaños).

Años antes, en 1992, el jefe de Rosen, el presidente de AIPAC David Steiner, fue descubierto en una grabación secreta alardeando de haber “logrado un pacto” con George H.W. Bush para dotar con 3.000 millones de dólares al paquete de ayuda a Israel al tiempo que se vanagloriaba de estar negociando con el futuro gobierno Clinton el nombramiento de miembros proisraelíes. AIPAC, decía su presidente, “tiene una docena de personas en la campaña de Clinton, en su cuartel general… Y van a tener cargos importantes”.

A AIPAC no le está permitido por ley financiar campañas políticas directamente, pero actúa como multiplicador de fuerzas de grandes fortunas y grupos de influencia, que riegan de dinero a los políticos que defienden con más vehemencia a Israel y a los adversarios de los críticos del proyecto sionista, previa consigna de AIPAC. Y es tremendamente eficaz. Como cuenta Andrew Silow-Carroll, de la Jewish News Agency: “Su apoyo retórico a un candidato manda una señal a los grupos de acción política judíos y a los donantes individuales de todo el país para que apoyen a esa campaña en concreto”.

En 1984, el senador Charles Percy, republicano moderado de Illinois, sufrió una derrota en su campaña para la reelección después de “recibir toda la ira de AIPAC”. Aquella derrota terminó con la carrera política de Percy. ¿Su pecado? Negarse a firmar una carta de AIPAC que llamaba la atención sobre quienes osasen referirse al líder de la OLP Yasser Arafat como “más moderado” que otras figuras de la resistencia palestina. Los contribuyentes de AIPAC recaudaron más de un millón de dólares para tumbar a Percy. Cómo celebró entonces Tom Dine, el director ejecutivo de AIPAC, en un discurso poco después de la derrota del senador: “Todos los judíos, de costa a costa, nos unimos para echar a Percy. Y los políticos estadounidenses –los que tienen cargos públicos ahora y los que aspiran a tenerlos– captaron el mensaje”.

Pocos han definido tan gráficamente al lobby como Uri Avnery, antiguo paramilitar sionista, que antes de morir se redimió como activista por la paz y en 2002 declaraba: “Si AIPAC redactase una resolución aboliendo los diez mandamientos, 80 senadores y 300 congresistas se apresurarían a firmarla”. Tampoco se andaba con tapujos el columnista judío del New York Times y ardiente defensor de Israel, Thomas Friedman, que en 2011 describía como “comprada por el lobby israelí” la ovación con la que el Congreso estadounidense recibió en pleno al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu.

Esta vez, sin embargo, se trataba de Ilhan Omar. Durante semanas, a la diputada de origen somalí le llovieron críticas abrasivas de las más altas esferas de la política y los medios estadounidenses. Se sacó a colación su apoyo al movimiento de boicot y sanciones a Israel, que el lobby del AIPAC ha logrado criminalizar por ley en gran parte del país. Sin duda, el tono desmedido y estilo críptico del mensaje de Omar se prestaban al equívoco y a asociaciones escabrosas: en un tiempo en el que circulan (también en la izquierda) las teorías de la conspiración que acusan al “dinero judío” de controlar el mundo y de financiar todo tipo de escaramuzas, desde la “invasión” de occidente por parte de refugiados a la “farsa” del cambio climático o el ascenso de movimientos de derechos civiles como Black Lives Matter, sus palabras pudieron ser más claras. En una sociedad todavía temblando tras la matanza de la sinagoga de Pittsburg, las sensibilidades estaban a flor de piel.

Foto de Paris Malone

La propia Omar no tardó en disculparse y borrar sus tuits, que sin duda hirieron sensibilidades. Al hacerlo, declaró que sentía haber causado daño a ciertos miembros de la comunidad judía y agradeció a sus aliados y colegas judíos que “me estén educando sobre la dolorosa historia” de su pueblo.

Y, sin embargo, el nivel de fariseísmo de los aspavientos de sus críticos, que no cesó tras sus disculpas públicas, saltaba a la legua. Kevin McCarthy, el líder del grupo republicano en la Cámara de Representantes y origen del tuit que desató la polémica, hizo público un comunicado en el que condenaba los “tropos hirientes y estereotipos” vertidos por Omar. El mismo McCarthy había tuiteado unos meses antes, en la misma semana de la matanza de la sinagoga de Pittsburg y sin demasiado escándalo, un mensaje mucho más explícito sobre el dinero judío y sus supuestas intenciones de subvertir la democracia: “No podemos dejar que Soros, Steyer y Bloomberg COMPREN estas elecciones”, escribía en referencia a los magnates semitas George Soros, Tom Steyer y Michael Bloomberg, que financian campañas de candidatos demócratas.

En FOX News, la ex jueza devenida en propagandista trumpista Jeanine Pirro sugirió que Omar era una especie de agente doble al servicio del profeta Mahoma: “No está bebiendo para este sentimiento anti israelí de la doctrina del Partido Demócrata”, señaló Pirro. “Así que, si no viene de su partido, ¿de dónde viene? Piénsenlo. Omar lleva una hiyab, que de acuerdo con el Corán, versículo 33:59, les dice a las mujeres que se cubran para que no las acosen. ¿Es su adherencia a la doctrina islámica muestra de su adherencia a la ley de la sharia, que en sí misma es antitética a la Constitución de los Estados Unidos?”

Que la derecha se lanzase a la yugular de Omar era de esperar. Al fin y al cabo, representa, en forma y fondo, sus peores pesadillas. Lo clarificador fue la salida en tromba de miembros del propio partido de Omar.

Chuck Schumer y Nancy Pelosi, los líderes de los grupos demócratas en el Senado y el Congreso respectivamente, salieron al unísono a regañarle. En un comunicado conjunto, tachaban sus tuits de “profundamente ofensivos”, “hirientes” y “llenos de prejuicios”. Se les esperaba en la foto. Schumer, que tiene bien ganado el apodo de “el senador por Wall Street” y Pelosi son ejemplares de museo de dinosaurios clintonianos en guerra con todo lo que representa Omar. Sueñan con despertarse en los gloriosos años noventa, al tiempo que cuentan los billetes de los donantes que AIPAC dirige año tras año a sus campañas de reelección. Con 1,2 millones de dólares recaudados, Schumer es el cuarto diputado en activo que más dinero ha recibido de grupos que defienden la causa sionista (tres de los cuatro primeros son demócratas). No está demostrado que tan pingüe suma fuera un factor determinante a la hora de motivar su discurso de la conferencia anual de AIPAC en 2018, en la que el diputado de Brooklyn se dirigió a los asistentes con un despliegue magistral de geopolítica y teología: “Por supuesto, nosotros decimos que es nuestra tierra. Lo dice la Torá”, señaló ante el júbilo de los asistentes. “Pero ellos no creen en la Torá. Y ese es el motivo por el que no hay paz en Oriente Medio”.

Las palabras de Omar y las reacciones virulentas que suscitaron sirvieron para exponer una doble vara de medir: en el seno del Partido Demócrata se tolera la crítica al poder del lobby armamentístico de la Asociación Nacional del Rifle, de los saudíes y su influencia en la política exterior de Estados Unidos, de las grandes empresas farmacéuticas y aseguradoras que dictan las leyes sanitarias del país o de la industria de los combustibles fósiles y su negacionismo sobre los efectos del cambio climático; pero no así al de otro lobby igual de potente, bien organizado y financiado, que cimenta el consenso bipartidista de la defensa de todas las políticas de Israel. Todo esto lo pueden mencionar grandes plumas del liberalismo judío como Friedman o sionistas arrepentidos como Avnery. Pero en el momento que una musulmana lo menciona, se le acusa de antisemita.

Al lanzar a sus sabuesos sobre Omar acusándola de antisemita, AIPAC cumplía su función principal: asegurarse de que el Congreso estadounidense nunca cuestiona a Israel acerca de nada, de que se mantenga callado y siga mandando millones de dólares de ayuda, sin condiciones, como el requerimiento de que Israel cese en su ocupación, el bloqueo de Gaza u otorgue igualdad de derechos a los palestinos dentro de Israel o en los territorios ocupados.

Pero la firmeza de Omar y una serie de movimientos posteriores permiten adivinar una fisura sobre la política venidera en torno a Israel.

En plena polémica, con las cadenas de televisión de todo el país emitiendo una y otra vez reacciones airadas a sus palabras, Omar aparecía públicamente en un acto en un restaurante de Washington, flanqueada por su colega congresista, la también musulmana Rashida Tlaib: “Cada vez que decimos algo”, decía visiblemente emocionada, “da igual lo que sea, sobre política exterior, nuestra intervención, nuestra defensa del fin de la opresión y en pro de la liberación de la vida humana y la dignidad, se nos ponen etiquetas, y eso termina con el debate, porque terminamos defendiéndonos de eso y eso acaba con el debate más amplio sobre lo que sucede en Palestina. De lo que quiero hablar es de las influencias políticas en este país, que nos dicen que está bien que se presione para buscar la adhesión incondicional a un país extranjero”.

Poco después, en una entrevista con el periodista de The Intercept Mehdi Hassan, resumía la situación queriendo rebelarse, una vez más, contra los límites al debate establecido y el quién puede decir qué sobre según qué cosa: “Hay un interés en meternos en una casilla desde la que tengamos que defender constantemente nuestras identidades”, señalaba. “Y yo no estoy interesada en estar en esa casilla. Me interesa defender mis ideas, no mi identidad”. Omar incidía en la misma entrevista sobre su manera de entender su identidad en el Congreso, y necesidad de conectarlo con políticas concretas. “Hoy mismo estaba sentada en el comité mientras uno de los miembros hablaba de la necesidad de investigar a los refugiados y cómo tendría que funcionar. Y cuando me tocó hablar a mí, les dije: ‘Es una gran oportunidad estar aquí y poderles contar un poco cómo discurre ese proceso y las contribuciones que he podido hacer una vez que vine a Estados Unidos’”, señalaba Omar, para quien la cuestión de los refugiados es inseparable de la política exterior. “Venimos practicando políticas que han creado refugiados en todo el mundo, pero como estamos tan centrados en esos refugiados, nunca nos hemos hecho las preguntas necesarias sobre las políticas que los generan.  Y, por primera vez, vamos a tener a una refugiada en ese comité, preguntando por las políticas que están en el origen de que haya tantos refugiados”.

Las críticas a Omar en torno al asunto del lobby israelí, desaforadas e hipócritas, terminaron por serle útiles a la joven política. Sirvieron, en fin, para practicar aquello que ella misma ha definido como su vocación dentro del Partido Demócrata: “Ensanchar los límites de lo posible”.

Una muestra fue la disputa –quizá un prólogo de la batalla que viene sobre Israel y el Partido Demócrata– sobre la resolución que impulsaron Pelosi y Schumer como respuesta del Congreso a las palabras de Omar. En principio, la resolución se planteó como una reprimenda explícita a Omar, al condenar sus palabras y el antisemitismo en general. Pero un torrente de respuestas en las redes sociales, de llamadas de ciudadanos en solidaridad con Omar y de presiones de grupos de base, incluidos judíos antisionistas, puso de relieve el trato injusto y discriminatorio que estaba sufriendo Omar, así como el agravio comparativo con otros congresistas que habían hecho declaraciones explícitamente racistas, sin mediar disculpas por su parte ni censura en sede parlamentaria.

En apenas 48 horas, la presión popular detuvo en seco la resolución anti Omar, que fue sustituida por otra mucho más amplia. El nuevo texto condenaba no sólo el antisemitismo, sino, por primera vez en sede parlamentaria, la discriminación contra los musulmanes, el supremacismo blanco y otras formas de odio. Ambas cámaras lo aprobaron con 400 votos a favor incluido el de Omar, y apenas 23 en contra, todos ellos de republicanos que reclamaban más madera contra la primera diputada con hiyab. Sobre el papel, no tiene especial mérito condenar un mapa de los horrores que nadie en su sano juicio defendería explícitamente, pero la sucesión de los hechos y el que una resolución que iba a acusarle de antisemita terminase condenando la islamofobia, subraya la victoria sin paliativos de Omar ante quienes quisieron señalarla.

La polémica coincidió asimismo con las semanas previas a la conferencia anual de AIPAC en Washington, a la que históricamente acuden en masa a rendir pleitesía los líderes de ambos partidos. Apenas faltó ningún republicano a la cita, que se convirtió en un acto de campaña contra Omar, capitaneado por el primer ministro Netanyahu, que dedicó gran parte de su intervención a vilipendiar a la parlamentaria. Tampoco se la perdieron Pelosi ni Schumer, mujer y hombre de costumbres. Pero en los días previos a la conferencia, algo empezó a moverse. Como piezas de un dominó, fueron cayendo de la lista de asistentes los candidatos a las primarias demócratas para la presidencia en 2020. Uno tras otro, doce de los precandidatos, incluida media docena que había hablado públicamente en el mismo evento en años anteriores, rechazaron la invitación a la conferencia. La mayoría citó problemas de agenda, pero la lección estaba clara. De pronto, salir en la foto con AIPAC no era tan rentable políticamente como de costumbre.

Situándose en el centro del carril pro Omar, el único candidato judío, Bernie Sanders, fue el más explícito en su apoyo a la diputada, además de en su rechazo a las políticas propugnadas por AIPAC. “No debemos equiparar el antisemitismo con la crítica legítima al Gobierno de Israel”, señaló el senador por Vermont, que además llamó a Omar en privado para mostrarle su apoyo. Sanders concluyó diciendo que “lo que está sucediendo en la Cámara de representantes es un intento de señalar a la congresista Omar para acallar el debate sobre la política de Israel”.

Omar tiene bastante de Sanders. La congresista entiende que la confrontación necesaria para cambiar de raíz la política de EEUU no es sólo contra Trump o el Partido Republicano. También hay que dar la batalla dentro del Partido Demócrata. En una entrevista a Politico en plena polémica, cuando le llovían palos desde sus propias filas, profundizó en su crítica a las elites demócratas: “Un partido comprometido sobre el papel con los valores progresistas se volvió cómplice en la perpetuación del statu quo”, señaló. “La esperanza y el cambio” que ofreció Obama fueron “un espejismo”. Haciendo referencia al “enjaulamiento” de niños en la frontera entre EEUU y México y a “los ataques con drones en países de todo el mundo” bajo el mandato del Premio Nobel de la Paz, sostuvo que el presidente demócrata operaba dentro del mismo esquema roto que su sucesor republicano. “No podemos perturbarnos sólo con Trump. Sus políticas son malas, pero mucha de la gente que vino antes que él también practicó políticas muy malas. Es sólo que eran más ‘refinados’ de lo que es él. Y eso no es lo que deberíamos estar buscando a estas alturas. No queremos a alguien que se vaya de rositas porque es refinado. Queremos reconocer las políticas de verdad que hay detrás de la cara bonita y la sonrisa”.

Todos contra Omar

En el otro extremo de la trinchera, varios altos cargos del Partido Demócrata en Minnesota se pertrechaban para la revancha contra Omar, con Israel por bandera. Según publicaba la web de noticias The Hill, los líderes regionales han iniciado ya la búsqueda de un candidato que le pueda hacer frente en las primarias de 2020.

Las soflamas de la Fox, de Trump y hasta del Partido Demócrata tienen consecuencias. Proliferan las pintadas islamófobas contra Omar. En un reciente viaje al Estado que la eligió para el Congreso, la joven pudo leer en el baño de una gasolinera: “Asesinad a Ilhan Omar”. A principios de abril la policía detuvo a un neoyorquino que había amenazado de muerte a Omar un par de semanas antes. “¿Trabajas para los hermanos musulmanes?”, había espetado en una llamada telefónica a la oficina de la diputada. «¿Por qué trabajas para ella? Es una puta terrorista. Te voy a meter una bala en el cráneo”. Al día siguiente, siempre oportuno, Trump bromeaba sobre el asunto en un acto público en Las Vegas. “Un saludo agradecido a Ilhan Omar”, decía el presidente entre risas. “Ah, no. Se me olvidaba. No le gusta Israel. Lo siento”.

Ilhan Omar con su hijo en el escenario durante la Huelga Climática Juvenil de 2019 en Washington DC. Foto Paris Malone

En una comparecencia pública, Trump, el mismo que llamó “gente muy buena” a los neonazis que cantaban “los judíos no nos reemplazarán” antes de asesinar a una activista antirracista en Charlottesville el año pasado, acusó a Omar de haber hecho una disculpa “falsa”, para añadir la exigencia de que abandonase su escaño en el Congreso. “Como mínimo, no debería estar en las comisiones”, sugirió Trump.

Pero ahí estaba. Y vaya si estaba. En plena polémica sobre su supuesto antisemitismo, Omar se sentó delante de Elliott Abrams en la comisión de Exteriores del Congreso. Que no echase marcha atrás, sino que aprovechase los focos para embestir ni más ni menos que contra la intervención en Venezuela, otro de los elementos centrales del consenso imperial bipartidista, habla mucho de su gallardía y su ambición política. Ante Abrams, en un intercambio de golpes que a la postre vieron millones de personas en redes sociales, Omar presentó sus credenciales.

Crecida ante la pérdida de compostura del compareciente, Omar prosiguió con su interrogatorio, que era más bien un j’accuse contra la política de Estados Unidos para con su “patio trasero” en los últimos 60 años. “El 8 de febrero de 1992, usted testificó ante la comisión de relaciones extranjeras del Senado sobre la política de Estados Unidos en el Salvador. En aquella comparecencia, desdeñó como ‘propaganda comunista’ las noticias sobre la masacre de El Mozote, en la que más de 800 civiles, incluidos niños de dos años de edad, fueron exterminados por tropas entrenadas por los Estados Unidos. En aquella masacre, algunos de aquellos soldados se vanagloriaron de haber violado a niñas de doce años antes de matarlas. Después de aquello, usted dijo que la política de Estados Unidos en El Salvador fue un ‘logro fabuloso’. Responda ‘sí’ o ‘no’: ¿Sigue pensando eso?”

Abrams tragó bilis antes de responder, a voz en grito, con una soflama revisionista sobre lo duradero de la democracia salvadoreña, producto de exportación estadounidense. Ni palabra sobre El Mozote.

Aquella no era una comparecencia cualquiera. En su entrevista con Mehdi Hassan, Omar se refería al encuentro con Abrams en sede parlamentaria: “Soy alguien que representa muchas identidades que siempre se han debatido en esa comisión”, contaba, “y por primera vez me siento en ella. Durante muchísimos años, gritaba al televisor haciendo preguntas y deseando que alguien en la comisión hiciera responsables a los poderosos de sus actos que tanto daño han causado en todo el mundo. Y cuando tuve la oportunidad, no iba a dejarla escapar”.

En la comisión del Congreso, Omar no se amilanó. “Sí o no: ¿Cree usted que aquella masacre, que sucedió bajo nuestro auspicio, fue ‘un logro fabuloso’?”

“Es una pregunta absurda y no pienso contestarla”, respondió Abrams, antes de dirigirse gesticulando airadamente al presidente de la comisión. “No pienso responder a esta clase de ataques personales, que no son preguntas” recalcó antes de volver a dejarse caer sobre el respaldo de la silla de cuero.

Pero Omar no había terminado. Era el momento de dejar atrás la historia para acercarse al presente.

“Sí o no: ¿apoyaría a una facción armada dentro de Venezuela que cometa crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad o genocidio, si creyera que son útiles para los intereses de Estados Unidos, como ya hizo en Guatemala, el Salvador o Nicaragua?”

Abrams volvía a estar repantingado. “No voy a responder a esa pregunta, lo siento”, dijo exasperado. “No creo que toda esta línea de preguntas esté pensada como verdaderas preguntas y no voy a responder”.

Omar prosiguió, con la media sonrisa asomando de nuevo en sus labios pintados. “La pregunta de si, bajo su mirada, tendrá lugar un genocidio, y usted mirará para otro lado porque se defienden los intereses estadounidenses, es legítima. Porque el pueblo estadounidense quiere saber si cada vez que nos relacionamos con un país de un modo u otro, estamos teniendo en cuenta cuáles pueden ser nuestros actos, y si estos profundizan nuestros valores. Esa es mi pregunta: ¿se asegurará usted de que los derechos humanos no sean violados y de que defendemos el derecho internacional y los derechos humanos?”

“Supongo que hay una pregunta en lo que dice”, respondió Abrams. “Y la respuesta es: lo único que impulsa la política estadounidense en Venezuela es apoyar los intentos del pueblo venezolano de restaurar la democracia en su país. Esa es nuestra política”.

Al terminar la intervención, que duró apenas cinco minutos, se había abierto en canal el debate sobre Abrams y con él sobre los antecedentes históricos de la política exterior estadounidense. Numerosos demócratas se apresuraron a defender públicamente al representante especial para Venezuela como un adalid de los derechos humanos, un patriota capaz de trascender en su carrera las divisiones partidistas. Del otro lado, las voces críticas con el intervencionismo estadounidense cobraban relieve y claridad. Por el camino, los medios que hasta hacía bien poco tomaban la palabra de Abrams como la verdad revelada de un hombre de Estado, revisitaban su papel en las guerras sucias de Centroamérica y la Guerra de Iraq. Donde antes apenas cabía disenso, se hacía urgente ahora tomar partido. Una vez más, Omar había logrado ensanchar los límites de lo posible.

Durante su meteórico ascenso político, Ilhan Omar nunca perdió de vista la promesa estadounidense, impresa sobre ella desde las clases de refugiada en potencia y las películas de Hollywood de su infancia.

“Tenemos valores e ideales de prosperidad e igualdad, de protección de la dignidad humana”, contaba en una reciente entrevista. “Todo esto forma parte del sistema de valores estadounidense. Pero en la práctica, tenemos un sistema de encarcelación masiva. Tenemos gente que duerme literalmente a la intemperie a veinte bajo cero. Tenemos toda clase de atrocidades. Enjaulamos a niños en nuestras fronteras. Tenemos policías que disparan a hombres negros desarmados. Tenemos, en suma, prácticas que no están a la altura de nuestros valores y las ideas que forman parte de nuestro ADN”. Se trata, según ella, de hacer política con “claridad y coraje morales”, y recordar a la gente “los ideales fundamentales de esta nación”, de los que tuvo conocimiento “por primera vez hace 23 años en un campo de refugiados”.

Esa faceta de sensor térmico persiste en Omar, y no ha hecho sino desdoblarse. Hoy la joven congresista encarna como nadie la figura de termómetro del país, además de las de su partido y la izquierda emergente en Estados Unidos.

Sobre el primero, marca la salud de un país que dirime qué quiere ser de mayor, en plenas catarsis convergentes: la de una mayoría menguante blanca y cristiana que, obsesionada con la supuesta amenaza del ascenso de minorías de toda índole, reacciona contra los refugiados; la de una estructura de poder patriarcal amenazada por la nueva ola de movilización feminista; pero también de un colectivo de ‘otros’ que, hartos de agachar la cabeza, se alzan ante dos décadas de guerra contra el Islam disfrazada de guerra contra el terrorismo, se rebelan ante las embestidas sostenidas contra inmigrantes y trabajadores.

En lo relativo a su partido, Omar mide los contornos del Partido Demócrata, como punta de lanza de la generación que recoge hoy el testigo de la insurrección propugnada por Bernie Sanders en 2016. Lo hace incidiendo sobre asuntos como la lucha contra la desigualdad y la corrupción del dinero en la política. Lo hace desde un entendimiento de la política como desposesión y redistribución de poder. Y lo hace, además, profundizando sobre dos asuntos donde pocos se han atrevido a meterse: la sacrosanta alianza con Israel, bien engrasada a base de dólares, y la manera que tienen de relacionarse con el mundo los Estados Unidos, plomo mediante, con sus ochocientas bases militares en setenta países y siete guerras abiertas al mismo tiempo.

A este respecto, Omar calibra también el nivel de profundidad de la izquierda emergente estadounidense. Hasta la fecha, ésta se ha centrado tanto en sus expresiones sociales, como en las institucionales en aspectos de política nacional y económica. Sin renunciar a estos, Omar propugna el maridaje de lo nacional y lo global, condición necesaria para una verdadera emancipación: no es suficiente hablar de cambio climático y dependencia de las industrias de combustibles fósiles, sino que conviene oponerse a las guerras que tienen al petróleo como móvil. ¿De qué sirve proponer guarderías en Wyoming si se lava la cara al bombardeo de niños en Gaza? No basta con defender las políticas de reasentamiento de refugiados; huelga preguntarse qué responsabilidad tiene el país con el ejército más grande de la historia en la generación de dichos refugiados, y proponer alternativas.

Ilhan Omar plantea un órdago. Destapen sus cartas.

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