En democracia uno de sus componentes esenciales es el tenor que posee la relación entre el mundo civil y el militar. La forma en que se estructuran las sociedades modernas actualmente, se basa en el monopolio de las armas por parte de sus fuerzas armadas regulares. Este monopolio es a cambio de la nominación y subordinación del alto mando a poderes políticos –ejecutivo y legislativo- que representan a la ciudadanía y que son periódicamente renovados mediante elecciones.

Es el poder político el que debe decidir quiénes han de conformar el alto mando, debe subordinar sus actuaciones a las decisiones de un mundo político que se asume representativo de la población. Cuando los políticos hacen como que mandan y los militares como que obedecen, la democracia no pasa de ser una caricatura.

Los más diversos fraudes que se han venido destapando en Chile en las distintas ramas de las fuerzas armadas y de orden, muestran a las claras el alto costo de una autonomía mal entendida, así como una suerte de colusión entre quienes han tenido el poder político y los mandos de las FFAA y de Carabineros.

Es demasiado notorio que los políticos no han querido pisar callos, han sido condescendientes en aras de la armonía cívico-militar, que les ha penado la dictadura, no obstante que han transcurrido ya casi 30 años desde su término, han seguido siendo timoratos en su relación con las fuerzas armadas, olvidando que ellas deben estar supeditadas al poder civil. Esta condescendencia le está costando cara al país tanto en términos financieros como ético-morales.

En Carabineros, las investigaciones en curso señalan que el fraude, en el que están involucrados no pocos generales, bordea los 30 mil millones de pesos; en el Ejército, uno de sus excomandantes, el general(R) Juan Miguel Fuente-Alba, ha sido prontuariado por malversación de recursos públicos por montos sobre los 3 mil millones de pesos. Financiar una flota de vehículos de lujo y viajes de placer entre otros ítems con cargo a gastos públicos reservados supuestamente destinados a inteligencia, contrainteligencia y seguridad no es tan solo un exceso, sino que un insulto para quienes deben ser capaces de vivir con menos de 500 dólares mensuales, para los jubilados que tienen que sobrevivir en base a un irrisorio valor del pilar solidario, así como para quienes deben endeudarse para financiar su educación.

Desafortunadamente no se trata de casos aislados, y por lo mismo es reveladora de una crisis ético-moral que no se limita al mundo de las fuerzas armadas. Se está haciendo referencia a personajes que forman parte de una élite, de un grupo en quienes se delegan poderes, recursos, autonomías y confianzas. Poderes y recursos que se ocupan con fines distintos a aquellos para los cuales se han otorgado; autonomías y confianzas que se han visto defraudadas con estrépito.

A casi tres décadas del retorno de la democracia chilena, es hora de perder el miedo, poner las cosas en su lugar, que el mundo político deje de estar subordinado al militar y que éste se subordine totalmente al poder político. De lo contrario seguiremos bajo una democracia trucha y los escándalos que periódicamente nos salpican reaparecen una y otra vez, ahondando el desprestigio y la desconfianza en las más diversas instituciones nacionales.

El país, su población, no se merece lo que está viviendo sino todo lo contrario, que sus más altas autoridades públicas, tanto religiosas, políticas, académicas, empresariales, deportivas, como militares, sean intachables.