Saiba Bayo, Máster en Filosofía política y Doctorando en Ciencias Políticas.

El triunfo de la derecha y la extrema derecha en las elecciones autonómicas en Andalucía, la comunidad autónoma con más población (concentra casi 18%) de España impone un análisis crítico más allá de la mera interpretación empírica de los datos. Existe una extensa bibliografía en el campo de la teoría política de nuestros tiempos, con una predominancia del estudio sobre “populismo y crisis de la democracia representativa”. De hecho, el último libro publicado por la revista Cidob se intitula “la nueva era del populismo”. Estos trabajos académicos son excelentes herramientas para entender el relato de los partidos no convencionales y antisistema. No obstante, no pretendo escribir aquí un artículo académico sino un análisis normativo, aunque esto me resulte espinoso.

Desde el comienzo de la precampaña electoral, algunas encuestas y los medios de comunicación anunciaban el crecimiento de Vox. Los medios de comunicación de la izquierda alertaban sobre una amenaza eminente de nazismo y de fascismo. Todos apuntaban que el discurso de Vox iba en contra de los inmigrantes y se ha pasado de alto componentes esenciales de la ideología del partido posicionado en la extrema derecha del espectro político español: identidad nacional, valores católicos, símbolos y signos de identidad, etc.

Analizando el discurso popularizado por los medios, tenía la sensación de que Vox estaba fabricando un nuevo tipo de español. La polarización del discurso sobre la inmigración ha reforzado un clásico binomio. Por un lado, el simpatizante y seguidor de un partido de izquierda considera al votante de la derecha y la extrema derecha como un ignorante y un facha. Por otro lado, el votante de la derecha percibe a los de la izquierda como “perroflautas”.

Si así fueran las cosas, no tendríamos a tantos seguidores extremistas porque el equilibrio se mantendría y tendríamos por un lado a votantes fidelizados de la derecha frente a votantes fidelizados de la izquierda. Entonces, ¿por qué pierde la izquierda en su histórico feudo? Es decir, ¿cómo podemos entender que el PSOE, que se ha posicionado hasta ahora como líder de la izquierda en Europa, haya perdido en su feudo después de treinta años de monopolio? Me estoy imaginando algún lector diciendo: “es que el PSOE no es izquierda” o “es que la gente de la izquierda no ha salido a votar porque no se ve reflejada” y dale…

La cuestión, sin embargo, es de otra índole. Podemos abordarla desde una perspectiva ontológica. Sin embargo, voy a apostar por una explicación desde un punto de vista epistémico, conectando la falta de cordura, de racionalidad con el excesivo deseo de acumulación y consumismo. Pero el consumismo al que hago referencia aquí no es solo material sino en un sentido abstracto. Quiero hacer énfasis sobre la noción de la felicidad y la buena vida apoyándome en la teoría de la “modernidad líquida y la fragilidad humana” de Bauman.

Ser feliz siguiendo la teoría de Bauman implica poder disfrutar intensamente de cuantas más cosas en un tiempo récord. Tomando prestada la idea de Bauman, voy a acuñar la noción de la “felicidad líquida” para referirme a esta insaciabilidad del hombre “moderno”. La felicidad líquida se alimenta de la seguridad de disponer de varias alternativas “libres” para disfrutar. Parece que el europeo haya acoplado su vida a la idea de comprar y almacenar la felicidad líquida. Por lo cual, se vuelve angustioso y esquizofrénico ante el miedo o la posibilidad de que le escaseen los recursos para comprar la felicidad. Con esta lógica de seguridad, el anuncio de la llegada de supuestos “extraterrestres” ya de por si abruma al europeo. Ante esta situación no sirve de mucho ser de izquierda o de derecha, pues todos consumen la “felicidad liquida” de igual manera y con la misma intensidad.

Por otro lado, el error del europeo, en el caso particular del español, es haber sobrevalorado su capacidad racional, esto es, su “razón pura” ante cualquier fenómeno de “ser y estar”. En este sentido, apelaré a los consejos del camerunés Ajume Wingo, uno de los más brillantes filósofos de nuestro tiempo. Según Wingo, la naturaleza de cada comunidad humana es específicamente cultural y puede ser moldeada por costumbres, tradiciones, mitos, rituales y símbolos. Siendo abstracta la noción de felicidad, las posibles maneras de concebirla son recurriendo a los símbolos, los signos y las imágenes.

Por lo tanto, ante la equivocada concepción del momento cultural, es decir, los cambios culturales, el hombre se vuelve vulnerable y se desprende de su poca capacidad de razonar. Veamos un ejemplo, supongamos que uno tiene una idea preconcebida de la felicidad en base a las imágenes y los símbolos con los que está familiarizado. Para apoyar sus argumentos en la defensa de la felicidad y conectar con las personas con las que comparte una misma preocupación (escasez de la felicidad, por ejemplo) basta con mostrarles la “cola roja de una cometa” o infundirle un miedo absurdo.

Así es que, ante la vulnerabilidad del hombre, no hay lugar para la razón. Y si por tener fe en el hombre uno intenta convencerle acerca de conceptos cuya comprensión requiere el uso de la razón, utilizando argumentos lógicos e irrefutables, lo único que consigue es la burla y la ridiculización. Esta falta de razón del hombre ante una situación de fragilidad está cuidadosamente analizada por Betrolt Brecht en su obra la “Vida de Galileo”.

La obsesión por algo tan abstracto como la “felicidad líquida” es la causa del miedo y el consiguiente voto irracional de los votantes de Vox. Insisto que los votantes son tanto exvotantes del PSOE como del PP. Dejen que explique este argumento para que no suene tautológico. Mi punto de apoyo es que existe tanto votantes de PP como del PSOE que creen en dogmas y mitos sobre la inferioridad los otros pueblos (no-europeos). Por ejemplo, algunos piensan firmemente que «ser negro» es un defecto o en el mejor de los casos una desgracia. Muchos otros creen que todo árabe es musulmán y todo musulmán es árabe y sobre todo que ser musulmán equivale a ser terrorista, machista, violento, etc. Consecuentemente, es muy frecuente escuchar a un simpatizante de «izquierda» decir algo como «no soy racista pero no trago a los moros, negros, o sudacas…», o a algún votante moderado de derecha o centro derecha decir «pobrecitos inmigrantes, no tienen comida en sus países».

Teniendo esta idea, los perciben como una amenaza para el correcto disfrute de la “felicidad líquida”. Porque nos hacemos la idea de que vienen con más hambre y sin la más remota idea de cómo disfrutar de la felicidad como nosotros. El sentimiento de superioridad es un síntoma y el primer paso hacia la tentación de discriminación que conduce al totalitarismo. ¿En Europa la izquierda y la derecha se tocan y hacen la misma alianza cuando enfrentan el problema de la diferencia? ¿Tal vez deberíamos reconocer que España está siendo ahora más europea y menos hipócrita? El lector me disculpara del carácter retórico de esas preguntas.

El caso es que Vox es el reflejo de la España profunda, enterrada, silenciosa, pero a la vez desacomplejada. No es la corrupción del PP ni los argumentos “majaderos” de algún dirigente de Ciudadanos la razón de la irrupción de Vox. Vox es la expresión de las propias fragilidades, debilidades y complejos de la sociedad española adormecida e ignorante pero segura y orgullosa de sí misma. Sigamos un poco más con un razonamiento lógico en estos últimos párrafos para entender que es muy normal que haya habido un triunfo de Vox.

Primero, debemos reconocer que existe un importante sector de votantes de la derecha, del centro y de la izquierda que mira Tele5 (fábrica de la felicidad líquida) y aplaude a Bertin Osborne cuando suelta sus “idioteces” contra refugiados. Segundo, es obvia la presencia de militantes de la derecha, del centro y de la izquierda en la arena política española que piensan que solo puede haber “una-sola-nación-española” y que justifican la brutalidad policial contra personas indefensas por motivos políticos y/o administrativos como fue el caso catalán. Ahora bien, si aceptamos estos dos axiomas como primicias, o si por lo menos los asumimos, entonces veremos que es normal y sobre todo lógico que haya miles de seguidores de Vox que crean que el responsable de su fracaso personal, las causas de las infidelidades de sus mujeres y maridos tuvieran una relación con la llegada de negros y moros.

Empujando un poco más lejos la reflexión podemos decir que si solo un votante de la izquierda piensa que la igualdad significa perdida de sus privilegios y por ende escasez de la “felicidad líquida”, entonces debemos aceptar que seguidores de Vox compren el discurso catastrofista de la inmigración y sobre los «efectos perversos» de la democracia. Vox es el reflejo de la sociedad española, esa mayoría silenciosa ante la discriminación, el racismo y la falta de coraje político. Vox es ante todo un problema de una parte de los españoles nostálgica de su pasado,

frustrada por la incerteza de su futuro y atemorizada ante la posible escasez de la felicidad; contra la otra parte de los españoles soñadora de la modernidad, abierta al mundo, pero hipócrita y acomplejada. La inmigración es solo la punta de iceberg. Por lo cual le incumbe a los españoles mirarse ante el espejo y pensar franca y honestamente sobre la cuestión de «un ellos y un nosotros».

La discusión que sigue aquí está íntimamente relacionada con lo que Martin Heidegger describe como “ser-en-el-mundo” y limitado en el contexto de convivir y compartir valores. Desde mi punto de vista, el abordaje de la multiculturalidad por las autoridades españolas (izquierda y derecha confundida) ha sido frívola, paternalista, esencialista. Se ha venido considerando y se sigue considerando al inmigrante como un producto de políticas públicas, un sujeto de estudio y un mero destinatario de servicios asistenciales.

Esto es, ser inmigrante va aparejado a la imagen de un consumir las ayudas públicas. Los “actores” políticos no se han interesado ni se han preocupado en saber qué puede aportar un inmigrante. Por lo cual no ha podido visibilizar el aporte o lo que podía haber sido el aporte de personas recién llegadas. Las personas inmigrantes han quedado arrinconadas en sus barrios marginales, en sus pisos pateras, en los invernaderos y, en el mejor de los casos, en los almacenes y las fábricas por miedo a no despertar el fantasma que todo europeo lleva escondiendo dentro: la fobia a la diferencia. El único ofició en la función pública al que puede aspirar un inmigrante en España es ser técnico de acogida o tal vez intérprete para los servicios sociales.

En su mensaje al siglo 21, Isaiah Berlin llama nuestra atención. La historia nos ha enseñado que no podemos pretender concebir la sociedad y nuestro modo de ser a través del puro ejercicio de la razón y la verdad absoluta. Tampoco deberíamos crear una imagen de la humanidad encapsulada en valores universales compartidos por todos. Sin la necesidad de alarmarme, puedo decir en voz baja que cualquier intento de tal voluntad general ha terminado en la supresión de las identidades, la negación de los derechos civiles y las libertades con su corolario de horrores y desastres para la humanidad.

Jeremy Waldron entona con Berlin y apunta que lo más importante es llegar a comprender lo que es más necesario para el cumplimiento de una sociedad justa. Debemos considerar, según Waldron, que existe una necesidad de cambio que abarque tanto la misma posibilidad de cambios dentro de las instituciones como las formas en que debemos promover mejores virtudes de los gobernantes. Tal vez la sociedad europea deba empezar a educar a sus hijos en virtudes como el compartir y el tolerar.

Para ello se debe priorizar un enfoque pragmático enfocado en el reconocimiento de la otredad teniendo en cuenta que el canon occidental ha negado cualquier forma de existencia en las otras culturas. Por esto Andrew March propone un diálogo entre culturas, lejos del universalismo y con reconociendo de las particularidades de las diferentes culturas y la convivencia entre diferentes pueblos. En definitiva, desde mi humilde punto de vista para que Europa pueda aprender de África y de Asía de la misma forma que estos pueblos están aprendiendo de occidente, el europeo debe aprender primero a comprender pensamientos como Ubuntu o el confucianismo, en vez de centrase tanto por el folklorismo y el exitismo para satisfacer su deseo de felicidad líquida.