Por Richard Ruíz Julién

Maymuna Ahmed, de 75 años, vivió toda su vida en la ciudad de Babile, en el este de Etiopía, hasta una noche en la que su casa fue incendiada y se vio obligada, como un millón de personas más, a abandonar la región.

«No me queda nada», comenta la anciana a Prensa Latina, sentada en una pequeña tienda en un campamento donde reside ahora con su hija y su nieto de dos meses; es de pocas palabras, pero los surcos de su rostro cuentan una larga historia de penurias.

Las disputas entre comunidades oromo y somalíes en 2016 cambiaron todo para muchos etíopes, cuyas vidas, difíciles de por sí, comenzaron a empeorar cada vez más.

Babile fue el hogar de Mayuma por 74 años, con sus noches y días contados; allí se casó y dio a luz a sus ocho hijos.

«Este emplazamiento solía ser un bosque denso, hasta que el gobierno lo despejó hace un año cuando llegamos. Nos construyeron un refugio», explica.

El recinto Koloji II se estableció hace 15 meses. Actualmente alberga alrededor de siete mil 475 familias, casi 37 mil personas; los residentes han huido de varias partes de Oromia para buscar seguridad en el área fronteriza con Somalia.

Algunos caminaron durante días para luego concentrarse allí. Otros fueron llevados en autobuses enviados por las autoridades. Pero más personas siguen llegando cada día. En los últimos 60 días, aproximadamente dos mil 500 arribaron.

El gobierno etíope y las agencias humanitarias han estado respondiendo a las necesidades de los hacinados, aunque persisten las carencias de instalaciones sanitarias y de salud, alimentos, educación y condiciones de vida mínimamente aceptables.

Actualmente algunas organizaciones proporcionan dinero en efectivo de emergencia para que puedan comprar lo que más necesitan.

Con fondos de la Agencia Sueca de Cooperación para el Desarrollo Internacional (SIDA) y la Dirección General de Protección Civil Europea y Operaciones de Ayuda Humanitaria (ECHO), se entregan per cápita 50 dólares cada mes.

Según los expertos, esto permite adquirir diversos insumos, desde alimentos hasta ropa, tapetes y materiales plásticos para los refugios.

«Tantas personas murieron. La segunda esposa de mi padre, que era como otra madre para mí, estaba dentro de nuestra casa cuando la incendiaron», asegura Raha Ahmed, una residente de 40 años, madre de ocho pequeños.

Los desplazados en Koloji II solían ser granjeros, comerciantes y pastores, con bienes y hogares.

A la mayoría ya se le acabó todo, incluso las esperanzas. Aunque muchos desean regresar a su vida normal algún día, pero por el momento, están demasiado asustados para volver a los lugares de origen.

Para Raha, por ejemplo, retornar significa arriesgar sus vidas y la de los suyos.

Ello no mengua la desesperación, lo complejo de adaptarse a una nueva rutina en la que las preocupaciones tampoco cesan, sobre todo cómo subsistir con tan poco, indica.

«Solíamos ser autónomos. Teníamos empleos. Ahora dependemos de la ayuda humanitaria», dice

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