Cuando yo estaba en la escuela secundaria, a principios del año 2000, escuché que cuando uno es joven es de izquierda y luego, como adulto, se pasa a una posición más conservadora porque se llega a un status quo y se tiende a defenderlo. Las ideologías descoloridas del siglo XX señalaban un horizonte hacia el que las sociedades querían apuntar, modelos de sociedad mejor. La mejora de las condiciones de vida era posible a través de un choque fisiológico generacional, una competencia estimulante y sana entre padres e hijos que al desencadenarse en la adolescencia permitía el crecimiento de los jóvenes siendo educados en la independencia. El cambio en la política era llevado a cabo por los nuevos, por los jóvenes, según una dialéctica que tendía a seguir las demandas de nuevas clases o nuevos grupos sociales.

Sin embargo, como dijo Mentana en un reciente evento organizado por Gino Strada, en las empresas trillonarias de Silicon Valley, la edad promedio es hoy de 30 años mientras que en Italia, en las reuniones de Confindustria, la edad promedio es la misma que en la piscina de Cocoon, sin los efectos de la piscina. En la práctica, en Italia, este conflicto generacional no se ha producido por completo. De hecho, los jóvenes han sido (¿y son?) completamente excluidos de todo.

En las familias más afortunadas, un pacto implícito ha unido al padre y al hijo, según el cual, el primero paga al segundo una formación cada vez más larga y costosa, mientras que el segundo, mantenido por la familia, se aloja bajo el techo familiar y estudia, aspira a puestos de trabajo cada vez menos frecuentes en un contexto de ampliación de la clase media. Este pacto perverso ha creado una «clase desfavorecida» -cuya teoría fue desarrollada por Raffaele Alberto Ventura- la cual, teniendo que aceptar a menudo la degradación de su posición social, excluida de la competencia a los puestos de trabajo cada vez más raros, esconde su incomodidad con prácticas ostentosas de un nivel de vida que no puede permitirse.

Por lo tanto, los jóvenes hemos sido excluidos del mundo del trabajo, el principal elemento de afirmación personal y social. Con una retórica deliberadamente paternalista, basada en el chantaje del «ejército de trabajadores libres en reserva», los empresarios pueden alcanzar la máxima productividad con un salario cercano a cero, justificándolo con la lógica de «hay que aprender el oficio». Después de años y años de exámenes, los jóvenes salen de la universidad y se les dice que no saben cómo trabajar, que lo que se hacía hasta ahora era teoría, que la práctica es otra cosa.

Paradójicamente, los propios padres son cómplices de este paternalismo en el trabajo. Conscientes de haber contribuido a un mundo más injusto y quizá a la crisis económica, y movidos por un sentimiento de culpabilidad por insuficiencia, se comportan simultáneamente de dos maneras. Por un lado, nos acogen bajo su techo, manteniéndonos, dejándonos como única responsabilidad económica el decidir cómo gastar el sábado por la tarde la propina o los 500 euros que amablemente nos concede el explotador. Por otra parte, a veces nos desacreditan porque en el período de auge económico consiguieron hacer lo que nosotros no seremos capaces de hacer.

Según esta lógica familiar que ha fundado las políticas juveniles hasta ahora, siempre se ha esperado que, al garantizar un sistema tributario para padres y abuelos, se pudiera, a través de un efecto de cascada, construir un sistema de bienestar familiar que ayudara a los jóvenes, sin entender que tal sistema los hace aún más dependientes de los malsanos brazos familiares. De ahí la idea del «mamón italiano».

El conflicto fisiológico generacional que provoca el cambio ha sido apaciguado por la emergencia de la crisis y, por lo tanto, ha provocado la desaparición de una clase política de jóvenes.

Excluyendo a los que permanecen en situación de desempleo y bajo el techo familiar, sólo quedan los que quisieron o tuvieron que probar el camino de la emigración y aquellos siempre menos afortunados que han conseguido encontrar trabajo en Italia recurriendo a menudo a sus ambiciones iniciales, no sabemos si por meritocracia o por conocimientos personales, y que han logrado fundar una familia.

Si una parte de los desempleados son apaciguados por el paternalismo familiar y laboral, y la otra parte se encuentra con el suplicio de la emigración, verdadera válvula de escape del estallido social y político de los conflictos generacionales, llevándose con ella reivindicaciones y entusiasmo, ¿quién se presenta para un cambio político?

¿Quiénes deberían aplicar las políticas juveniles dirigidas a la independencia económica y de vivienda, si no son los propios jóvenes? Seguramente no serán los «viejos» que se alegran de tenernos bajo su techo, dándonos un salario que no se sabe cuándo será productivo y por lo tanto consumiendo mientras importantes recursos económicos.

Ciertamente, ninguna de las viejas generaciones se hará a un lado y ninguna de las nuevas generaciones esboza alguna forma de redención generacional.

Condenados al presentismo de la cultura consumista y social, desilusionados por las decepciones políticas de nuestros padres, no creemos en el cambio porque no creemos, desgraciadamente, que la política pueda contribuir a ello, tanto porque nunca lo hemos experimentado como porque en la escuela siempre nos hemos desanimado a tratarlo o porque no confiamos en el de al lado debido a que no confiamos en nosotros mismos. El de al lado no es visto como un compañero de lucha, sino como un posible competidor para un trabajo que nos podría garantizar el objetivo de construir una vida.

Incrédulos de un cambio que nunca hemos experimentado, incapaces de organizarnos y destinados a sobrevivir de manera individualista, debemos, para la supervivencia misma de la sociedad y de nosotros mismos, retomar nuestro destino a través de la participación política personal.

Traducido del italiano por María Cristina Sánchez