El espectro de la guerra persiste una y otra vez en algún lugar del planeta como para dar por cierto los peores presagios. Dependiendo de dónde se está, el conflicto bélico se visualiza ya sea como un juego o como una realidad terrorífica.

En Europa, donde me encuentro de visita, está presente en museos, en las calles, plazas, memoriales. La experiencia de haber vivido y sido escenario dos guerras mundiales está marcada a sangre y fuego. Han conocido y vivido sus consecuencias. Comprenden de qué se trata. Saben, al igual que Siria en la actualidad, que toda confrontación armada es sinónimo de hambre, destrucción y muerte. Es difícil encontrar familias que no hayan sufrido sus consecuencias.

Curiosamente, las mismas naciones que en un pasado reciente estuvieron en guerra, han sido capaces de volver a mirarse los ojos, de recuperar espacios de conversación y convivencia, pasar de un país a otro. Prácticamente no hay fronteras entre ellos.

En América Latina, por el contrario, que tiene el privilegio de no haber vivido, al menos en el presente y en todo el siglo pasado, una guerra en su significado convencional, se la ve como algo ajeno o lejano, casi como un juego, desconociéndose su realidad, así como sus secuelas destructivas.

A raíz de la demanda de mar por parte de Bolivia ante el Tribunal Internacional de La Haya, en ambos países, Chile y Bolivia, volvieron a sonar los tambores de guerra. Bolivia exigiendo una salida soberana al Pacífico, y Chile resistiéndose en base a tratados firmados en su momento. Exhortos al belicismo alentados por los principales medios de comunicación de los dos lugares, azuzando a sus respectivas poblaciones y que se multiplicaron en las redes sociales.

Se invoca la defensa de lo conquistado a punta del heroísmo y la sangre derramada por nuestros antepasados, o la necesidad de disponer de una fuerza disuasiva. Se oculta la insensatez de toda guerra en la que se desangran nuestros jóvenes, los traumas que se generan y la destrucción de vidas. Guerras que suelen ser decididas y declaradas por terceros a nombre de ideales superiores, pero que suelen ser en defensa de intereses particulares.

Raro es el caso en que los protagonistas de las batallas sean fabricantes de armas. Quienes viven un conflicto bélico deben adquirirlas a países que sí las producen y exportan. Los avances en la capacidad de destrucción de estas armas se deben poner a prueba de tiempo en tiempo, dándoles salida a las “novedades”. Es lo que se percibe en la reciente decisión de Trump por realizar una operación “quirúrgica” y “focalizada” en Siria, donde puso a prueba sus nuevos misiles.

Desafortunadamente vivimos tiempos de una paz armada. Debemos pasar a tiempos de una verdadera convivencia pacífica, de una paz sin la amenaza de la guerra. Es hora de desarmarnos, de dejar de rendir tributo a la violencia y dar paso hacia la no-violencia. De creer más en lo mejor, y no en lo peor de nosotros mismos.