Por Luciano Debanne

Tomo un café en una estación de servicio y todo el lugar tiembla, vibra.

Pero no un ratito, vibra sostenidamente. Y hay un ruido de fondo.

Las paredes, los vidrios, las mesas, las conversaciones, todo.

Hay un motor enorme en el techo, o algún conjuro oscuro, no sé, la cosa es que todo vibra. Y trona.

Yo tomo el café -apenas cortado, gracias- y me acostumbro a la vibración, al ruido. Miro la tele, leo el diario, observó el oficio de las dos personas que atienden, y limpian las heladeras, y miran por la ventana, y a los comensales, cada quien en su mesita que vibra y su café que vibra también.

Al tiempito ni el ruido, ni la vibración, te molesta, no le molesta a ninguno a juzgar por la mansedumbre con la que cada quien sigue haciendo sus cosas. Nos amoldamos, nos compenetramos, lo naturalizamos, lo que fue molestia, incomodidad. Ya somos parte de eso.

De repente, la vibración se frena. Se frena de golpe e inunda el boliche un silencio enorme y una sensación de bienestar.

Las voces en la tele y el tintineo de las tazas, se vuelven nítidas. Se escucha clara una conversación tras el mostrador.

Reconocemos inmediatamente que mal la estábamos pasando, que molesto era todo eso, que incómodo, que feo. Hay una paz que es un alivio.

Cinco minutos después se siente que algo se enciende, y nuevamente vibra el piso, las macetas, mis oídos vibran con ese sonido grueso que sale de ningún lugar y de todas partes. Y entonces todo se vuelve insoportable, ofuscado apuro el café y me voy.

Capaz la tarea no sea señalar sesudamente el ruido, pienso mientras pago, porque finalmente todos lo reconocemos. Capaz solo haya que regalar un minuto de alegría, de paz.

Capaz con eso alcanza para develar.