Por Samantha San Romé

«A la Milagro la amás o la odiás», me dijo un campesino cuando viajé a Jujuy. «Pero no creas todo lo malo que dicen», continuó. No dijo mucho más. Habló poco, lo necesario para entender que eso es lo que sucede cuando sos rebelde y te animás a pensar que somos todos iguales para tener derecho a lo mismo. El Che, Fidel, Evita, Evo, Chávez, Néstor, Cristina. Odiar o amar. Amar.
Fuiste abandonada cuando eras bebé, pero no eras cualquier bebé. Eras mujer, kolla, negra, pobre. Viviste en la calle, estuviste presa, te hiciste peronista, enseñaste a mujeres a escribir, a leer, a luchar, adoptaste niños/as, los hiciste estudiar, les diste un plato de comida, un vaso de leche, una razón, una identidad por la cual sentir orgullo. Vos, ustedes, que los educan para tener vergüenza, pedir permiso, perdón y respeto, que nunca caben en los «nosotros». Creaste la Tupac, construyeron viviendas, comedores, canchas, fábricas. Vos, que de chica no entrabas a las piletas por negra, hiciste piletas para los tuyos. Y es difícil saber si te odian por cómo las hiciste y con qué plata o por ver a un niño kolla nadando en una de esas. ¿Te imaginás un «country» para los indios? ¿Un lugar en este mundo miserable donde los tuyos no sean oprimidos y también gocen? Es como un cuento. Un sueño. Un chiste para los ricos. Una revancha. Pero vos lo imaginaste. Como un Milagro. Como tu nombre.