Por David Berá | CTXT

Con menos de 20 años, Ramona y Amparo, gitanas, decidieron en plena posguerra dejar todo atrás para vivir un amor fuera de las normas.

Durante todo un mes no hicieron otra cosa que moverse, viajaban de acá para allá mientras esperaban encontrar un lugar seguro. No habían previsto que el viaje durará tanto, pero un pueblo las llevaba a otro, una ciudad a otra, una estación de autobús a otra. A finales de junio de 1949 llegaron a Madrid. En cualquier otro momento de sus vidas no hubieran elegido esta ciudad para vivir, demasiado grande. Pero sus anchas avenidas, sus muchos barrios y el tumulto de sus miles de habitantes les hizo sentirse seguras.

Ramona y Amparo habían abandonado su ciudad una mañana, al alba, para que nadie las descubriera. Ramona y Amparo no tenían un destino claro, pero sí un objetivo: no ser vistas, no hacer ruido, dejar la ciudad sin ser reconocidas. Amparo y Ramona, ataviadas como payas –con vestidos grises entallados hasta la rodilla y unos zapatos de tacón bajo, conseguidos mediante el trueque de un corte de tela–, huyeron. Se subieron a un autobús. Con los dos billetes compraron algo más: una vida diferente.

Amparo y Ramona se enfrentaban a un mundo nuevo, lejos de la protección familiar, y rodeadas de payos, esos de los que aún no se podían fiar. Ramona y Amparo habían soñado con ese día desde hacía meses. Ellas no eran novias, no eran parejas, no eran lesbianas, no sabían qué era el placer sexual entre mujeres. Eran solo dos primas gitanas a las que les gustaba mucho estar juntas, con una gran intimidad emocional y a las que su mundo se les había quedado pequeño.

Ramona, baja, desgarbada, y con una exacerbada y frenética actividad en todos los miembros de su cuerpo, tenía menos de 19 años. Amparo, pálida, con una incurable y a la vez pulcra expresión de tristeza, era más joven. Ninguna de las dos sabía cuándo habían nacido exactamente. Ramona estaba casada. Tenía tres hijas, “tres gitanicas, mu guapas, mu gitanas”. Amparo estaba pedida por un primo segundo suyo algo mayor que ella. Ramona vivía en casa de su suegra: “Yo era la criada que todo lo hacía mal… mi suegra era muy mala, y mi marío, un borracho”. Ambos la golpeaban. Amparo sabía leer y escribir, había acudido unos años a un colegio de monjas. Las dos tenían deseos de futuro, lo imaginaban, y emprendieron un viaje que les acercará a él.

Tomar ese autobús no fue fácil. Los riesgos eran muchos. Si fracasaban y las encontraban, las represalias serían graves. Y si no fracasaban, el mundo que les esperaba estaba lleno de aristas afiladas en las que tropezarse.

Y, sin embargo, sobrevivieron. El miedo a ser descubiertas nunca desapareció del todo, aunque poco a poco se fue haciendo más llevadero. Los años fueron pasando, las penurias económicas siempre estuvieron presentes. Ramona y Amparo alternaban la venta de retales de tela y objetos de cocina por las casas del centro de Madrid con el trabajo doméstico. En sus recuerdos esos años aparecían borrosos, vidas de supervivencia, pequeñas alegrías, pequeñas penas, Navidades donde el anhelo del pasado les invadía, alguna celebración con las vecinas y paseos los domingos por el Retiro. Sobrevivieron, se mudaron a una ciudad de provincias del norte en la que se compraron un piso. Allí nunca más serían gitanas, sino dos hermanas solteras.

Su secreto era suyo y de nadie más. No se podía compartir. Tal vez las vecinas y amigas intuían, sospechaban algo, pero nunca se habló de ello.

Amparo y Ramona envejecieron, juntas, solas en una soledad acompañada. Ramona recordaba cada día a sus hijas, las lloraba en sus escasos momentos de descanso. A veces estuvieron tentadas de volver y ver a los suyos. A pesar de no tener contacto directo con sus familias, lograban enterarse de las muertes y nacimientos. No fueron a los entierros de sus padres, pero ambas se vistieron de luto. No sabían cuándo decidieron ponérselo, cuándo decidieron llorar la muerte de sus seres queridos, pero las dos sentían que tenían que hacerlo. Pese a la lejanía física y vital, nunca pudieron dejar de sentir a esos gitanos que dejaron atrás como parte de sí mismas. En mi último encuentro con ellas hubo una frase que se me quedó marcada: “Somos gitanas, eso no se va, nunca, aunque tengamos el corazón seco de estar tan lejos de los nuestros. Pero no podía ser, no puede ser, los gitanos no entienden esto”.

Ramona y Amparo han muerto ya. Ramona se fue primero. Amparo solo le sobrevivió unos meses. No pudo aguantar la separación de ese todo en que se habían convertido la una para la otra.


Los nombres son ficticios. Así lo pidieron Ramona y Amparo.

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