Cuando el viajero arriba a ciudades como Trinidad o La Habana, queda sorprendido por el grado de conservación de sus valores arquitectónicos. Es como si el tiempo se hubiese detenido en los cascos históricos de estas urbes y, de pronto, al doblar una esquina, entramos en siglo XVIII, con sus casas de balcones corridos, rejas de hierro y grandes ventanales. Pero la magia se rompe con facilidad y la realidad de otra Cuba irrumpe en la Cuba histórica, contaminándola.

Nuestras más hermosas ciudades se construyeron sobre la iniquidad, el esclavismo, la explotación de muchos por unos pocos y fueron siempre, por tanto, hermosos baluartes rodeados por la miseria. La miseria de los campos, de las plantaciones, de las barriadas de casuchas pobres que poco a poco, con el paso de los años, se fueron urbanizando y convirtiéndose en el resto de la ciudad. Pero la esencial desigualdad sobrevivió. Sobrevivió y, con el giro dramático de los noventa, se acentuó.

Cuando el viajero entra a las hermosas mansiones de los Duques, Condes y Marqueses de nuestra oligarquía criolla, contempla entonces la gloria de una casta, no de un pueblo, porque muchas veces lo mejor de la nación se formó al margen y en contra de todo lo que esos palacetes representaban. La manigua, donde encontró su expresión definitiva la identidad nacional, no conocía los lujos de bacará y sèvres, de porcelana de china y muebles Segundo Imperio.

Todas esas bellezas son la delicia del turista que, catálogo en mano, recorre las calles, se adentra en las iglesias, visita los inmuebles y, entre uno y otro destino, come en caros restaurantes, se aloja en hoteles y cuartos de alquiler, paga algún que otro placer, bebe nuestro ron y fuma nuestro tabaco. En un país montado alrededor del turismo, los medios de exprimir al visitante son variados y efectivos. Una gran riqueza se produce. Trinidad, por ejemplo, recibe cada año más turistas de los que puede incluso manejar, a pesar de la amplia red de infraestructura que se ha construido con los años.

Pero el turismo no es bueno para todos, en estas villas centenarias. Como antaño, los dueños de las casas y algunos pocos concentran la prosperidad, pero al margen se acentúa el peso de la miseria. Porque en una ciudad donde los turistas triplican cómodamente a los locales, toda la producción se destina a los turistas. Los alimentos se encarecen, el costo general de la vida sube y, el resultado es una economía paralela, sustentada por la miseria, de prostitución, tráfico de mercancías cuyo comercio es controlado por el estado, drogas y una infinidad de otras cosas, en ocasiones difíciles de imaginar.

Vemos entonces que en las viejas villas, construidas en torno y sobre la miseria, esta todavía se mantiene, se acentúa incluso. La razón fundamental radica en que las grandes sumas de dinero que produce el turismo no se revierten en el nivel de vida de las comunidades. Una adecuada estrategia de desarrollo local significaría un crecimiento ordenado del turismo, un mejoramiento progresivo de la infraestructura, tanto de servicios como productiva, lo cual generaría empleos y posibilitaría que todos se insertaran económicamente sin necesidad de degradarse humana o moralmente. Controlaría el afán de enriquecimiento depredatorio que hace que muchos socaven los valores patrimoniales de los inmuebles, añadiéndoles piscinas y demás, y todo por quitarle un poco más al turista aquí y ahora.

Al no haber estrategias de desarrollo local, o si las hay ser tan deficientes, los valores culturales tradicionales se ven en peligro. Solo se beneficia el artista que esté dispuesto a refreír los mismos temas, a bailar una mala guaracha enseñando las nalgas o a hacer cualquier cosa que entretenga y desfogue al turista. Lo bueno, si lo hay, no vende y, por tanto, sobrevive mal y poco.

La cultura, entendida en un concepto mucho más amplio, desde las formas artísticas a la particular forma de comer, vestir o socializar de un pueblo, es una parte sumamente frágil del gran espacio que es la nación. Su defensa, sin caer en nacionalismos chatos, implica también la defensa de esa parte de la experiencia humana que nos hace diferentes y, a un tiempo, nos permite construir vínculos con la humanidad en su conjunto. Ser cubano no es mejor que ser chileno o mexicano, es parte de la riqueza de un continente, cuya salvaguarda nos corresponde a todos los nacidos en esta isla.

No importa cuánta voluntad política exista, la defensa de los valores culturales debe comenzar necesariamente por las comunidades. En un país como el nuestro, cada vez más volcado al turismo, es imprescindible entonces que esas comunidades se beneficien directamente de la riqueza que generan, como un primer bastión a la ola avasalladora de la globalización. Que el ansia de beneficio inmediato no nos impida ver a mediano y largo plazo. Debemos salvar nuestra cultura, que es, en definitiva, salvar nuestra identidad.