Por Rafael Plá León

Fidel Castro ha muerto. La noticia no toma por sorpresa, pero deja consternado a todo aquel que lo admiró y comprende lo que le debe. Generaciones enteras de cubanos tuvieron su vida marcada por su impronta revolucionaria. Fue la gran personalidad del siglo XX cubano y manejó su voluntad como nadie; se trazó un camino de lucha y lo mantuvo en medio de huracanes políticos que su intuición extraordinaria supo manejar.

Fue adorado, idealizado, querido por millones; unos que alistaron su servicio a la causa que él les planteó; otros que crecimos en medio de esa especie de culto que cuidó no parecerse al que protagonizaron en otras latitudes, pero que llevó a algunos a apreciar en él poco menos que un dios. La propaganda que le acompañó exageró en alguna medida sus virtudes y su sabiduría. No era necesario, pues su personalidad se imponía naturalmente. Por otro lado, quedaban con el tiempo desdibujados sus verdaderos méritos: la dosis de valentía que tuvo que reunir para emprender un camino que no solo ponía en peligro su vida por los grandes intereses que desafiaba, sino que también se echaba un pueblo sobre sus hombros, le trazaba metas que no siempre el pueblo entendía, y lo llevaba por caminos inéditos, que ni él mismo sabía a dónde conducirían, aunque con la certeza de que irían a otro lugar distinto del capitalismo brutal y despiadado. Fue solo un puñado de hombres los que se batieron con él en la Sierra en aquella guerra efectiva, relámpago, como la quería Martí, otros tantos en el Llano; fueron más los que marcharon a Girón, al Escambray, a Angola, a Etiopía; fueron ya miles de miles los que se lanzaron al mundo de misioneros de salud, educación, deportes; los que colaboraron con su técnica con alguno de los varios procesos políticos progresistas o revolucionarios. Fidel movió a un pueblo entero en pos de unos ideales que unos asumieron, otros sencillamente quedaban subyugados por su brillo y lo seguían ciegamente.

Pero Fidel también ha sido odiado, calumniado. No es para menos: la revolución que desató le aguó la fiesta a clases pudientes. Nacionalizó la propiedad de la burguesía cubana, pero sobre todo, de la burguesía yanqui, que poseía las mejores tierras y negocios claves en la isla. Ajustició a los militares comprometidos con crímenes del régimen batistiano. Neutralizó fulminantemente las maniobras de políticos habilidosos, entrenados en frustrar procesos populares. Pero no nos engañemos: también lo malquisieron aquellos que, participando en el proceso revolucionario, vieron cómo este tomaba un rumbo distinto a como lo imaginaban; revolucionarios que llegaban hasta un punto, que no toleraban un sistema comunista. Pero no solo de la clase burguesa, de los militares batistianos y de revolucionarios arrepentidos, también fue poco querido por gente de pueblo cuyo sentido de vida nada tenía que ver con una sociedad socialista, aquellos que, sin tener propiedades, soñaban con acceder a ellas o a una riqueza que les permitiera vivir como burgueses.

El mundo entero se dividió entre los que lo quisieron y los que lo odiaron, pero no dejaba a nadie indiferente ante el torbellino de ideas que removían el mundo. Tenía la fuerza de carácter suficiente para dirigir una gran potencia y desde un pequeño país contribuyó a grandes causas de liberación. La más notoria fue la causa de la lucha anti-apartheid, donde el éxito fue rotundo. Otras, como la gesta guerrillera en Latinoamérica, apoyada por combatientes cubanos, no tuvo la mejor suerte, a no ser en la Nicaragua sandinista de los años 70. La estrategia internacionalista cambió luego de la caída del campo socialista: en vez de combatientes armados, inundó el mundo un ejército de médicos, maestros, entrenadores y técnicos a apoyar los planes sociales en países del Tercer Mundo, compartiendo lo poco que ha tenido Cuba.

Fidel es el hombre que se mantiene firme ante los virajes, teniendo a mano con rapidez una estrategia nueva para la nueva situación. Así ha ocurrido ante cada derrota que hubiese confundido a cualquiera. No se amilanó cuando el imperialismo decretó el bloqueo, ni cuando la derrota en la Zafra del 70 frustró las pretensiones de darle a la Revolución un grado de soberanía económica mayor; mucho menos cuando la caída del campo socialista y, poco después, de la Unión Soviética, dejó a Cuba literalmente en el aire. Ha sabido Fidel manejar las crisis económicas sin sacrificar importantes conquistas populares, aunque también es cierto que para aquellos que añoran la prosperidad de los mercados por encima de todo, Fidel no pudo exhibir pericia de economista. No le perdonaban estos el dinero que dedicaba a la ideología y a la ayuda internacionalista. Deberían perdonarle que no haya logrado un país como lo intenta Raúl, próspero. No entienden quizás que la lucha de la Revolución pasa por cambiar de raíz el modo de vida consumista, la manía acumulativa de riquezas que la burguesía le imprime a la sociedad toda. No habrá sido una vocación de sacrificio inútil, sino un fino sentido de la responsabilidad política y social lo que le hizo perseverar tanto en los 60 como en los 90 ante las adversidades de la crisis. El mismo sentido le hizo perseverar en su concepción del partido único, cuando toda la socialdemocracia amiga de Cuba o no tanto le recomendaba el pluripartidismo. Hoy que la cercanía de amistades peligrosas nos preocupa, deberíamos no olvidar estas cuestiones.

Por último, Fidel se ha ido de la vida invicto frente al imperio. Haber tenido que lidiar con el país más poderoso de la Tierra acrecentó su grandeza de líder contemporáneo. Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton, Bush W, Obama: once presidentes de EE.UU. no dieron descanso a Cuba, y Fidel tuvo que estar atento a cada movimiento de agresión para dar una respuesta a tono con la circunstancia. Ni siquiera Obama, quien decidió cortar la política de aislamiento entre los dos países, dio paz a las relaciones, aplicando el bloqueo con mayor rigor que sus antecesores. Hoy que se abren todas las incógnitas ante la próxima administración, el ejemplo de Fidel manejando situaciones de conflictos tiene que estar presente permanentemente. El momento largamente esperado por los enemigos de la Revolución tiene que pasar como un día más en la construcción de las relaciones con el vecino del Norte.

El legado del Comandante es amplio. El mejor homenaje es estudiar su pensamiento, enriquecer las políticas actuales con lo mejor de lo que Fidel tiene que decir al cubano contemporáneo. Ahí estará él, despojado de la aureola de santo, con su estatua humana, con su obsesión de Revolución, como Martí, como Lenin, pero llenando su atención de ideas ante cada problema. Insustituible en sus métodos, pleno de conceptos para enderezar políticas. Con la capacidad de los grandes para aglutinar gente, para construir pueblos.

Esta medianoche del 25 de noviembre de 2016 ha ocurrido algo: Raúl ha dado al pueblo la noticia que nunca quiso oír. Cuba duerme. En Santa Clara los rockeros aún disfrutan su festival, es evidente que aún no lo saben. Llaman los más allegados. Estamos ante la Historia. Le ha tomado a la televisión cubana unas horas para adaptar su programación al duelo que a partir de hoy 26 vivirá el pueblo. El desvelo me ha hecho escribir el homenaje que no logré consumar en la celebración de sus noventa en agosto.

Fidel ha muerto. ¡Viva Fidel y la Revolución que inspiró!

Santa Clara, 26 de noviembre de 2016, 3:30 am