Por Eduardo Montes

Se acepta en las ciencias que se ocupan del asunto que hace más o menos unos dos millones y medio de años surgió el género Homo (hombre en latín) del cual derivaron varias especies consideradas humanas.

De todas éstas, la única que ha sobrevivido – y no queremos saber cómo – es aquélla a la que pertenecemos, autodenominada Homo Sapiens (algo así como hombre sabihondo).

Si nos gustan las estadísticas podemos decir que el hombre actual tiene una antigüedad que representa el 0,095% de la totalidad de la existencia del género Homo.

El control del fuego – su conservación y producción – parece haber sido atributo de varias especies humanas desde hace unos 800000 años, aunque esta precisión no es del todo comprobable. En todo caso, lo que sí es cierto es que el fuego viene acompañando al género desde hace bastante tiempo.

El primeras muestras de metalurgia, es decir de la fundición de metales se registra en la península de Anatolia (en la actual Turquía) hace unos 8000 años.

Es decir que, después de conocer el fuego, insumió el 99,99% del tiempo en lograr el dominio suficiente como para aumentar su temperatura a más de 1000°, los necesarios para fundir el cobre.

Hasta lograr, o concebir, la primera aleación pasaron 3000 años más, cuando se inaugura formalmente la Edad del Bronce.

La cerámica es mucho más antigua y los mejores productores en este campo han sido los chinos, de los cuales se considera que hay producciones que datan de unos 20000 años.

La agricultura – años más, años menos – parece ser un fenómeno surgido independientemente en varios lugares hace aproximadamente unos 11000 ó 12000 años.

Recapitulando:

Luego del surgimiento hipotético del género en el último 0,01% de ese tiempo aparece la especie Homo Sapiens.

En sus 200000 de existencia nuestra especie, aun conociendo el fuego, recién lo lleva a una temperatura aceptable para la fabricación de cerámica duradera y de herramientas de metal fundido en otro tramo de 0.01% de ese tiempo.

Pero ya la producción de aleaciones lleva menos tiempo inaugurando la Edad de Bronce, en la cual se desarrolló casi toda la historia de la civilización egipcia, por ejemplo.

La edad del hierro empieza en distintas geografías, casi simultáneamente, hacia el siglo XII A.C. Para tener alguna referencia histórica, es la época de la guerra de Troya.

A partir de allí las posibilidades de fabricar herramientas e instrumentos de todo tipo – incluyendo armas potencialmente más terribles – se hace exponencial.

Junto con la elevación de las temperaturas que posibilitan la fundición del cobre y el desarrollo de la cerámica, se dan las primeras expresiones de la alquimia (en Mesopotamia y en China).

Hacia el año 500 se produce un extraño florecimiento de la espiritualidad en todo el mundo, en numerosas civilizaciones surgieron doctrinas y grandes hombres que las concibieron. Desde el siglo de oro griego, con Sócrates, Platón y Pitágoras, hasta las diversas expresiones orientales de la India – Buda – China – Lao-Tse – o Persia con Zarathustra (Zoroastro en griego).

O sea que tuvieron que pasar casi dos millones y medio de años desde el surgimiento del género Homo, casi doscientos mil de la especie Homo Sapiens antes de que empezaran a descollar algunos nombres en el plano espiritual. No estamos significando que antes no los hubiera, sólo tomamos estos ejemplos a los que podrían sumarse algunos otros anteriores que desconocemos o que hunden sus raíces en el mito o la prehistoria sin memoria.

Haciendo cuentas, en el último tramo de existencia del Homo Sapiens, que representa menos del 5% de la totalidad, aparecen la agricultura, la cerámica, la metalurgia y se expande la espiritualidad. Estamos evidentemente ante un proceso que, a partir de ciertas condiciones, se hace acelerado.

Es cierto que no es una aceleración continua pero hay tramos en los cuales se expresan, súbitamente para los parámetros históricos, correntadas de impulsos nuevos a un ritmo insospechado desde los antecedentes.

Dando un salto en el tiempo, en los inicios de la revolución industrial, momento en que junto con antiguas prácticas primitivas (la esclavitud, por ejemplo) se postulan muchas de los ideales que marcarán los siglos sucesivos y que dejarán su sello hasta en la habitualidad del presente.

En Europa se empieza a producir una enorme transformación a caballo de la revolución industrial. El colonialismo, al par que explota salvajemente a pueblos milenarios, sin quererlo lleva también el germen de los nuevos tiempos.

Hacia finales del siglo XIX, con un crecimiento inusitado del arte y la ciencia, surge lo que Ortega denominaría la aparición de las muchedumbres. Masas humanas que en las ciudades pasea, se entretiene, intercambia, consume, protesta, revoluciona.

Hace escasos segundos, en el marco de los lapsos históricos, se reconoce la igualdad y los derechos de todos los seres humanos. La mujer se suma activamente a la vida social. La ciencia progresa, la técnica vuela.

Sería interesante recapitular todos los fenómenos que se ponen en marcha en todos los campos, tal como Silo lo hiciera en la conferencia La Religiosidad en el Mundo Actual en un breve racconto que sólo toma en cuenta cuatro años.

Con la revolución industrial nace el capitalismo como lo conocemos y hoy, apenas 200 años después (el 0,1% de la vida de nuestra especie) ya está en plena crisis, se ha hecho financiero, abstracto, de burbuja, dependiente de una maquinaria de producir papeles de colores (la Reserva Federal de USA). No es lugar para discutir esto, pero sus fundamentos tienen todos los rasgos de algo que se puede evaporar en un instante. Han pasado sólo 200 años, el 0,00008% del tiempo que lleva el género Homo sobre esta tierra.

Probablemente aún se conserven muchos de los instintos y atavismos de aquellos lejanos ancestros, pero también es cierto que “algo” se ha tensado hacia el futuro de un modo fatal. Y en esa tensión, entre el mono y ese ser que nos sucederá, ese que Nietzsche llamó superhombre quizás por no tener mejor modo de llamarlo, en esa tensión vivimos hoy nosotros, intuyendo lo que no y sospechando lo que sí, sabiendo lo que ya-no y esperando lo que aún-no.

El proceso humano se acelera. No es verdad, como dicen algunos, que siempre haya sido igual. Es posible que aquel “siempre” que no conocemos (el de los seres primigenios, sin historia, sin civilización) haya sido el mismo por cientos de miles, millones de años, pero en esa breve fracción de tiempo que va desde la creación de la agricultura, la cerámica, la metalurgia, no ha hecho más que cambiar, con etapas de detenimiento y hasta de retroceso según el lugar pero, cuando ha tomado la recta de la aceleración, los cambios han sido vertiginosos.

Tal vez sea tarea para los matemáticos calcular las tasas de aceleración de los cambios en ciertos períodos históricos. Si se abocaran a semejante cálculo es posible que pudieran observar que estamos a una fracción de segundos de cambios impensables, como era impensable la filosofía, el cine, la aviación o la búsqueda del sentido de la vida para aquellos maravillosos predecesores que se acercaron al fuego y comenzaron a domesticarlo, iniciando con esto los procesos de los que hoy nos hacemos dueños con una casi total ingratitud.

Todos estos cálculos de escasa cientificidad no quieren ser demostración de nada, sino indicar el asombro ante la imagen de un proceso que, aparentando una lentitud absoluta, de pronto es como si despertara y se abocara con toda su energía a recuperar el tiempo perdido.

Es muy probable, casi seguro, que esa lentitud de nuestros lejanos antecesores fuera sólo aparente y que, mientras repetían actos y gestos por miles de milenios, fueran moldeando en los altos hornos de su interioridad los modelos profundos que hoy queremos llevar a la luz, que hoy deseamos que sean en el mundo.

Dar un fundamento estadístico tal vez sea tarea para matemáticos o historiólogos, pero para nosotros la tarea primordial es no dejar que la impaciencia se transforme en desazón o destrucción.

Pareciera que, paradójicamente, lo opuesto a la impaciencia no fuera la paciencia sino la fe. Esa que sabe esperar desde la certeza de la evolución de las cosas, esa que permite actuar atento al presente sabiendo que lo que hoy se siembra es cosecha de mañana y que siente que el granero interior, ese enorme silo, quiere entregar al futuro su enorme tesoro.