Por Catherine Fuhg, para Opinion Internationale

Cuenta una leyenda bíblica que un muchacho bello y flacuchento, pastor de profesión y, por los dichos de sus hermanos, un poco parlanchín, venció a un gigante, guerrero desde la infancia y armado hasta los dientes. Para defenderse, el joven pastorcillo no tenía más que un palo; y una fe inquebrantable…

La historia de David y Goliat nos enseña que la victoria está al alcance de cada uno. Que el secreto reside en la pasión, el coraje y la imaginación. Esta enseñanza es una fuente que nos puede saciar en los momentos de descorazonamiento. Fresca, maravillosa, vigorizante. ¡Pero no! Basta de soñar. ¿Qué pasa en realidad?

En realidad, todos los hombres están sometidos a una misma fuerza suprema cuya clave no poseen. Una fuerza imposible de corromper, engatusar o enmendar. Este estado de igualdad sigue siendo lo único comprobado. Aparte, la humanidad está dividida en castas más o menos al reparo de los golpes duros de la vida. Es que ningún David, ninguno, tiene los medios de vencer al más mínimo Goliat. Porque sus adversarios no son extranjeros suprapoderosos ni fáciles de distinguir, son imposibles de identificar. ¿Quién es el enemigo de los más pequeños? ¿El hombre mismo, malo por naturaleza? ¿La economía de mercado? ¿O bien una fuerza oculta cuyo objetivo es instaurar un nuevo orden en el mundo?

Frente a un mundo al que se considera cada vez más pequeño, porque las distancias ya no existen, y que la comunicación y todo el resto de la cantinela… el ser humano se ve confrontado a sistemas complejos que ya no entiende, que parecen escapársele a sus padres, produciendo más complejidad sin cesar. Una suerte de cáncer.

Privados de visibilidad, los seres humanos se sientes débiles, pequeños y cada vez más vulnerables. Su imaginación, que gira al máximo en busca de soluciones a sus problemas cotidianos, al no encontrarlas, inventa historias de complot y de fuerzas obscuras. Ellos creen en ellas a rajatabla. Y, de hecho, ¿por qué no? Estos cuentos no son más descomunales que las múltiples mentiras que ya les hicieron tragar. Ya nada les parece increíble – ¿acaso no se dice que mientras más grande…?

Hay otros que se indignan contra todo, no importa cómo, y que se quedan sin voz de tanto vociferar “todos juntos” para convencerse de que no tienen miedo. Finalmente, otros cometen lo peor. Lo peor para ellos, lo peor para todos. Lo peor es la obra monstruosa de la impotencia humana. Acabamos, recientemente, de sufrirla en carne propia.

¿Qué hacer entonces? ¿Tenemos los medios para volver atrás? ¿Para restablecer un equilibrio? Por lo menos, un poco de justicia cuando sea posible.

¿No podríamos rever, por ejemplo, el juicio absurdo a un herborista parisino por haber osado oponerse a los farmaceutas?

El tribunal correccional de París el mes pasado se expidió contra Jean-Pierre Raveneau, condenándolo a pagar 50.000 euros de multa, un año de pena condicional y tres de sumisión a la condena: prohibición de ejercer su profesión. ¿Qué crimen cometió? El de ejercer un oficio que desapareció de los radares en 1941. Ese año, el Consejo superior de farmacia presionó al régimen de Vichy para que se suprimiera la formación de herboristas. Así, solo los farmaceutas podrían comerciar con plantas medicinales y preparaciones magistrales. Salvo que después, con el gran auge de los antibióticos en la posguerra, nadie se interesó más en las plantas y sus virtudes hasta estos últimos años en que el entusiasmo popular por la medicina natural cambió las cosas. ¿Y entonces que pasa con el señor Raveneau? Doctor en farmacia, bastaría con que se inscriba en el registro de farmaceutas y su problema estaría solucionado. Aunque entonces estaría obligado a vender medicamentos y no solo plantas. Cosa que no desea. Pero, una pregunta más: ¿su diploma no basta? No, no es suficiente. Cuestión de orden finalmente. Trabado de esta manera, este herborista como hay pocos, por falta de formación, no podrá durante tres años seguidos aliviar los dolores de los que lo necesitan.

¿Qué hay de aligerar un poco la carga sobre los productores de quesos franceses, y de todos los agricultores? Destrozados por normas establecidas por tecnócratas que deciden fehacientemente sobre la base de informes concebidos por burócratas. Cientos de productores cerraron sus puertas discretamente o fueron absorbidos por gigantes que no tienen ninguna tradición que transmitir ni defender.

Y finalmente, ¿por qué no poner un servicio de recepción telefónica para los usuarios de la Caf, de la Seguridad social y de otras administraciones, con tarifas sin recargo, donde interlocutores, que escuchen de verdad, estén también capacitados para solucionar los problemas?

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