Hace 22 años, a fines de 1993, el pensador humanista Mario Rodríguez Cobos, más conocido por su seudónimo como Silo, advertía en su Décima carta a sus amigos[1] que los partidos políticos se alternarían ocupando el ya reducido poder estatal, resurgiendo como “derechas”, “centros” e “izquierdas” (así con comillas). También sostenía que ocurrirían muchas “sorpresas” al comprobarse que agrupaciones y alineamientos entronizados desde décadas atrás se disolverían en medio del descrédito general. Y que tendencias supuestamente opuestas podrían sucederse sin modificar en lo más mínimo el proceso de desestructuración social. Decía que asistiríamos a un sincretismo general en el que los perfiles ideológicos quedarían cada día más borrosos. Y que frente a una lucha de slogans y formas vacías, el ciudadano medio se iría alejando de toda participación para concentrarse en lo más perceptual e inmediato. Después, aseveraba, la disconformidad social se haría sentir crecientemente mediante la desobediencia civil, la protesta, el desborde y la aparición de fenómenos psicosociales de crecimiento explosivo. Si el proceso de desestructuración se escapaba del control del Estado aparecería con peligrosidad el neo irracionalismo con la intolerancia como bandera de lucha.

Mirando el proceso electoral peruano desde estos vaticinios, a tres meses de las elecciones aproximadamente, quedamos sorprendidos por la validez histórica de estas afirmaciones. Pruebas al canto. Para comenzar nadie se autodefine como de derecha, o de izquierda, sino que todos se van corriendo al centro para agarrar los votos de un porcentaje importante que no se siente representado en su anhelo de cambio por mayor seguridad, trabajo, educación y salud de calidad. Este propósito humanista y revolucionario viene siendo traicionado sistemáticamente desde siempre y el modelo neoliberal no es sino una nueva traición. Este ha sido continuado intocado desde Fujimori por todos los presidentes electos que en sus promesas de campaña se muestran muy sociales, humanitarios o de izquierda, y en sus actos de gobierno muy neoliberales, autoritarios y/o populistas.

Ninguno de los candidatos, ni siquiera Verónica Mendoza, la de la izquierda, habla de un cambio de modelo en favor de una democracia real, de una descentralización efectiva y de una mayor reciprocidad entre el capital y el trabajo parta reducir la desigualdad. Pero en un contexto mundial desacelerado, con los precios de los minerales a la baja, en medio de una inseguridad insostenible y un narcotráfico que ya metió sus garras en el Estado, el chorreo no parece que será suficiente para detener una protesta social que puede arreciar a la hora que suba el costo de vida, el empleo se precarice y el pequeño negocio informal ya no pueda satisfacer ni siquiera mínimamente las necesidades básicas. Entonces, el proceso de desestructuración no podrá ser paliado por el goteo, y la conflictividad social tendrá que ser autoritaria y criminalmente reprimida, como ya ha ocurrido con los conflictos mineros en la sierra y los energéticos en la selva.

En cuanto al sincretismo ideológico vaticinado por Silo, adquiere ribetes grotescos en el actual proceso electoral peruano. Los principios se han echado a un lado y lo único que interesa es salvar la inscripción electoral de los partidos, y con ello, la posibilidad de seguir obteniendo puestos ejecutivos o parlamentarios para seguir mamando corruptamente de la teta del erario público, cuya leche es producida con el trabajo humano de todos los peruanos. Ahora resulta que Lourdes Flores Nano del Partido Popular Cristiano se ha juntado con Alan García, después de haber sido rivales acérrimos en los procesos electorales anteriores. Susana Villarán, una mujer progresista de la izquierda asociada a la teología de la liberación y a los derechos humanos se ha juntado con Daniel Urresti de un Partido Nacionalista que con Humala subió al trono con banderas de izquierda (con el cuento de la Gran Transformación), pero que gobernó para la derecha en un acto de traición que lo dejó en el descrédito político. Así que el sincretismo ideológico descansa en un pragmatismo oportunista de corto plazo para conservar puestos de trabajo, recuperar inversión electoral, acceder al dinero de la gran corrupción, abrirles cancha a las corporaciones o al narcotráfico, y salvar partidos formales que justamente hacen posible todo ese festín inspirado por la dictadura del dinero y/o del prestigio que da el poder. ¿Y el pueblo peruano? Pues que siga hipnotizado por el consumismo, estupidizado por los medios de comunicación, tentado por la delincuencia y el narcotráfico o, a lo más, ocupado en su propia sobrevivencia estudiando y/o trabajando de sol a sol hasta la extenuación.

Los lemas electorales y las medidas programáticas se mueven solamente en el reino de lo secundario o en las reformas parciales o de baja intensidad. Ninguna gran reforma del Estado, ningún cambio sustantivo en los campos de la salud, la educación, la economía, el trabajo, la tributación, el sistema de justicia, la descentralización y la desconcentración del poder político y económico en favor de una mayor igualdad de derechos, oportunidades, autonomía y horizontalidad y equilibrio ecológico-social.

Así que seguiremos en la tendencia mundial hacia el desastre por medio de lo que en Perú se ha venido a llamar el “piloto automático”, que significa ninguna gran intervención de Estado o de la sociedad para cambiar el modelo neoliberal y las sagradas leyes del mercado custodiadas por el ministro de economía, que siempre es un tecnócrata puesto por el gran capital.

¿Qué futuribles podríamos intuir ante el proceso de desestructuración creciente? ¿Entraremos a ser un narco-estado? ¿Militarizaremos el país para controlar por represión a la delincuencia y a la protesta social? ¿Se darán las dos cosas juntas en medio de una corrupción generalizada? Lo que sí parece seguro es que seguirá el proceso de desestructuración hasta que las fuerzas de renovación generacional que ya han dado señales con los llamados “pulpines”, jóvenes que por miles se auto-convocaron por las redes y lograron con la protesta social parar leyes lesivas a su realidad laboral.

Pero tampoco en las nuevas generaciones se ve brillar todavía la imagen humanista de un proyecto nacional que cambie el esquema de poder poniendo por delante la cuestión del trabajo frente al gran capital; la cuestión de la democracia real frente a la democracia formal; la cuestión de la descentralización, frente a la centralización; la cuestión de la antidiscriminación, frente a la discriminación; la cuestión de la libertad frente a la opresión; la cuestión del sentido de la vida, frente a la resignación, la complicidad y el absurdo.

[1] Cartas a mis amigos, sobre la crisis social y personal en el momento actual: Décima carta, Editorial PHOBOS, Lima, 20O7.