Desde el punto de vista existencial -que, en definitiva, es el único importante-, una crisis social acaece cuando comienzan a ponerse en duda todas aquellas certezas que sostenían una determinada forma de convivencia y el orden social derivado de ellas. En otras palabras, esa crisis es el indicador de un cambio más o menos profundo en el sistema de creencias de la población. Aquello que se cree conforma una suerte de sustrato mental colectivo de supuestos pre-racionales, que jamás se discute y con el cual se cuenta al elaborar las argumentaciones racionales, una perspectiva desde la cual se mira todo lo demás. En suma, un suelo aparentemente sólido e indubitable sobre el cual se van edificando las conquistas que caracterizan a una sociedad… hasta que algún movimiento telúrico viene a resquebrajar esa solidez y nos arroja en un instante a la inestabilidad.

Pongamos un ejemplo: a pesar de los desastres ambientales que provoca, de la endémica desigualdad que arrastra. A pesar de los mercados amañados por la colusión y del consumismo desatado que inducen a través de la obsolescencia programada de sus productos. Aún a pesar de la absurda lógica del “consumir para trabajar-trabajar para consumir” en la que nos mantiene atrapados, cuando las máquinas ya son capaces de realizar la mayoría de aquellas tareas mecánicas indignas por las cuales nos desangramos a diario[1]. A pesar de sus estúpidos dogmas sobre la competencia, el egoísmo racional, la propiedad privada de los medios de producción, la meritocracia, el estatus y otros similares, seguimos creyendo en el capitalismo cual si fuese el único sistema capaz de asegurar los recursos necesarios para la supervivencia de la especie.

Por cierto, el discurso oficial se encarga de machacar esta “convicción” en nuestras cabezas día tras día, como si se tratase de una verdad absoluta e irrefutable. Hace algunos años atrás (no demasiados) un connotado economista y especulador chileno concedió una entrevista a un importante medio nacional en la cual se despachó sin censura sobre estos temas. Resumiendo, dijo que era absurdo estigmatizar a la codicia ya que constituía un importante motor humano para crear riqueza. De ahí pasó a referirse a los dos estímulos principales que movilizan a nuestra especie, el temor y la codicia (fear and greed, lo dijo en inglés apelando al prestigio que tienen los países de dicha lengua en estas latitudes) para luego asimilarnos íntegramente con los animales, puesto que también actúan empujados por los mismos impulsos básicos. Incluso terminó de explicar su particular filosofía con el ejemplo de unas vacas en un potrero.

Lo que tiene de interesante esta postura descarada (y por eso la mencionamos) es que deja al descubierto ese trasfondo que ha estado operando desde siempre en el actual sistema, pero que jamás se discute y más bien tiende a ser celosamente ocultado por sus defensores habituales, tal vez porque no es muy presentable a los ojos de una hipócrita moral judeocristiana. Desde esta particular perspectiva, no somos más que animales y nuestra actual convivencia se reduce a una lucha ancestral de todos contra todos, tal como en la naturaleza salvaje. Una vez que la creencia se ha instalado, vale decir cuando una gran mayoría la comparte y muy pocos la discuten, el comportamiento colectivo se va acomodando paulatinamente a esos principios. Entonces aparecen los conceptos y las definiciones: mercado, ley de oferta y demanda, incentivos, propiedad privada, etc. Pero es este supuesto basal el que hace posible que todo el resto del tinglado se sostenga[2].

Lo cierto es que no termina de sorprender esta eterna disposición nuestra para tragarnos tamañas ruedas de carreta. Tal vez influya el hecho de que al no ser racionales, tales dogmas no se imponen a través de argumentos y pruebas sino que mediante la vieja técnica del garrote y la zanahoria (bludgeon and carrot, también dicho en inglés puesto que corresponde a una versión simpática del mismo principio… universal), es decir apelando a coacciones y prestigios, amenazas y seducciones, una fórmula que los formadores de opinión (como el sujeto antes mencionado) manipulan hábilmente y luego difunden a través de los medios de comunicación para engatusar a los incautos.

La historia del conocimiento nos brinda numerosos ejemplos de la incidencia de esos supuestos previos en la posterior elaboración racional, pero también nos habla de su cuestionamiento. La concepción ptolemaica[3] del cosmos recurría a los llamados “epiciclos” para explicar las supuestas irregularidades –de acuerdo a su carta astronómica- en el movimiento de los astros, preservando mediante ese recurso ficticio la creencia en la centralidad de la Tierra. El error persistió durante 1.500 años hasta que Nicolás Copérnico[4] se atrevió a romper con el dogma geocéntrico, aceptando la evidencia del heliocentrismo. Alrededor de un siglo después, la fuerza de los datos empíricos obligó a Kepler a abandonar la idea platónica del círculo como manifestación de la perfección divina en el universo y reconocer -a regañadientes, como él mismo relata en sus escritos- la órbita elíptica de los planetas[5]. Bueno es recordar que cuando ellos (y también otros como Galileo) concibieron semejantes osadías del pensamiento elevándose por encima de la enrarecida atmósfera intelectual de su época, aún regía con mucha fuerza el absolutismo religioso medieval de modo que pusieron en riesgo su propia integridad al hacerlo.

Hoy no se arriesga tanto y sin embargo se discute poco o nada. Bueno, sí, se ensayan algunas variantes dentro del mismo sistema: que más Estado y menos mercado, que más mercado y menos Estado mientras los pueblos van de aquí para allá y de allá para acá, cual motor de dos tiempos, respondiendo a las opciones que se les presentan tal como ha quedado en evidencia durante los últimos procesos eleccionarios en Sudamérica. Pero nadie osa cambiar el eje de la discusión para salir del campo de lo establecido y de ese modo abrir nuevos horizontes al ser humano.

Es necesario entender entonces que el orden social imperante no se modificará hasta tanto no se discuta la primitiva base de creencias que lo sostiene y fundamentalmente, aquella rudimentaria noción según la cual el ser humano es una especie de bestia disfrazada[6]. Cuando eso suceda, recién ahí estaremos en condiciones de advertir lo evidente: que el capitalismo fracasó pues ha quedado demostrada su total incapacidad para otorgar el bienestar prometido a las grandes mayorías. La humanidad consintió en vivir asfixiada bajo este burdo reduccionismo económico durante un largo período, con la esperanza de alcanzar ese objetivo. Ahora que sus expectativas comienzan a verse frustradas ¿cómo reaccionaran las poblaciones del planeta?

Si el proceso siguiera un curso mecánico, los problemas se agudizaran. Entonces comenzaran a multiplicarse las explosiones catárticas en todas las latitudes, como manifestación del profundo descontento de la gente. Esta furia social sin dirección -que puede adquirir muchas formas, desde la simple asonada callejera hasta la barbarie tecnificada- no contribuirá en nada a mejorar las cosas y tan solo aumentará el desorden del sistema, con el consecuente incremento de la reacción represiva desde los poderes fácticos para tratar de controlar el caos creciente. Las élites se verán completamente sobrepasadas por el desborde sicosocial generalizado y el sistema se desintegrará aceleradamente, con altas cotas de dolor y sufrimiento para la gente, fenómeno que ya comienza a percibirse en algunos lugares del planeta ¿Qué vendrá después? Lo mismo que ha sucedido en otros momentos de la historia: una larga y oscura Edad Media, solo que ahora será global.

Si en cambio se toma el camino intencional, no podemos esperar que las soluciones provengan desde las élites gobernantes porque, siguiendo la misma línea de análisis, es obvio que serán incapaces de romper con el campo de supuestos descrito pues su ya exigua capacidad de gobernanza depende de él. Más bien puede apreciarse que una parte importante de esas minorías está coludida con el sistema, considerando que los beneficios obtenidos emanan de su posición privilegiada. Si se quieren variantes genuinas habrá que buscarlas en la diversidad infinita de la base social, especialmente en el segmento más joven de esos conjuntos.

Sin embargo, las dificultades no terminan acá porque esa base también está afectada por la desestructuración general, no solo socialmente sino que además en el plano sicológico. El tejido social ha desaparecido y tampoco se ve fácil encontrar respuestas nuevas cuando todas las referencias utilizadas provienen del mismo sistema que se quiere cambiar. Por ejemplo, una de las primeras medidas a implementar por el parlamento venezolano recién electo consistirá en reprivatizar las empresas que el chavismo estatizó, revirtiendo el proceso anterior. Pero esta regresión no hubiese sido posible (o al menos más difícil) si, en su momento, esas empresas hubieran pasado directamente a manos de sus trabajadores. El problema es que esta nueva forma de propiedad[7] parece no existir en el paisaje del progresismo venezolano, vinculado a una izquierda inspirada en el socialismo decimonónico (por más que se autoproclamen “el socialismo del siglo XXI”).

Al parecer, muy pocas de las soluciones que ya se han ensayado en el pasado podrán ser aplicadas en la “terra incognita” del mañana. Solo nos queda aprender a vivir en la duda… y ponernos a pensar, como lo recomendaba Ortega: “Al sentirse caer en esas simas que se abren en el firme solar de sus creencias, el hombre reacciona enérgicamente. Se esfuerza en «salir de la duda». Pero ¿qué hacer? La característica de lo dudoso es que ante ello no sabemos qué hacer. ¿Qué haremos, pues, cuando lo que nos pasa es precisamente que no sabemos qué hacer porque el mundo —se entiende, una porción de él— se nos presenta ambiguo?  Con él no hay nada que hacer. Pero en tal situación es cuando el hombre ejercita un extraño hacer que casi no parece tal: el hombre se pone a pensar. Pensar en una cosa es lo menos que podemos hacer con ella. No hay ni que tocarla. No tenemos ni que movernos. Cuando todo en torno nuestro falla, nos queda, sin embargo, esta posibilidad de meditar sobre lo que nos falla. El intelecto es el aparato más próximo con que el hombre cuenta. Lo tiene siempre a mano. Mientras cree no suele usar de él, porque es un esfuerzo penoso. Pero al caer en la duda se agarra a él como a un salvavidas.”[8]

De manera que la época nos está demandando algo bien preciso: colaborar en la rearticulación de la base social y generar los ámbitos propicios para pensar en conjunto el mañana. Nada más y nada menos. La verdad es que en medio del fragor y la pesadumbre de un caos incipiente no podría haberse encontrado otro destino más deslumbrante.


[1] Hace unos días, el físico y cosmólogo inglés Stephen Hawking declaró: “si las máquinas producen todo lo que necesitamos, el resultado dependerá de cómo se distribuyen las cosas. Todo el mundo podrá disfrutar de una vida de lujo ociosa si la riqueza producida por las máquinas es compartida, o la mayoría de la gente puede acabar siendo miserablemente pobre si los propietarios de las máquinas cabildean con éxito contra la redistribución de la riqueza. Hasta ahora, la tendencia parece ser hacia la segunda opción, con la tecnología provocando cada vez mayor desigualdad.”

[2] A estas alturas, todos sabemos (o debiéramos saber) que esto es darwinismo social puro y duro, teoría que en el siglo XIX sirvió de justificación al colonialismo europeo y otros, cuyos costos el mundo sigue pagando hasta el día de hoy. Pero la pregunta fundamental es por qué, a pesar de los horrores pasados, esta tesis perversa (un caso típico de antihumanismo) ha sido asumida sin discusión por casi todas las sociedades del planeta.

[3] Claudio Ptolomeo (aprox. 85-165): sabio universal, nacido y muerto en Egipto. Perfeccionó la cosmología geocéntrica de Aristóteles en su obra Almagesto, la que sirvió de referencia astronómica hasta Copérnico. Esta concepción también fue retocada durante la Edad Media para ajustarla a las exigencias de los teólogos.

[4] Nicolás Copérnico (1473-1543): canónigo polaco, es el primero que propone un sistema heliocéntrico (en el mundo cristiano, porque Aristarco de Samos ya lo había hecho en la Grecia del siglo III a.C.) aunque mantiene aún la idea de un cosmos cerrado, limitado por la esfera de las estrellas.

[5] Johannes Kepler (1571-1630): astrónomo y matemático alemán. Descubrió la naturaleza elíptica de la trayectoria de los planetas y refutó el dogma aristotélico del movimiento circular y uniforme.

[6] Aprender a verse y a vernos con una mirada nueva es el primer paso del gran cambio.

[7] Ver “Propiedad del trabajador” en el Diccionario del Nuevo Humanismo, Silo. Ediciones León Alado, 2014. Cabe destacar que la primera edición de esta obra es del año 1996.

[8] Ideas y creencias es un ensayo del filósofo español José Ortega y Gasset, publicado en 1940.