Acabo de despertarme de un sueño en el cual caminaba en un gigantesco mercado de antigüedades tratando de abrirme el paso entre camiones que transportaban diferentes mercancías. Estaba hablando con un amigo invisible acerca de Dios. ¿Existe o no? El, el invisible, no era creyente. Yo siempre en esa línea delgada que separa lo visible de lo invisible.

En algún momento le dije que cualquiera que fuera nuestro punto de vista terminaremos por llegar a lo inexplicable. Le dije también que nos es imposible comprender la noción de infinito y que cada vez que pienso en eso siento una gran angustia, como si estuviese entrando en una zona prohibida.

En aquel momento me desperté con la idea que todas estas preguntas, al igual que las respuestas que intentamos darles, esconden mucho miedo. Los ateos colocan ese miedo detrás de una fe casi ciega en la ciencia, en el hombre y en la lógica. Los creyentes, detrás de una fe ciega en un Dios todopoderoso. Tanto los unos como los otros llegan al final de cuentas a creer en lo mismo. Los ateos tienen una visión de Dios similar a aquella de los creyentes. Un ser más o menos barbudo que vive en el cielo, se enoja, castiga y tiene caprichos tales como imponer una dieta alimentaria o decapitar a los infieles que a menudo creen en el mismo Dios pero desde otro punto de vista.

Todo esto es causado por una cierta incompetencia, o falta de voluntad de ir más allá de estas imágenes infantiles. Esto se debe al carácter dual de nuestra existencia, a esta incapacidad de integrar el todo y la nada a la vez. El teísmo y el ateísmo son dos caras de la misma moneda. Al igual que la espiritualidad y el cartesianismo que algunos manifiestan con sumo antropocentrismo desde las cimas del intelecto. Y esto no se limita solamente a la fe. Todos buscamos sentirnos más seguros; consumiendo, comprando propiedades en las cuales nunca habitamos, rodeándonos de objetos que no sirven para nada, acumulando cosas que no nos podremos llevar a ningún sitio. Creándonos miedos, imaginando cosas horribles para luego explotar de ira y pedir a los que nos rodean que nos ayuden a calmarnos.

Ignoramos a menudo la perspectiva cósmica de las cosas, el hecho de que estamos flotando en un vacío infinito y que visto de esta manera todo lo que sucede aquí carece de importancia. Cuando observamos los eventos a través de la lupa de nuestros egos todo parece sumamente grave. Tal vez aquí es donde las filosofías y las religiones tendrían que intervenir para ayudarnos a abstraernos y a dejar de mirarnos el ombligo permanentemente. El problema es que a menudo este punto de vista filosófico, religioso o científico se ve contaminado por un ego colectivo y entonces aparecen el desprecio y las ganas de imponer al otro nuestros puntos de vista.

Todos sentimos en algún momento aquel demonio del poder y de la avidez. Cuando logramos conseguir un mejor puesto de trabajo, cuando obtenemos un diploma universitario, cuando nos definimos frente a los demás, cuando sacamos nuestras tarjetas de crédito respaldadas por cuentas bancarias más o menos obesas; cuando nos rodeamos de objetos, automóviles o cuando nos identificamos con una causa política o social. Cuando atravesamos la Tierra para tomarnos unos días de vacaciones o cuando cambiamos de teléfono móvil y también adquirimos un segundo, profesional. Incluso cuando tenemos un sueño pseudo-filosófico y nos despertamos para escribirlo.