El olor le daba un inmenso placer. Le gustaba todo: el olor aséptico, la poca luz que salía de una suntuosa lámpara dorada, las caras ansiosas de las otras personas, los cuadros de arte moderno, y la música ambiental que no llegaba a mitigar el ruido del torno.

Sabía que era rara. Sabía que la mayor parte de la gente odiaba ir al dentista. Incluso al mejor y más caro dentista de la ciudad. Pero ella no podía evitarlo. Sentía pasión hasta por la sala de espera.

Cuando llegó su turno de sentarse en el sillón reclinable, estaba en estado de éxtasis. Abrió la boca si controlar lo que hacía, como en un sueño. Al salir del consultorio olvidó todo lo que había pasado.

Días más tarde se sorprendió al enterarse de que su dentista abandonó la ciudad para ir a una zona pobre del país y atender a gratis a gente necesitada.