La crisis griega, a consecuencia de la negociación fallida con el Eurogrupo (aunque el FMI, que de “euro” tiene bien poco, siga llevando la batuta) es una más de las tantas que han tenido lugar durante la última década. Todas ellas, tan dolorosas y devastadoras para los pueblos, develan la faz más siniestra del capitalismo contemporáneo: su progresiva y extrema deshumanización. De nada valen los rostros abatidos de los jubilados esperando por horas su mísera pensión a las puertas de los bancos ni la desesperación de las madres cuando sus familias son echadas a la calle. Solo importa asegurar la ganancia del capital, el dios despiadado (¡otro más!) de los nuevos tiempos.

Es cierto que hubo despilfarro, corrupción e irresponsabilidad en el manejo de los recursos públicos y Grecia tal vez sea un buen ejemplo de ello. También es cierto que la pirámide productiva ha tendido a invertirse al aumentar la población pasiva, lo que ha motivado el comentario de la inefable madame Lagarde respecto de que “hoy la gente vive demasiado”. Necesidades crecientes y recursos limitados por la desaceleración económica mundial, sin duda que hacen la ecuación más difícil de resolver. Pero nada de eso es suficiente para explicar una debacle social generalizada. La raíz profunda del problema puede encontrarse en el proceso por el cual el capitalismo productivo se transformó en capitalismo financiero.

El capitalismo productivo (o “fordismo”, como también se lo conoce) se basa en la elaboración industrial de bienes y, por ende, en el trabajo cualificado. Si no existe explotación, cuestión que es mucho más difícil cuando se trata de trabajadores con altos estándares técnicos, organización laboral plena y que cuentan además con la protección jurídica propia de las sociedades más avanzadas, esta forma de generación de riqueza efectúa la distribución básicamente a través de la creación de empleo. En realidad, es la única forma de distribución que puede justificar, aún cuando este “ideal” se encuentre ya condicionado por cuestiones previas que lo desvirtúan en gran medida. El derecho a herencia y la pertenencia a grupos socioeconómicos desiguales en cuanto a sus posibilidades de emprendimiento hacen casi imposible asegurar una genuina igualdad de oportunidades, hecho que tiende a invalidar el paradigma. Si bien este aspecto crucial es cuidadosamente escamoteado de la discusión pública, pues abre un frente difícil de sostener para los defensores del actual sistema, podemos convenir que el capitalismo productivo permite a las sociedades alcanzar un nivel al menos aceptable de justicia social.

Siguiendo esta línea procesal, tanto en Europa como en América Latina surgieron fórmulas de economía mixta[1], que aún incentivando el emprendimiento productivo privado utilizaron al Estado para asegurar al trabajador ciertos derechos básicos que pudieran verse afectados por los ciclos económicos. Además, se garantizaban condiciones mínimas de igualdad de oportunidades mediante el acceso universal a la educación y la salud públicas. Sin embargo, estos modelos entraron en crisis a fines de la década del 70, en parte por las razones antes explicitadas respecto del caso griego, abriendo la puerta a la globalización y el neoliberalismo. Es decir, al predominio de lo especulativo por sobre lo productivo. El reino del monetarismo y la macroeconomía.

Por cierto, esa crisis no fue pareja y algunos países han resistido mejor que otros: principalmente, aquellos que han sido capaces de crear conocimiento alcanzando por esa vía altos niveles de industrialización. En América Latina, eternamente encadenada a sus recursos naturales, los distintos proyectos político-sociales oscilan al vaivén de los precios internacionales de esos commodities.

La gente sobra

¿En qué consiste este nuevo capitalismo? Básicamente, en que todo se reduce a capital como si fuese el único factor de producción. Ya no existen trabajadores sino “capital humano”, ni medio ambiente sino “capital natural”. No se habla ya de educación sino de “capital cultural”. En su momento, el socialismo intentó reivindicar el valor del trabajo por sobre el capital y aquella fue la gran disputa que cruzó casi todo el siglo XX. Se dijo, con razón, que el capital no era más que trabajo acumulado y se promovió la unidad de los trabajadores y la organización sindical. Pues bien, el capitalismo financiero ha logrado desembarazarse del trabajo, entendido como esfuerzo productivo propiamente humano, y lo ha convertido en un índice. Ahora se lo trata como a un área más del mercado, sujeta a los mandatos de la oferta y la demanda, con lo cual ha perdido toda la dignidad -y también el poder- a los que un día estuvo asociado su ejercicio.

Como quiera que se lo mire, lo productivo debe lidiar con realidades humanas: necesidades concretas, mercados, trabajadores, aspiraciones, demandas, relación con localidades, etc. En cambio lo financiero se mueve en la esfera de las abstracciones: allí no hay sudor, ni fatiga ni nada que se acerque a la realidad, solo una interminable danza de cifras que van y vienen, suben y bajan en las pantallas de las bolsas y bancos del planeta. Es un universo completamente deshumanizado porque el ser humano real no existe allí. Ni su llanto ni su desesperación cotidianos son escuchados por la indiferente tecnocracia que puebla esa especie de Olimpo virtual. Para ellos, la gente sobra y solo valen los índices.

En rigor, el capitalismo especulativo no produce nada, solo renta. Renta con capitales que no le pertenecen, provenientes de la suma de millones de pequeños ahorrantes cuyos ahorros son fruto del esfuerzo de toda una vida. Renta con los recursos naturales, producidos generosamente por la Madre Tierra. Su única “habilidad” consiste en armar paquetes especulativos (a los que desfachatadamente denomina “productos”) cuyo efecto final es el incremento ficticio del capital financiero puesto que esa “nueva riqueza” no tiene un origen productivo. El 80% de los fondos de rescate otorgados a Grecia fueron utilizados para pagar la deuda y sus intereses, de manera que la vida cotidiana de los griegos no experimentó casi ninguna mejoría.

Y ya que hablamos de Grecia, el historiador británico Arnold Toynbee recurrió al término hybris (desmesura) para explicar que una civilización colapsa cuando su fundamento o principio creador se precipita en la irracionalidad y la desproporción, fenómeno muy cercano a lo que está ocurriendo con el capital especulativo, cuyo nivel de delirio parece haber traspasado todos los límites. Curiosamente, ya en 1910 (¡hace 105 años!) el economista marxista alemán Rudolf Hilferding era capaz de anticipar en su libro El capital financiero[2] la hegemonía mundial del Gran Capital y sostenía, con aguda visión procesal, que eso facilitaría el avance hacia el socialismo porque entonces bastaría con socializar a los bancos, que eran muy pocos pero terminarían adueñándose de todo lo demás. ¿Suena conocido? La venganza (némesis) es un plato que se sirve frío.

Las distorsiones que esta nueva tiranía ha introducido en la economía mundial son múltiples pero lo más aberrante es su carácter universal: ha conseguido poner de rodillas a países, empresas y personas. La heroica resistencia griega puede servir de ejemplo e inspiración para construir un gran acuerdo mundial dirigido a neutralizar la acción depredadora del Gran Capital, lo que no debiera ser tan difícil puesto que los afectados van “de capitán a paje”, las víctimas pertenecen a todos los sectores sociales. La tarea más importante que deberá abordar el mundo en los próximos años será la eliminación de la especulación y la usura, puesto que de no hacerlo es la misma civilización planetaria la que se pone en un grave riesgo. Estamos entrando en la etapa del “ellos o nosotros”, de modo que las soluciones debiesen surgir en la medida en que se tome conciencia del peligro que afrontamos. Desde esta perspectiva, el rechazo de Grecia a la extorsión financiera puede constituir el estímulo necesario para acelerar esas respuestas.

[1] Como el keynesianismo y el desarrollismo.

[2] Primera edición: Rudolf Hilferding: Das Finanzkapital, Munich, Willi Weismann Verlag, 1910. Primera edición en castellano: El Capital Financiero, Ed. Tecnos, 1963.