El 7 de enero de 2015, los hermanos Kouachi, presuntamente pertenecientes al grupo paramilitar Al-Qaeda, entran a la redacción de Charlie Hebdo en París y matan a 12 personas. El 8 de enero, otro atacante, Amedy Coulibaly, perteneciente al Califato de Al-Baghdadi, después de matar a un oficial de policía y haber desistido a atacar una escuela judía, se atrinchera en un hipermercado kosher y mata a 4 personas. El mismo día, todos los atacantes fueron muertos por unidades especiales francesas.

A raíz del ataque en la redacción de CH, algunos de los analistas más importantes introdujeron el ataque en el contexto de los conflictos por el liderazgo entre los grupos de poder en el Medio Oriente, con la responsabilidad indirecta de varios servicios de inteligencia occidentales y poniendo en evidencia cómo la redacción de CH resultaba ser, en suma, tan solo el objetivo más evidente y más fácil para la propaganda interna. La respuesta popular, después de la masacre, no se hizo esperar. Casi inmediatamente después del ataque, miles de personas se reunieron en diferentes plazas y frente a las embajadas de Francia de las principales capitales para mostrar solidaridad con las víctimas y su indignación ante el infame ataque.

En todo el mundo, un simple eslogan, el ahora famoso «Je suis Charlie», reunió a millones de personas. Un eslogan que hacía eco del discurso de JF Kennedy en Berlín Occidental, del 26 de junio de 1963, cuando dijo: «Hace dos mil años, el mayor orgullo era poder decir ‘civis Romanus sum’ (Soy ciudadano romano). Hoy, en el mundo libre, el mayor orgullo es decir ‘Ich bin ein Berliner’. Todos los hombres libres, dondequiera que vivan, son ciudadanos de Berlín, y por lo tanto, como un hombre libre, me siento orgulloso de las palabras ‘Ich bin ‘ein Berliner!’”

El discurso de JFK en Berlín se produce dos años después de la construcción, por parte de la Unión Soviética, de ese muro que marcaba paradigmáticamente la división entre los dos bloques político-militares. Así como el »Ich bin ein Berliner» kennediano establece una proximidad al pueblo de Berlín y la afirmación de una escala de valores, también el eslogan «Je suis Charlie», aunque en otro contexto, expresa no solo la proximidad a las víctimas, sino especialmente y con gran fuerza, la elección de un campo. La elección entre en campo de la barbarie y la civilización, entre el humanismo y el antihumanismo.

Al igual que en el ’63 la barbarie y la civilización estaban presentes tanto en el bloque capitalista como en el soviético, hoy estos conceptos no pueden identificarse en una cultura, una religión o una nación. Ninguna religión puede de hecho declararse ser el paladín del humanismo. Ninguna cultura puede llamarse como la portadora de la civilización. Ningún Estado es el depositario de la libertad humana. Así que cuando el «Je suis Charlie» parisino se convirtió en la bandera de algunos políticos, jefes de estado y primeros ministros en la manifestación del 11 de enero en París, hemos sentido un cierto malestar y disgusto. Era como estar presenciando un incesto ideológico.

Por un lado, están los más de dos millones de personas que sinceramente están muy sorprendidos por lo que ha pasado; por el otro, están los representantes de esa política que, en las últimas décadas, ha contribuido más a la crisis de Oriente Medio. Al igual que en la Opera dei Pupi (teatro de marionetas con personajes representando a caballeros medievales) donde el titiritero está ahí, pero no se le ve, en aquella foto histórica con Hollande marchando junto a los líderes de diferentes países, que parece representar al Antiguo Régimen en versión de Pellizza da Volpedo, solo faltaba el gobierno de Estados Unidos. Es evidente que el «Je suis Charlie» no fue compartido por todos.

Ciertamente no fue compartido por las élites religiosas y de los diversos fundamentalismos, pero tampoco fue compartido por los que consideraban el ataque a la redacción de CH como el resultado previsible de años de sátira provocadora. De hecho, prácticamente en todas partes se pusieron de pie algunos hipócritas manifestándose sobre lo ocurrido de una manera que podría resumirse en la siguiente frase: «Lo siento, pero ellos se lo estaban buscando”.

Así, mientras durante el funeral del director de Charlie Hebdo, Stephane Charbonnier, se le daba el último adiós al son de «Bella Ciao» y de la Internacional, también el Papa Francisco, tal vez no viendo la hora de apuntar con el dedo a ciertas viñetas urticantes de CH o tal vez aprovechando el confuso clima que el 11 de enero había producido, nos explicaba que no se puede ofender a la religión. Tal vez no satisfecho con ese sermón recurrió a aquella lamentable y grave metáfora: «Si alguien insulta a mi madre, le espera un puño, ¡es normal!….»

La declaración del Papa plantea serios problemas no solo en términos de la respuesta al daño recibido, pero sobre todo en términos de la definición del delito. ¿Podrá sentirse ofendido el creyente cuando las prendas de vestir del otro no respondan a sus normas personales de la decencia? ¿Podrá sentirse ofendido el creyente cuando otros elijan experimentar la sexualidad de manera diferente a sus cánones? ¿Podrá sentirse ofendido el creyente cuando una mujer decida tener un aborto? ¿Se manifestará también la ofensa en el campo de la inseminación artificial o la investigación genética? ¿Habrá ofensa en materia de unión entre personas del mismo sexo o de adopción por padres del mismo sexo? ¿En materia de divorcio o de uniones civiles? ¿Podrá sentirse ofendido el creyente cuando el otro no responda a sus expectativas en la ciencia, en la política y la religión? Por último, ¿puede el creyente sentirse con derecho a responder al delito, de la manera que proporciona los dictados de su libro más sagrado?

Cuando el delito, que ya en el campo del derecho plantea muchos problemas de interpretación, se concibe desde una moral externa, o mejor, de una religiosidad externa, da paso al fanatismo, a la violencia y a la discriminación. La ofensa a la religiosidad de los demás no se manifiesta en abstracto, sino cuando a razón de ésta se denigra, se margina, se encarcela y se mata a los que la profesan, y esto solo sucede cuando la parte ofendida es claramente más débil.

Desde este punto de vista, CH no representa al opresor. No representa a la parte fuerte. No se puede equiparar la sátira de Charlie Hebdo (que como un bufón de la corte se mofaba del rey) con la ofensa a la religión. La manipulación de la opinión pública es ahora tan grande que se llega a ocultarla tras palabras que llaman a la tolerancia. Un anti-humanismo intolerable.

En general, para evitar la ofensa (siempre presente a la vuelta de la esquina) sería suficiente con tratar al otro como nos gustaría ser tratados; pero esto por desgracia es tan simple que, como alguien dijo, es juzgado como una ingenuidad por las personas acostumbradas a cosas complicadas.

Si millones de personas se han sentido como Charlie Hebdo luego de la matanza en la redacción, no lo han hecho para revindicar el derecho a ofender o el derecho de expresión, sino para reclamar el derecho a un mundo nuevo.

¡Todo está perdonado, yo soy Charlie Hebdo!