Por Alex Anfruns

La verdad es la primera víctima de las guerras. Esta es una regla invariable en todos los conflictos. Las guerras no empiezan con bombas, sino con mentiras. La razón es sencilla: ningún gobierno en el mundo tiene el cinismo de confesar a sus ciudadanos la verdad, es decir que están dispuestos a sacrificar miles de personas inocentes para sus intereses económicos. Pero la característica de la sociedad ultra mediatizada en la que vivimos, es que junto con la verdad, la propaganda de guerra tiene por objetivo prioritario aniquilar nuestra memoria.

Sólo así se puede entender que, aunque en los últimos años las intervenciones militares y los conflictos se estén acelerando a una cadencia infernal – en la ex Yugoslavia, Afganistán, Palestina, Irak, Libia, Mali, Centroáfrica, Ucrania, Siria, Gaza -, la ciudadanía no logre detener el imperialismo norteamericano y el neocolonialismo europeo. Sólo la falta de memoria puede hacer que la sociedad civil todavía se trague la hipocresía de unas intervenciones militares presentadas bajo pretextos humanitarios.

No, las bombas no son el preludio de la libertad y la democracia. No lo han sido nunca, ni en Barcelona bajo las bombas hace 70 años, ni tampoco hoy en día en Gaza martirizada por la agresión israelí. Es incomprensible que las razones que esgrimen nuestros gobiernos para dar pretexto a la barbarie sean menos cuestionadas que nunca, e incluso reproducidas por una parte de las fuerzas progresistas que se encuentran desorientadas. Razón de más, ante los conflictos actuales y futuros, para recordar la importancia de la propaganda mediática y las operaciones psicológicas que tienen por principal objetivo manipular a la opinión pública.

El tradicional mesianismo norteamericano y el no menos tradicional eurocentrismo, productos del pasado colonialista de las superpotencias, transmiten cada vez más con mayor fuerza la ideología infame del choque de civilizaciones. Según los think tanks neoconservadores y los estrategas militares de los Estados Unidos, tras la caída de la Unión Soviética habría un mundo dividido por bloques culturales inmutables, destinados a la agresión mutua.

Es una visión anti histórica y muy peligrosa, que conviene a una minoría cuyo interés es que los pobres se sigan matando entre ellos, mientras las industrias armamentísticas y compañías de seguridad que poseen, se encuentran floreciendo en contexto de guerra y caos, multiplicando sus ganancias.

En otras palabras: los oligarcas intentan esconder la pretensión imperialista de los Estados Unidos, cuya política está basada en el control de los recursos estratégicos y las materias primas, presentándola como una guerra de civilizaciones entre países que basarían su política en la pertenencia religiosa o sectaria. Para su objetivo, los Estados Unidos tienen en Oriente Medio una serie de aliados de peso – Israel, Turquía y las petromonarquías – que son cualquier cosa menos democráticos, y cuya supervivencia está basada en la deslegitimación de los estados laicos vecinos, que garantizan la libertad de culto y de creencia.

Al pretender camuflar sus intereses hegemónicos explotando las diferencias de tipo étnico, cultural o religioso en los países del Oriente Medio, el imperialismo está provocando un incendio de incalculables consecuencias. Efectivamente, lo peor que puede suceder es que los conflictos deriven en guerras de religión. Por definición, éstas se eternizan, debido a que la religión tiene una fuerza de persuasión capaz de lo mejor y de lo peor. Pero las lecciones de la Historia nos dicen que cuando la religión justifica y se pone al servicio de la política y de los poderosos, sólo se puede esperar genocidios y destrucciones a escala industrial.

Estados Unidos cuenta con  la “tradición” colonial e imperialista europea para llevar a cabo su propia agenda. Como condición previa a una política común, es necesario que la crisis europea sea tan profunda que haga aceptar a los pueblos europeos una alianza transatlántica que afecte a todos los ámbitos de la vida cotidiana, permitiendo relaciones comerciales más estrechas con Estados Unidos, de los cuales seremos más dependientes que nunca. Estoy hablando del Tratado Transatlántico, negociado en secreto entre Bruselas y Washington sin el acuerdo de la ciudadanía, y que se podría poner en marcha a partir del próximo año. Son relaciones que no están basadas en la dignidad, de igual a igual, sino que destruirán el poco de soberanía que le queda a Europa. No sólo nos invadirán comercialmente y culturalmente, sino que seremos presa de su chantaje, ya que privilegiarán lo que mejor saben hacer, es decir, la guerra, mediante el concepto de seguridad y defensa ante posibles amenazas. Teniendo en cuenta los antecedentes de los Estados Unidos en materia de derechos humanos deberíamos considerar si la mayor amenaza no proviene en realidad de la alianza con ese país…

Es una carrera contrarreloj. Quisiéramos creer que el imperialismo de la alianza atlántica -la OTAN- está en declive, prueba de lo cual serían la multiplicación de frentes abiertos y la estrategia del “caos constructivo”. Debemos ayudar a consolidar el nuevo mundo multipolar. Respetar el papel determinante y a favor de la paz de los países emergentes. Tejer lazos con las fuerzas progresistas del Sur. No podemos repetir la historia europea, demasiado llena de genocidios, y de la que no tenemos ningún motivo para estar orgullosos… Debemos tener memoria y denunciar la barbarie, por mucho que nos la disfracen de valores occidentales. La próxima guerra mundial probablemente sea nuclear… Más nos vale, pues, analizar juntos las raíces, los métodos y las consecuencias, con el objetivo de detenerla.