Por Javier Tolcahier

Hace bien poco, acaso menos de un mes, consultado sobre mi opinión acerca de la reciente renuncia de Josef Ratzinger a su condición de primado eclesiástico, escribí: “¿Qué interés tendría para un humanista opinar sobre el cambio de cúpula en una corriente tan profundamente antihumanista como la de la iglesia católica?”

En dicho artículo se denunciaba enfáticamente la orientación de una fe que ha pretendido imponerse durante toda su historia violando los más elementales derechos humanos. Peor aún, intentando asumirse como la cúspide de la religiosidad, ha perseguido una estrategia para conservar su poder, que la ha alejado por completo de todo aquello que una buena espiritualidad se propone alcanzar. Esto es: la profundización de la experiencia humana trascendente más allá de toda ritualización contingente y por tanto, el genuino respeto por la diversidad de creencias y expresiones espirituales.

Luego de desarrollar lo que me motivaba a renunciar mi opinión sobre el suceso, que obviamente asegurábamos tendría una difusión mediática muy amplia, se concluía en aquel artículo sugiriendo a los (seguramente pocos) lectores, no dejarse encandilar por los fuegos artificiales de una farsa “renovadora” de interés absolutamente táctico.

Ahora, las mismas razones que me llevaban a autosilenciarme – modalidad algo oscurantista, parienta cercana del flagelo y la autocensura, debo admitir – son las que me llevan a romper dicho voto. Espero entonces que el eco de estas líneas sea
estruendoso, aunque su contenido será mucho más calmo que las escandalosas acusaciones vertidas en la columna anterior, paradojalmente expuesta como una renuncia a emitir opinión.

Una vez conocido el reemplazo del dimitente funcionario, nos parece oportuno ahora sí comentar la significación de esa jugada dirigencial. Y lo hacemos porque sabemos con certeza que de allí no provendrá algo novedoso o positivo, sino todo lo contrario. Porque como humanista elijo vivir en y hacia lo mejor del Ser Humano, por mi transformación y perfeccionamiento y no puedo dejar de observar y superar aquellos factores que se oponen, en este tiempo y espacio en el que me ha tocado vivir, a mis mejores aspiraciones.

Reemplazaremos entonces renuncia por denuncia, y acaso, para no caer una vez más en una metodología en que la iglesia ha brillado siempre, propia de aquello que uno quiere abandonar, reemplazaremos evolutivamente denuncia por esclarecimiento.

¿Qué pretende la iglesia con la designación del casi octogenario Jorge Bergoglio en la cima de su vertical estructura?

Mucho se ha dicho sobre su condición latinoamericana y sin duda que es un elemento a considerar. Mucho también sobre la elección de su nombre de fantasía, una caricatura, si se piensa en los billones que administra la curia. Pero lo fundamental, a nuestro entender y es sobre lo que no se ha comentado tanto (de allí nuestro interés en ello) es su condición de jesuita.

Vamos directamente al grano. La iglesia católica va perdiendo su posición eminente en muchos lugares. Se ve conminada a abandonar prebendas y dineros que aún había conservado luego del triunfo laico y pluralista efectivizado en las constituciones republicanas del siglo XVIII. Éstas a su vez, encuentran sus raíces directas en la revolución de los derechos del Hombre iniciada con el Humanismo renacentista.

Pero no es sólo la pérdida de ventajas materiales las que preocupan a este fuero, sino (y sobre todo) el creciente desarraigo social de su credo. Claro está que, al igual que en otros momentos históricos que preludiaron grandes cambios, la falta de credibilidad de muchas de sus figuras referenciales hace difícil dar crédito al credo que las sustenta. Pero ésta es una lectura de coyuntura y por tanto, sumamente superficial.

Esta iglesia hace tiempo que ha transferido su base de poder cuantitativa, la amplitud de su feligresía, de Europa a Latinoamérica. Esto ocurrió en el transcurso de la conquista ibérica de esa región, impulsada por la alianza que entonces
forjaran el papado y las coronas imperialistas a partir de fines del siglo XV. Una fe católica que se impuso a sangre y fuego, que diezmó vidas y obligó a traicionar conciencias, que sepultó, pero no logró exterminar totalmente otras creencias. Un rito que ya entonces, se encontraba severamente cuestionado por dos tendencias principales: el Humanismo y la corriente reformista cristiana.

Muy conocida es históricamente la crueldad con la que la iglesia “romana” (en realidad romano-bizantina) respondió a esta rebeldía en Occidente. Por otra parte, el Oriente se mostró renuente a aceptar las condiciones del águila imperial devenida religión y apoyó su construcción ético religiosa en el islamismo, el budismo y el hinduismo, entre otras corrientes.

De esta manera, la otrora incontestada tiranía imperial fue cediendo terreno en su Europa natal (dado que fue el imperio romano el que catapultó un subproducto judeo-esenio poco consistente a potencia religiosa) y salvó su condición de “universal” gracias a aquella invasión del continente americano.

Pero, lejos de desaparecer, la discusión continuaría en las conquistadas tierras. Las corrientes “protestantes” se harían fuertes en el norte a partir de la descendencia anglo-holandesa de sus pobladores iniciales, mientras el espíritu humanista tomaría cuerpo en las ilustradas revoluciones libertadoras que dieron nacimiento a las repúblicas en todo el continente.

¿Y qué tiene que ver todo este aburrido y largo relato histórico con la reciente designación papal?

Para comprenderlo, es necesario que el relato sea aún más largo y, para algunos, igualmente aburrido.

En 1517. Lutero clava sus 95 tesis, removiendo con sus martillazos aquel mundo moribundo y dando origen a una formidable y masiva rebelión que conduciría prontamente a un cisma cristiano.

En 1540, el capitán Ignacio de Loyola funda la Compañía de Jesús, una orden de características severamente militares (como lo indica su nombre) y que se adoptaría una fuerte militancia misionera. Aquella milicia católica es la que se conoce como “jesuitas” y que, además de su penetración cultural, apostaría con fuerza a ocupar espacios educacionales y políticos.

Cinco años después, luego de algunos intentos fallidos, logra establecerse el concilio de Trento, como respuesta a la crisis eclesiástica de la época, a partir del cual sería lanzado el movimiento conocido como Contrarreforma. En aquel Concilio, cobra una importancia clave la flamante orden jesuita, a la que se otorga el papel de “espada salvadora” de una institución profundamente cuestionada y en riesgo de ser desplazada. Aquellos tiempos hablaban de nuevas libertades, de nuevos espacios, de nuevas posibilidades y era eso lo que temía aquel clero. Los unos proponían la fe en el Ser Humano, los otros, la fe en una entidad divina sin la intermediación interpretativa de una superestructura. Nada de eso era aceptable para aquella estructura ritual imperial.

Así, las guerras y la persecución inquisitorial ensombrecieron el panorama que se había tornado auspicioso. Y los arietes de la contrarrevolución serían los jesuitas. No por nada, uno de los inquisidores más célebres, Roberto Belarmino, quien condenó a Giordano Bruno a las llamas y también juzgó a Galileo, era jesuita. Tampoco es casual que el Colegio Romano, aquella “docta inquisición” ante la cual el renovado buen conocimiento debía rendir examen, estaba también en manos de aquella militancia fanática jesuita.

Acaso nuestros lectores ya sepan de lo que hablamos. Hoy los tiempos van avanzando hacia nuevas libertades, nuevos espacios y nuevas posibilidades. Y aunque el fenómeno sea mundial y no pertenezca a ninguna latitud en particular, van surgiendo en Latinoamérica, de su corazón cultural expoliado y silenciado, señales de que los cambios ya han comenzado, de que el Ser humano no necesita potestad alguna sobre su futuro, ni determinación que contamine su desarrollo.

Por si fuera poco, la guerra entre las antiguas confesiones continúa allí. El evangelismo, como restauración cristiana irracional, con formas descentralizadas y su espectáculo para-chamánico, ha ganado mucho territorio. Otros cultos y formas espirituales han cobrado también fuerte arraigo en las poblaciones latinas. Los ancestrales dioses de las civilizaciones originarias resurgen en contestación mítica a su pretendido exterminio. Las vibrantes experiencias de la espiritualidad negra riegan con su influencia mostrando triunfantes su encanto por sobre los siglos de forzados grilletes.

La iglesia católica está perdiendo la batalla en el interior del alma desesperanzada. Son aquellos “pobres de América” a quienes esclavizó objetiva- y subjetivamente, los que hoy le vuelven la espalda. Ya no quieren seguir siendo pobres, ni esclavos.
Expresan su derecho a optar y se rebelan religiosa y políticamente. Viven su religiosidad alejados de intimidantes y fríos edificios. Eligen gobiernos que no se arrastran ante tradiciones asfixiantes y que apuntan en dirección novedosa.

No está claro ni asegurado aún, que el Ser Humano esté despertando de su letargo para acceder a una nueva condición o si se está sumiendo en un nuevo sopor retardatario de sus infinitas posibilidades. Lo que sí está claro, es que las cosas se
han comenzado a mover. Y la turbulencia es fuerte.

En este panorama, el tenebroso espíritu de Trento parece resurgir, como resurge toda vez que el Tiempo anuncia la inevitable revolución que corroe y sepulta lo viejo construyendo la arqueología de la Libertad.

Y el nuevo papa, lejos de ser renovación alguna y más allá de mediáticas formas, surge del temible espíritu de aquel viejo concilio contrarreformista.

Por ello, renunciamos a dejar de opinar sobre estas contingencias en la cúpula católica. Si la contrarrevolución está en marcha, es porque siente el impacto de la revolución. Es hora entonces, para los que quieren el mundo nuevo, de estrechar filas. Es hora de la unión de todos los humanistas del mundo.