Un ensayo sobre la potencia política de la ficción, como cuestionamiento de la realidad establecida y de las identidades obligatorias, como creación de nuevas posibilidades de existencia y de comunidad, desde la Revolución Francesa hasta el 15-M.

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Los que estamos aquí, en Tahrir, Sol, Syntagma o Zuccotti, ¿quiénes somos, cómo nos llamamos? Indignados, 99%, la gente de Tahrir… Son algunos nombres de los diferentes nosotros que han hecho su aparición en las plazas. Esos nombres, ¿tienen alguna importancia? Toda una inercia nos lleva a pensar que no, que “sólo son palabras”. Una especie de sustancia diferente a la realidad, una sustancia sin sustancia. Además son palabras extrañas, casi vacías de significado, sin límites o fronteras precisas, ni referentes muy claros, que cualquiera puede atribuirse… En definitiva, sospechosas. Sospechosas para todas las policías interesadas en saber “quién hay detrás” de cada movimiento. Sospechosas (por “metafísicas” y “poéticas”) para todas las tradiciones políticas y sociológicas serias. Sospechosas para el mismo sentido común: “¿cómo van a ser el 99%? Eso es imposible”.

Y sin embargo, aunque estos nombres -flotantes, sin referentes claros, imprecisos, imposibles- no se inscriben en ninguna tradición política explícita y determinada, tienen una larga historia. Hay quien los asocia a la posmodernidad y sus juegos de lenguaje, pero memorias con más alcance remontan su aparición muchos siglos atrás. Señalan de hecho que son consustanciales a la misma política de emancipación. Es decir, que son tan viejos como la acción política, pero a la vez siempre jóvenes en su aparecer. Cada vez que hay prácticas de emancipación, es decir desacuerdo e interrogación radical sobre los modos de vivir juntos, surge uno de esos nombres. Levantando siempre las mismas sospechas de todas las policías, los pensadores serios y el sentido común.

Las palabras son fuerzas materiales. Nos hacen y deshacen. Indignados, 99%, la gente de Tahrir… han sido ingredientes constitutivos de las plazas, absolutamente determinantes para abrirlas como lugares comunes, desplazando las identidades que nos separan cotidianamente. Para abrir espacios de todos y de nadie necesitamos dejar de ser lo que la realidad nos obliga a ser: la fuerza del anonimato. Pero paradójicamente el anonimato no consiste en el rechazo de los nombres, sino más bien en asumir un nombre compartido. Un nombre de cualquiera contra los nombres separadores.

La obra de Jacques Rancière es una invitación muy bella y apremiante a tomarnos en serio las palabras, la efectividad de los actos de palabra, nuestra propia naturaleza como animales poéticos. Para él, acción política y literatura coinciden en un punto: ambas pasan por el poder las ficciones, las metáforas y las historias. La política de emancipación es una política literaria o política-ficción que inventa un nombre o personaje colectivo que no aparece en las cuentas del poder y las desafía (a partir de una situación, agravio o injusticia concreta). Ese nombre no es de nadie en particular, sino que en él caben todos los que no cuentan, no son escuchados, no tienen voz, no deciden y están excluidos del mundo común.

A continuación voy a mezclar mis palabras con las de Rancière para exponer su teoría de la ficción política y luego pensar las potencias y los problemas de algunos “nombres de cualquiera” que han emergido con el movimiento 15-M.

La ficción política: tres operaciones

Según Rancière, una ficción política hace tres operaciones simultáneas: crea un nombre o personaje colectivo, produce nueva realidad e interrumpe la que hay.

El nombre o personaje colectivo no expresa ni refleja un sujeto previo, sino que es la creación de un espacio de subjetivación -esto es, de transformación de los lenguajes, las percepciones y los comportamientos- que simplemente no existía antes. Es decir, ese personaje colectivo no estaba ya contado entre las partes de la sociedad como grupo real, colección de individuos con tales o cuales características, cuerpo objetivable, ni siquiera latente. Existe cuando se manifiesta y se declara a sí mismo como existente, autodenominándose. Por esa razón nunca aparece como una realidad clara y distinta (una cosa, un sujeto o una sustancia), sino más bien como un fantasma: borroso e intermitente, inasignable e incorpóreo, precario y móvil, perturbador e ilegítimo.

Ese nombre o personaje colectivo interrumpe la realidad en tanto que mapa de lo que se puede ver, sentir, hacer y pensar. El marco que determina lo posible y lo imposible, lo visible y lo invisible, el sentido y el ruido, lo real y lo irreal, lo legítimo y lo ilegítimo, lo tolerable y lo intolerable. Interrumpe asimismo la realidad entendida como orden de las clasificaciones, las designaciones y las identidades que hacen a las cosas a ser lo que son. La distribución jerárquica de lugares, poderes y funciones: división del todo social en categorías, grupos y subgrupos; asignación de cada cual a una casilla, con un papel y unas capacidades determinadas, según tales o cuales predicados o propiedades (títulos, origen, estatus, rango o riqueza), etc.

Esta realidad (como distribución jerárquica de los lugares) no es menos “ficticia” que la ficción, pero no se reconoce a sí misma como tal. Se hace pasar por lo único que hay y puede haber. Busca siempre fundamentarse y justificarse en un supuesto ser-así de las cosas. Odia los puntos vacíos o polémicos, los restos que no encajan en su distribución de las partes (los elementos flotantes o inasignables).

El personaje colectivo de la ficción política produce nueva realidad porque redefine el mapa de lo posible: no sólo modifica lo que se puede ver, hacer, sentir y pensar acerca de la realidad, sino también quién puede hacerlo. Impugna la distribución jerárquica de lugares y funciones en nombre de las capacidades de cualquiera y la igualdad de las inteligencias. Muestra paisajes inéditos: hace ver cosas que no se veían, pone en relación lo que estaba disperso, hace surgir otras voces y otros temas, otros lenguajes y otros enunciados, otras escalas y otros razonamientos, otras legitimidades y otros hechos. Y ofrece ese paisaje inédito a todos, a cualquiera. Como un don, un regalo, una nueva posibilidad de existencia.

La ficción política interrumpe y crea, crea e interrumpe. Simultáneamente. Es un poder de desclasificación y un poder de creación. Hace lo común deshaciéndolo, deshace lo común y lo rehace.

Encontramos aquí y allá, dispersos en los libros de Rancière, algunos ejemplos históricos que clarifican mucho la noción de ficción política. Vamos a repasar brevemente cuatro: el hombre-ciudadano de la Revolución Francesa, el proletariado, el eslogan “todos somos judíos alemanes” de Mayo del 68 y la consigna “nosotros somos el pueblo” coreada en las manifestaciones de 1989 en Alemania del Este.

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